miércoles, 11 de enero de 2012

La mirada de San Francisco, reflejo de la de Cristo

Por Martín Steiner, o.f.m.

En el célebre retrato de san Francisco bosquejado por Fr. Tomás de Celano (1 Cel 83), un largo pasaje describe el aspecto exterior del Poverello. La descripción corporal se ve interrumpida por algunas anotaciones de orden espiritual: los ojos de Francisco son presentados como «regulares, negros y candorosos»; su lengua (su palabra) es calificada de «dulce, ardorosa y aguda», y su voz de «vehemente, suave, clara y timbrada»; en cuanto a sus pequeñas orejas, se nos dice que las tenía erectae, o sea, «erguidas», como si estuviera siempre pronto a escuchar. Bien sabido es que la mirada, la calidad de la palabra, la entonación de la voz y la capacidad de escucha revelan perfectamente una determinada personalidad.

Detengámonos en la mirada. Ciertas miradas expresan ternura, presencia atenta y cariñosa hacia los demás. Otras revelan un ser ausente o indiferente. Algunos ojos reflejan una ironía que paraliza; otros, un humor que estimula. Hay miradas que hielan, y también las hay que fascinan. Ojos desorbitados por la ira, y ojos que traducen el desprecio o una piedad despectiva. Hay miradas luminosas, límpidas; otras son turbias y causan turbación en aquellos sobre quienes se fijan.

Los ojos de Francisco son simples, sencillos, límpidos. Los ojos son como una ventana que da a lo esencial de la personalidad. En Francisco, revelan la sencillez, la «santa y pura sencillez» (SalVir 1). Todo es límpido en Francisco, nada turbio. En él, no hay repliegues sobre sí mismo: la acogida está inmune de reticencias, porque Francisco es por entero capacidad de acogida; el don de sí no sabe de cálculos, porque Francisco nada de sí retiene para sí mismo. Su mirada no es huidiza, porque Francisco jamás está a la defensiva: nunca trata de evitar a los importunos. ¿Qué se le podría arrebatar? Lo ha dado todo por adelantado: su tiempo, su corazón... En cuanto a bienes materiales, no tiene ninguno que proteger.

En su mirada se refleja la limpidez del corazón del hombre tal cual originariamente salió de las manos de Dios. Sus ojos son admiración y asombro ante todo lo bello. Mejor, descubren la irradiación oculta que hay en cada ser, incluso en el más descarriado o envilecido. Se fijan en esa belleza y acaban por no dejarse obnubilar ya por la fealdad. Por eso, revelan confianza, una confianza dada a todos y cada uno por adelantado, e infunden confianza incluso a quienes se sienten envilecidos ante sus propios ojos.

Por encima de todo, la mirada de Francisco revela un ser habitado por Alguien. Quienquiera que se cruce con esa mirada, encuentra en ella la ternura, la paciencia, la misericordia de Cristo.

Pero no nos engañemos. La mirada de Francisco no siempre fue el espejo de un ser que se ofrece por entero en la acogida y en el don, reflejo puro de la de su Señor. Esta mirada es la de un convertido. Francisco, sin duda, jamás tuvo la mirada turbia del descarriado y envilecido, ni los ojos ardientes de deseo del hombre de pasiones egoístas. No conoció la juventud de un Agustín o de un Carlos de Foucauld. Tomás de Celano, en su Vida I, habría querido ensombrecerla, para exaltar a continuación la fuerza transformadora de la gracia. No llegó a tanto. Sin embargo, Francisco mismo tiene viva conciencia de ello: ha pasado la primera parte de su vida «en pecados» (Test 1). Después de su conversión, su vida anterior le parece perdida para Dios. Y su pecado se manifestaba en su mirada. «Cuando estaba en pecados, me parecía muy amargo ver a los leprosos» (Test 1).

No se puede ser más claro. ¿El signo de su pecado? Su mirada no traduce todavía la simplicidad de un ser entregado a todos. Hay personas cuya simple vista le resulta «muy amarga», insoportable. La Leyenda de los tres Compañeros asegura: «De tal manera le echaba atrás el ver a los leprosos que, como él dijo, no sólo no quería verlos, sino que evitaba hasta el acercarse al lazareto. Y si alguna vez le tocaba pasar cerca de sus casas o verlos, aunque la compasión le indujese a darles limosna por medio de otras personas, siempre lo hacía volviendo el rostro y tapándose las narices con las manos» (TC 11).

¿El signo de su conversión? Francisco establece una relación completamente nueva con aquellos a quienes antes excluía de su universo negándose a verlos. Tiene conciencia de que este cambio es obra del Señor. Su conversión, cuyo relato minucioso no vamos a reproducir aquí, se manifiesta en todo caso en la transformación de la mirada. «El Señor me dio de esta manera a mí, el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia: pues cuando estaba en pecados, me parecía muy amargo ver a los leprosos. Y el Señor mismo me condujo entre ellos y yo los traté con misericordia. Y al separarme de ellos, lo que me había parecido amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo» (Test 1-3). Los tres Compañeros mencionan el «beso al leproso», el beso que le devolvió el leproso a Francisco y las espléndidas limosnas que éste hizo a todos los leprosos, días después, en su hospital. Y concluyen: «Al salir del hospital, lo que antes era para él repugnante, es decir, ver y palpar a los leprosos, se le convirtió en dulzura» (TC 11).

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