lunes, 30 de enero de 2012

La gracias del trabajo y el espíritu de oración (2R5)

Por Optato van Asseldonk, o.f.m.cap.

Dice san Francisco en su Regla: «Los hermanos a quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, de tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben servir» (2 R 5,12).

Este es un texto clave, tanto por su contenido como por su influencia en la historia de la Orden desde su origen hasta nuestros días, particularmente en toda verdadera reforma o renovación franciscana. Además, siempre ha sido un criterio fundamental de nuestra vida espiritual.

Para Francisco, el trabajo, como cualquier otro bien, es una gracia, o sea, un don, una obra del Señor; y para responder a esa gracia, o sea, para seguirla, debemos trabajar fiel y devotamente. Trabajando así, «en la gracia» y «con la gracia» o en virtud de la misma, se evita la ociosidad y no se apaga el espíritu de la santa oración y devoción. El criterio es sencillo y, en el fondo, transparente y clarísimo: quien sigue la gracia del trabajo, trabajando en gracia e impulsado por ella, necesariamente trabajará fiel y devotamente; en consecuencia, le resultará imposible apagar el espíritu de oración y devoción. En efecto, la gracia, don de Dios, actuación de Dios en nosotros, no puede anular ni impedir el espíritu de oración y devoción. Esto implicaría una verdadera contradicción: la gracia que anula o impide la gracia, la obra de Dios. Pero también hay que aclarar lo contrario: el trabajo, en la medida en que impide o anula el espíritu de oración, no es obra de la gracia, sino de un amor propio o egoísta como, por ejemplo, la vanagloria, el propio provecho, etc. En tal caso, quien actúa en mí, en nosotros... no es la gracia del trabajo sino, como diría Francisco, el espíritu de la carne, nuestro querido «yo».

A veces, los autores y traductores, tras las palabras de Francisco «no apaguen el espíritu» (2 R 5,2), citan el texto de san Pablo en el que el Apóstol habla de «no apagar el Espíritu Santo» (1 Tes 5,19). Y ciertamente el espíritu de oración es obra, inspiración, don del Espíritu Santo que nos hace orar como hay que hacerlo: «Nadie puede decir: Señor Jesús, sino en el Espíritu Santo» (1 Cor 12,3). Está claro igualmente que la gracia del trabajo, lejos de apagar el espíritu de oración, lo «sirve» y refuerza, como don de Dios, de modo que todas las demás cosas: la predicación, el estudio, el trabajo, cualquier obra externa material o espiritual y las mismas oraciones..., estén realmente al servicio y para provecho de ese mismo espíritu de oración y devoción, o consagración-dedicación a Dios y al prójimo.

Con este criterio o principio, partiendo de la gracia del trabajo y del espíritu de oración, o en otras palabras, de una única acción o inspiración de Dios en el trabajo y en la oración, Francisco garantiza la unidad fundamental de la vida activa y de la contemplativa, por cuanto ambas se basan sobre la misma y única acción-gracia de Dios y del Espíritu Santo, el único que dice y hace todo bien en nosotros.

Recordemos, por último, que en este texto de la Regla bulada no se trata de las oraciones o prácticas externas de devoción, sino del espíritu de oración, «al que deben servir las demás cosas temporales» (es decir, las hechas por nosotros en el tiempo y en el espacio o lugar de este mundo, como ejercicios humanos externos) y al que Francisco da la primacía en la vida espiritual. Me parece que es importante hacer una distinción precisa: quien vivifica, quien da vida «espiritual» es el espíritu y no una cierta cantidad de oraciones como tales. Ese espíritu de oración y devoción es el que inspira y anima no sólo toda verdadera oración, sino también todo verdadero trabajo o cualquier otra obra buena, convirtiéndolos en gracia, en obra de Dios y del Espíritu Santo.

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