por
Javier Garrido, o.f.m.
Un
talante humanista
Dentro
de la hagiografía, Francisco no sólo inspira a creyentes, sino también a
humanistas ateos. Se debe a la exaltación de su figura por parte del pensamiento
romántico del siglo pasado, el XIX. Le tocó vivir en la primera alborada del
humanismo, en las primeras conquistas de las libertades individuales. Y de
hecho, los movimientos que nacieron de él, instituciones religiosas y seglares,
llamaron la atención por su ideal de fraternidad e igualdad.
Sin
embargo, jamás tuvo conciencia de reformador social.
Su
humanismo bebía de aquel instinto suyo para actualizar el fermento vivo del
evangelio. Basta leer atentamente (habría que cantarlo, como él, en éxtasis de
adoración) su incomparable Cántico del hermano Sol para comprender de un
golpe la fuente de su humanismo: la reconciliación cósmica soñada por Israel,
inaugurada por Jesús al proclamar la paternidad universal de Dios, presente en
el corazón por la fuerza del Espíritu Santo. Ya su primer biógrafo, Celano,
apunta certeramente: «A todas las criaturas las llamaba hermanas, pues había
llegado a la gloriosa libertad de los hijos de Dios».
En
momentos históricos como el presente, en que el hombre siente deteriorarse todo
valor humano, e incluso los fundamentos naturales de nuestra existencia, es
normal que Francisco sea reivindicado por ecologistas, militantes cristianos y
líderes de distintas ideologías religiosas. Todos sentimos lo mismo: el hombre
se salvará si, como Francisco, vuelve al espíritu de las bienaventuranzas, a la
sencillez y pureza de corazón, a creer en la fuerza transformadora del amor.
Utopía
y realismo
Como
vemos, la espiritualidad franciscana se confunde con el carisma de un hombre
que sigue ofreciendo a la Iglesia y al mundo la transparencia de una utopía,
que a casi todos nosotros nos parece eso, una utopía inalcanzable, y a él, no,
sino el don incomprensible de la nueva creación, el Reino. ¿Por qué? Porque fue
un pobre de Dios, un pequeño del Reino. Desde entonces le llamamos el
«poverello».
Y
desde entonces, gracias a él, el creyente reconoce en el evangelio la utopía
que dinamiza la historia. Es verdad que a veces confundimos la fuerza de la fe
con las fantasías de nuestros deseos; pero Francisco nos ha ayudado a confiar
en la bondad original del ser por encima de nuestros maniqueísmos. Es verdad
que tendemos a proyectar en su figura la ilusión de nuestros sueños frustrados;
pero él nos ha enseñado a esperar contra toda esperanza, y ¿cómo podríamos
vivir si la vida humana no fuese la aventura del Absoluto?
Es
verdad que, en este sentido, Francisco es peligroso; provoca lo mejor de
nosotros mismos. Ciertamente, no es un realista, incluso habría que decir que
su espiritualidad apenas si tiene en cuenta la complejidad del proceso de la
conversión (compárese, por ejemplo, con los Ejercicios de san Ignacio de
Loyola). Y, sin embargo, lo preferimos así: radical y hasta ingenuo, profeta
arrebatado por el amor incontenible y humilde hasta el barro. ¿Cómo pudo hacer
semejante síntesis? Por eso, más que un sistema de espiritualidad, lo que él
nos dejó fue su presencia, el élan tan personal de su modo de ser
cristiano.
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