martes, 10 de enero de 2012

No hay sana Cristología al margen de una visión Trinitaria

Según los escritos de san Francisco
por Michel Hubaut, o.f.m.

Recordemos en primer lugar que el cristianismo de Francisco no es un tratado de teología sino una seducción, una invasión: la irrupción de una Figura Viva de Cristo que unifica toda su vida de fe. Francisco entra en el misterio trinitario con Cristo. Para él, seguir las huellas de nuestro Señor Jesucristo, es seguir las huellas del Hijo, animado por el Espíritu y orientado por completo hacia el Padre.

El movimiento de los verdaderos místicos cristianos, guiados por el Espíritu, conduce siempre al Dios Trinitario. Francisco es uno de ellos. Sería desconocerlo el reducir su espiritualidad a su dimensión estrictamente cristológica. Y la historia nos enseña que toda cristología desconectada del misterio trinitario se desvanece a menudo en la ideología. Francisco es lo contrario de un ideólogo, jamás contempló a Cristo al margen de su relación filial con el Padre y de su disponibilidad total al Espíritu.

Si bien, para Francisco, Dios es esencialmente el Padre, Cristo es siempre contemplado como el Hijo único, el Hijo amado y predilecto del Padre. Sus Escritos vuelven con mayor frecuencia sobre su obediencia filial que sobre su pobreza. Los títulos preferidos que Francisco da a Cristo son también muy reveladores de su visión.

Jesús es el Hijo: «El Hijo bendito y glorioso del Padre» (2CtaF 11), «el altísimo Hijo de Dios» (Test 10). El Hijo viene ciertamente de arriba, pero el calificativo más frecuente y que se repite más de doce veces es «el Hijo amado» (el dilectus). Preferencia que nos indica su manera habitual de mirar a Cristo: siempre en relación con su Padre. Jesús nunca es considerado solo, sino siempre en su relación de amor con su Padre. Él es, ante todo, el «Hijo amado» del Padre, cuyo cometido y misión esenciales son amar al Padre y adorarlo en nombre de toda la humanidad. «Él, que te basta siempre para todo» (1 R 23,5). El Hijo es el adorador, el intercesor y el glorificador del Padre. Sólo en Cristo encuentra el Padre toda su alegría y su gozo. Este es uno de los puntos originales en que se apoyará la teología franciscana, como lo prueba un artículo de Luc Mathieu (cf. Sel Fran 42, 1985, 347-354). El hombre, indigente y pecador, indigno de nombrar a Dios, no puede adorar, orar, interceder, glorificar al Padre si no es por mediación del Hijo. Éste es el único Mediador de toda gracia que desciende del Padre a los hombres y el único Adorador que ofrece la acción de gracias al Padre en nombre de todos sus hermanos.

Cristo es el Hijo que ora. Esta es una actitud que impresionó profundamente el espíritu del Pobrecillo. Si el hermano menor debe seguir el género de vida de Cristo pobre, peregrino, debe, en primer lugar, seguir al Hijo poniendo la adoración del Padre en el centro de su vida.

El otro título, tan cargado de densidad afectiva y que a Francisco le gusta dar a Cristo, es el de Hermano que da su vida e intercede por sus hermanos: «¡Oh, cuán santo y cuán amado, agradable, humilde, pacífico, dulce y amable y más que todas las cosas deseable es tener un tal hermano e hijo! El cual dio su vida por sus ovejas y oró al Padre por nosotros...» (2CtaF 56).

Jesús es la revelación del itinerario pascual hacia el Padre, Jesús es la manifestación y la fuente del Espíritu. Francisco, visual y práctico, abre el Evangelio, se introduce en la liturgia de la Iglesia, escucha esta Palabra que es un rostro... y descubre con su corazón la «Suma Trinidad y la Santa Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (CtaO 1). Ella es, para Francisco, un canto de amor que envuelve la tierra, una historia de Salvación que levanta los siglos. Convertido en predicador del Evangelio, jamás predica un Espíritu Santo sin la encarnación del Hijo. Jamás predica un Hijo encarnado sin la fuerza del Espíritu. Esta es toda su predicación y la alabanza de los hermanos: «Y esta o parecida exhortación y alabanza pueden proclamar todos mis hermanos, siempre que les plazca, ante cualesquiera hombres, con la bendición de Dios: Temed y honrad, alabad y bendecid, dad gracias y adorad al Señor Dios omnipotente en Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas» (1 R 21,1-2; cf. 1 R 16,7-8).

Todavía podríamos citar muchos otros textos que subrayarían cuán amplia y profunda era la mirada de fe de Francisco. La voluntad y la gloria del Padre, el fuego y la iluminación del Espíritu, el camino doloroso del Hijo... todo se unifica en el corazón de Francisco que quiere llegar hasta el Altísimo. Esta es, para él, la identidad y la bienaventuranza del hombre creado. No hay otra. Y si la Regla se abre y se cierra con la invocación a este Dios Trinitario, no es únicamente por un piadoso artificio literario de la época. El hermano menor apuesta toda su vida en el Evangelio «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo por los siglos» (1 R 1,1 y 24,5).

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