El Cristo de San Damián

Descripción del icono por Richard Moriceau, o.f.m.cap.

El presente texto es el comentario de un montaje audio-visual, no comercializado, sobre el Crucifijo de San Damián.

El crucifijo de San Damián es un icono de Cristo glorioso. Es el fruto de una reposada meditación, de una detenida contemplación, acompañada de un tiempo de ayuno.

El icono fue pintado sobre tela, poco después del 1100, y luego pegado sobre madera. Obra de un artista desconocido del valle de la Umbría, se inspira en el estilo románico de la época y en la iconografía oriental. Esta cruz, de 2'10 metros de alto por 1'30 de ancho, fue realizada para la iglesita de San Damián, de Asís. Quien la pintó, no sospechaba la importancia que esta cruz iba a tener hoy para nosotros. En ella expresa toda la fe de la Iglesia. Quiere hacer visible lo invisible. Quiere adentrarnos, a través y más allá de la imagen, los colores, la belleza, en el misterio de Dios.

Acojamos, pues, este icono como una puerta del cielo, que nos ha sido abierta merced a un creyente. Ahora nos toca a nosotros saber mirarla, leerla en sus detalles. Ahora nos toca a nosotros saber rezar. El de San Damián es, se dice, el crucifijo más difundido del mundo. Es un tesoro para la familia franciscana. A lo largo de siglos y generaciones, hermanos y hermanas de la familia franciscana se han postrado ante este crucifijo, implorando luz para cumplir su misión en la Iglesia.

Tras de ellos, y siguiendo su ejemplo, incorporémonos a la mirada de Francisco y Clara. ¡Si este Cristo nos hablara también hoy a nosotros! Orémosle. Escuchémosle. Dirijámonos a él con las mismas palabras de Francisco:

«Sumo, Glorioso Dios,
ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta,
esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor,
para cumplir tu santo y verdadero mandamiento» (OrSD)






La contemplación de Cristo

A la primera ojeada, descubrimos de inmediato la figura central: Cristo. Es el personaje dimensionalmente más importante. Tapa gran parte de la Cruz. Además, y sobre todo, se destaca sobre el fondo: Cristo, y sólo Él, está repleto de luz. Todo su cuerpo es luminoso. Resalta sobre los demás personajes, está como delante. Tras sus brazos y sus pies, el color negro simboliza la tumba vacía: la oscuridad es signo de las tinieblas.

La luz que inunda el cuerpo de Cristo, brota del interior de su persona. Su cuerpo irradia claridad y viene a iluminarnos. Acuden a nuestra mente las palabras de Jesús: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Cuánta razón tenía Francisco cuando oraba: «Sumo, glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón».

Estamos ante un Cristo inspirado en el evangelio de san Juan. Es el Cristo Luz, y también el Cristo Glorioso. Sin tensiones ni dolor, está de pie sobre la Cruz. No pende de ella. Su cabeza no está tocada con una corona de espinas; lleva una corona de Gloria.

Nos hallamos al otro lado de la realidad histórica, de la corona de espinas que existió algunas horas y de los sufrimientos que le valieron la corona de Gloria. Mirándole, pensamos acaso en su muerte, en sus dolores, de los que aparecen varias huellas: la sangre, los clavos, la llaga del costado; y, sin embargo, estamos allende la muerte. Contemplamos al Cristo glorioso, viviente.

¿No nos recuerda que todos nuestros sufrimientos, un día, serán transformados en gloria? Cristo denota también donación, abandono confiado en el Padre. Dice en el evangelio de san Juan: «... Yo doy mi vida... Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente... Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 10,17-18; 15,13). He aquí al Cristo que se entrega, que se da. Parece ofrecerse, dispuesto a todo, confiado en el Padre.

¿No nos invita a seguir sus huellas, a entregarnos nosotros también, a dar la propia vida? Es también un Cristo que acoge al mundo. Tiene sus brazos extendidos, como queriendo abrazar al universo.

Sus manos permanecen abiertas, como para cobijarnos y anidarnos en ellas. Están también abiertas hacia arriba, invitándonos a mirar, más allá de nosotros, en dirección al cielo. ¿No están abiertas también para ayudarnos, para sostener nuestros pasos y levantarnos tras nuestras caídas?

El rostro de Cristo

El rostro de Cristo es un rostro sereno, sosegado. En línea con la bella tradición de los iconos, tiene los ojos grandes, pequeña la boca, casi invisibles las orejas. ¿Por qué? En la contemplación del Padre, en el mundo de la Gloria, ya no hace falta la palabra, ni hay ya que escuchar. Basta con ver, con mirar, con amar. Como Cristo contemplando a su Padre.

Tiene los ojos muy abiertos. Miran a través nuestro a todos los hombres. Su mirada envuelve a quienes están cerca, a quienes le contemplan, pero está, a la vez, atenta a todos. «Ésta es mi sangre derramada por vosotros y por la multitud» (cf. Mt 26,28). Con su mirada alcanza a todas las generaciones, a los hombres de hoy, a todos los que serán. Viene a salvarlos a todos.

En resumen, estamos ante Cristo viviente, lleno de serenidad y de gloria, abandonado a su Padre y vuelto hacia los hombres. ¡He aquí al Cristo contemplado por Francisco!

La parte superior del icono

En primer lugar, de abajo arriba, una inscripción sobre una línea roja y otra negra, con las palabras: «Iesus Nazarenus Rex Iudeorum», «Jesús Nazareno, el Rey de los judíos». Este texto nos remite explícitamente al evangelio de san Juan (Jn 19,19). Los otros evangelistas dicen: «Jesús, el Rey de los judíos». El icono cita, pues, el texto de Juan con la palabraNazareno. Un simple detalle, pero un detalle importante para Francisco. Nazareno es el recuerdo de la vida pobre, escondida y laboriosa de Jesús. Jesús trabajó con sus manos. El que está en la gloria, el que es toda Luz, pasó por la pobreza de Nazaret, por el trabajo humano.

Sobre el rótulo, un círculo. En el círculo, un personaje: el Cristo de la Ascensión.

Observemos su impulso. Se eleva. Parece subir una escalera. Abandona el sepulcro, representado en la oscuridad que cerca al círculo. Va hacia su Padre. Lleva en la mano izquierda una cruz dorada, signo de su victoria sobre el pecado. Alarga la mano derecha en dirección al Padre.

La cabeza de Cristo está fuera del círculo. Y eso que el círculo, en la iconografía, es símbolo de perfección, de plenitud. Pero la perfección y plenitud humanas no pueden abarcar a Cristo. Cristo rebasa toda plenitud. Por eso está su rostro por encima del círculo.

A izquierda y a derecha, unos ángeles. Miran a Cristo que entra en la gloria. Son rostros felices. Cristo se alegra con ellos, y sigue vuelto hacia todos, sin dejar de mirar al Padre. En su Ascensión y Gloria, Jesús prosigue su misión de Salvador.

El semicírculo del ápice de la cruz

Un círculo, del que se ve sólo la parte inferior. La otra es invisible. Este círculo simboliza al Padre. El Padre, conocido por lo que Cristo nos ha revelado de Él, sigue siendo, como dice Francisco, el incognoscible, el insondable, el todo Otro.

Por eso vemos sólo un semicírculo. El resto, nadie lo conoce. Es el misterio de Dios, incomprensible para nosotros hoy.

En el semicírculo, una mano con dos dedos extendidos. Es la mano del Padre que envía a su Hijo al mundo y, a la vez, lo recibe en la gloria.

Los dos dedos pueden tener un doble significado: recuerdan las dos naturalezas de Cristo, hombre y Dios. Así es el Hijo del Padre. O bien, indican al Espíritu Santo. Decimos en el Veni Creator: «Digitus Paternae dexterae»: «El dedo de la diestra del Padre». Así se denomina al Espíritu Santo. En su discurso de apertura del Concilio IV de Letrán, en tiempo de Francisco, Inocencio III habla del Espíritu Santo llamándolo dedo de Dios.

Asombra observar cómo este icono evoca el entero misterio de la Trinidad: Francisco no podía contemplar a Cristo sin asociar al Padre y al Espíritu. La contemplación de este icono le ayudó, quizás, a atisbar la plenitud de Dios.

¿Y nosotros? ¿Nos dejamos guiar por el Espíritu para calar en el misterio de Dios?

Los brazos de la cruz

Bajo cada mano y antebrazo de Cristo hay dos ángeles. La sangre de las llagas los purifica, y se derrama por el brazo sobre los personajes situados más abajo. Todos son salvados por la Pasión.
En los extremos de los brazos de la cruz, dos personajes parecen llegar. Señalan con la mano el sepulcro vacío, simbolizado por la oscuridad de detrás de los brazos de Cristo: ¿No serán las mujeres que llegan al sepulcro para embalsamar el cuerpo y a quienes los dos ángeles les muestran a Cristo Glorioso?

A los lados de Cristo

A los flancos de Cristo hay cinco personajes íntimamente unidos a Él. Estamos en el evangelio de Juan: «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre María la mujer de Cleofás y María Magdalena» (Jn 19,25).

Acerquémonos a estos personajes, cuyos nombres figuran al pie de sus imágenes.

A la derecha de Cristo están María y Juan. Juan está al lado mismo de Cristo, como en la Cena. Él fue quien vio atravesar su costado y salir sangre y agua de la llaga, y quien lo atestiguó veraz (Jn 19,35).

María, grave el rostro, está serena: ningún rastro exagerado de dolor; la suya es realmente la serenidad de la creyente que espera confiada al pie de la cruz y cuya esperanza no queda defraudada. Acerca su mano izquierda hasta el mentón. En la tradición del icono, este gesto significa dolor, asombro, reflexión. Con la mano derecha señala a Cristo. Juan hace el mismo gesto y mira a María como preguntándole el sentido de los hechos.

¿No se contiene, en esta pintura y en estas actitudes, toda una enseñanza sobre el papel de María, que nos conduce a Cristo y nos ayuda a comprenderlo?


¿No entendió así Francisco el cometido de María? ¿Y nosotros? ¿Le reconocemos a María su verdadero papel: el de enseñarnos a conocer a Cristo?

Al flanco izquierdo de Cristo hay tres personajes: dos mujeres y un hombre. Cabe Cristo, María Magdalena y María, la madre de Santiago el Menor: las dos mujeres que llegaron primero al sepulcro la mañana de Pascua. Con la mano izquierda en el mentón, María Magdalena manifiesta su dolor, en tanto que la otra María, la madre de Santiago, le apunta con la mano a Jesús resucitado, invitándola a no encerrarse en su propio sufrimiento.

Junto a las dos mujeres, un hombre: el centurión romano que estuvo frente a Cristo y, al ver «que había expirado de esa manera, dijo: "Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios"» (Mc 14,39). Es el modelo de todos los creyentes. Parece sostener en su mano izquierda el rollo en el que estaba escrita la condena. Con su mano derecha, y sus tres dedos levantados, enuncia su Fe en Dios Trino: Padre, Hijo y Espíritu.

Por encima del hombro izquierdo del centurión romano asoma una cabeza pequeñita, y detrás, como un eco, otras cabezas. ¿No será la multitud, todos los creyentes que venimos a contemplar a Cristo para entrar en su misterio y reavivar nuestra fe?

A los pies de María, un personaje más pequeño. Leemos su nombre: Longino. Es el soldado romano. Mira a Cristo, y sostiene en la mano la lanza que le traspasó el costado.

Al otro flanco, a los pies del centurión, otro personajito. Apoya la mano en la cadera, y parece mofarse de Cristo crucificado. Sus vestidos hacen pensar en el jefe de la sinagoga. Su rostro aparece de perfil. Detalle sorprendente en un icono, cuyos personajes generalmente están de frente con la cara iluminada. Este hombre no ha alcanzado todavía la luz de Cristo. Es menester que la otra parte de su rostro, la que no se ve, salga de la oscuridad y sea iluminada por la Resurrección.



A los pies de Cristo

En el pie de la cruz, a la derecha, hay dos personajes: Pedro, con una llave, y Pablo. Debía haber otros. El tiempo los ha borrado. Eran, quizá, santos del Antiguo Testamento, o san Damián, patrono de esta iglesita, tal vez también san Rufino, patrono de la catedral de Asís. La sangre de las llagas se difunde sobre ellos y los purifica.

Sobre Pedro, a media altura frente a la pierna izquierda de Cristo, un gallo en actitud desafiante. Evoca la negación, la de Pedro y las nuestras. Es el símbolo, igualmente, del alba nueva. Saluda con su canto los primeros rayos del sol y nos invita a todos a salir del sueño para adentrarnos en la luz de Jesús resucitado.

* * *
El Cristo de San Damián, recién contemplado, contiene una asombrosa densidad teológica. En él encontramos la evocación del Misterio Trinitario y la plenitud de Cristo, encarnado, muerto y resucitado. Unido a los suyos en el cielo por la Ascensión, sigue permanentemente vuelto hacia nosotros. Su Misión es salvarnos a todos. Estamos ante el Misterio Pascual total.
Cristo no está solo sobre la cruz. Está en medio de un pueblo, simbolizado en los personajes que lo rodean y atestiguan su resurrección. Hoy, también, sigue vivo en medio de su Iglesia. Invita, a quienes le contemplamos, a ser sus testigos.

¿Oímos su llamada?
* * *
Francisco miró, interrogó con detención a este crucifijo. Y se le convirtió en camino que lo condujo a la contemplación de su Señor. Fue el punto de partida de su Misión: «Ve y repara mi Iglesia».

Francisco, además, siempre se dejó educar por cuanto veía (la creación, los leprosos, sus hermanos...). ¿No aprendió mucho demorando con frecuencia su mirada reposada sobre este icono?

Su biógrafo Celano dice que este Cristo habló a Francisco. Ahora podemos comprender mejor el sentido de esta frase y dejarnos captar por Cristo, para participar también en la construcción de la Iglesia, tras las huellas de Francisco.

¡Que esta meditación nos ayude a amar al Crucifijo de San Damián, a este ICONO!


Fuente: Directorio Franciscano, Enciclopedia Franciscana: Selecciones de Franciscanismo, vol. XVI, n. 46 (1987) 45-51]

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