Por Gratien de París, o.f.m.cap.
San Francisco nació en Asís hacia el fin del
año 1181 o comienzo del 1182. Llamábase su madre Pica, y Pietro Bernardone su
padre. Bernardone, acaudalado comerciante en paños, se hallaba en Francia, en
viaje de negocios, cuando Pica dio a luz a este hijo al que se impuso el nombre de Juan. El padre, a su vuelta, le
añadió el de Francisco en recuerdo del bello país que acababa de visitar.
Pietro Bernardone, absorbido por sus negocios,
dejó la educación del niño en manos de Pica, mujer de gran virtud, que se
entregó de corazón a cometido tan delicado; y tan bien logró formar el alma de
su hijo que cuantos conocían la conducta de Francisco le presagiaban el
porvenir más halagüeño. La instrucción que recibió del sacerdote de la pequeña
iglesia de San Jorge tendía a preparar al futuro comerciante, pues aprendió con
él lectura, escritura y cálculo, aparte de algunas nociones de latín. El mismo
Bernardone debió enseñarle la lengua que él a su vez aprendiera en sus
permanencias en Francia. Y muy temprano, apenas salido de la infancia, hacia
los quince años, se vio Francisco asociado al negocio de su padre.
El joven comerciante se manifiesta hábil y
afortunado, pero al mismo tiempo sigue los impulsos de su temperamento ávido de
gloria y de placer. No había cumplido aún los veinte años, cuando estalló la
guerra entre Perusa y Asís, lucha en que al punto se alistó, siendo hecho
prisionero (1202). Recobrada la libertad a fines de 1203, volvió a su vida
habitual.
Su ardor belicoso vuelve de nuevo a despertar
al anuncio de una expedición militar a Apulia. Sonríe a Francisco el ensueño de
hacerse armar caballero en el campo de batalla, combatiendo a las órdenes de
Gualtiero III de Brienna, y con esta ilusión parte; mas pronto se detiene en su
camino, muy cerca todavía de Asís, en Espoleto. Una visión le orienta hacia
otro destino, y bruscamente vuelve a su ciudad natal.
En 1206 se entrega totalmente al servicio de
Dios y renuncia a la herencia paterna para llevar durante dos años una vida
eremítica, dedicado a reparar las iglesias de San Damián, San Pedro y Santa
María de los Ángeles, capillita esta última donde, a fines del 1208 o comienzos
del 1209, comprende plenamente su vocación. Por este título la humilde capilla
ha merecido ser considerada como cuna de la Orden de Frailes Menores.
No soñaba entonces el joven convertido con ser
fundador de una Orden nueva. Su vida penitente, tan opuesta a sus costumbres de
antaño, sólo suscitó al principio compasión y burla. Sin embargo los espíritus
reflexivos vieron en él los caracteres de la santidad verdadera y pronto se vio
rodeado de discípulos; fue el primero Bernardo de Quintavalle, que no vaciló en
vender todos sus bienes y distribuirlos entre los pobres; y luego Pedro
Catáneo. Tomaron el mismo hábito que Francisco y vivieron con él, esforzándose
en seguir a la letra los consejos evangélicos.
Francisco, Bernardo y Pedro se instalaron en
Rivo Torto, donde se les unió Fray Gil, también de Asís. A pesar de las burlas
y befas de sus conciudadanos, los nuevos penitentes formaron un pequeño grupo
que poco a poco fue en aumento. Comprendió Francisco que a cada momento
necesitaba una norma de vida algo más precisa, y sencillamente, y en pocas palabras,
redactó una Regla para sí y los suyos, utilizando preferentemente las palabras
del Evangelio, cuya perfección era su aspiración única; y con sus compañeros,
ya en número de once, se dirigió a Roma en busca de la aprobación pontificia.
Viva fue la oposición del Sacro Colegio de Cardenales contra aquel lego, que
con sobrada facilidad abandonaba las formas tradicionales de vida religiosa;
pero las prudentes palabras del Cardenal Juan de San Pablo disiparon las dudas
del Papa. Inocencio III reconoció en Francisco al hombre de Dios; lo abrazó,
aprobó verbalmente su Regla, y le dio autorización para predicar penitencia.
Idéntico privilegio se concedió a sus discípulos, pero condicionado a la previa
autorización de Francisco. Finalmente, el Papa le invitó a volver cuando el
número de sus frailes hubiese aumentado. El Santo prometió obediencia al
Vicario de Jesucristo, y los demás frailes la prometieron a Francisco. Fue
ésta la primera profesión de la Orden.
¿Estaba Inocencio III plenamente convencido de
la misión de Francisco...? Puede dudarse de ello desde el momento que se
contentó con una aprobación meramente verbal, aunque prometiéndole más amplios
favores si la experiencia venía a llenar las esperanzas que el humilde grupo de
asisienses suscitara. Era lo prudente; pero por lo menos se había hecho cargo
de la grandeza e importancia de miras de San Francisco respecto a la reforma de
la Iglesia; y en consecuencia le amparó con su protección y aseguró sus
primeros pasos.
Sin modificación alguna sustancial, y por el
mero hecho de la aprobación, la Fraternidad de Penitentes de Asís se
transformaba en una Orden Religiosa. La Orden de Frailes Menores estaba
ya fundada (1210).
Después de recibir la bendición del Pontífice,
Francisco y sus compañeros visitaron el sepulcro de los Apóstoles. El Cardenal
Juan de San Pablo confirió a todos la tonsura, agregándolos con ello a la
jerarquía eclesiástica, después de lo cual los Penitentes de Asís abandonaron
la ciudad eterna.
Italia fue el primer teatro del celo de San
Francisco; Italia y especialmente Umbría, teniendo como centro a Rivo Torto,
que bien pronto abandonaron para instalarse en Santa María de los Ángeles. Esta
capilla, llamada también la Porciúncula, les fue concedida a
perpetuidad, mediante un censo módico, por el Abad del Monte Subasio
(Observancia de Cluny). En torno a ella se levantaron algunas cabañas, y para
clausura se plantó un seto. Un asisiense rico, Jacobo de Filippo, les cedió un
vasto terreno, que más adelante habría de serles útil con motivo de los Capítulos
Generales. De la Porciúncula hacían sus salidas los nuevos predicadores para
evangelizar las campiñas vecinas, siendo Asís la primera en beneficiarse con
esta predicación y recobrar la paz.
No limitó Francisco su celo a edificar a su
ciudad natal solamente; también recibieron su visita otras ciudades: Perusa,
Cortona, Imola, Bevagna, Alviano, Ascoli, Arezzo, Florencia, Pisa, Satriano,
Sena, que sucesivamente fueron evangelizadas. Sus discípulos imitaron su celo y
compartieron sus trabajos. A Bernardo de Quintavalle cupo la suerte de
implantar en Bolonia la Orden de Frailes Menores.
De vuelta a Asís, a principios de la Cuaresma
de 1212, Francisco fundó con Clara de Asís, jovencita de dieciocho años de
edad, una segunda Orden, la de las Damas Pobres.
Pero Italia ya no era suficiente al celo de
San Francisco, que ambicionaba la gloria del martirio. Era la época de las
Cruzadas, y en este año, 1212, partían para Tierra Santa gran número de
cruzados. No habían dirigido todavía sus esfuerzos a los países orientales
misioneros de ninguna clase. Únicamente los pueblos del Norte: Eslavos,
Escandinavos y Lituanos habían recibido a los apóstoles del Evangelio. En
Oriente, tan sólo a los cismáticos griegos y sectas heréticas, jacobitas,
armenios y nestorianos, se les invitaba a ingresar en la unidad católica.
A los musulmanes se pretendía reducir por la
fuerza de las armas; nadie pensaba en convertirlos. San Francisco concibió este
grandioso proyecto, que nadie jamás había sabido realizar, y dedicó un capítulo
de su Regla a "los que quieren ir entre los Sarracenos" (1 R 16; 2 R
12). Por lo demás, es el primero en dar ejemplo. Nombra a Pedro Catáneo Vicario
General y se embarca para Siria. Pero la tempestad dirige su navío a las costas
de Iliria, de donde, por imposibilidad de ir al Oriente, Francisco vuelve a
Ancona, y llega a la Porciúncula (invierno 1212-1213), acompañado de nuevos
discípulos (1 Cel 55; LM 9,5).
Emprende de nuevo sus correrías apostólicas.
El 8 de mayo de 1213 se encuentra en Montefieltro, en el condado de Urbino,
donde el conde Orlando dei Cattanei le hace donación del monte Alvernia para
que en él levante un convento. Francisco lo acepta, y encarga a dos frailes que
reconozcan el terreno y se ocupen de la obra. Él, por su parte, ardiendo siempre
en ansias de martirio, decide emprender la evangelización de los Moros, contra
quienes los cristianos acababan de obtener la célebre victoria de las Navas de
Tolosa (julio 1212). Llega a España con Bernardo de Quintavalle y algunos otros
compañeros, pero se ve forzado por la enfermedad a interrumpir su viaje y
volver a Italia (1 Cel 56-57).
El tiempo transcurrido entre esta vuelta de
España y 1216 es la época más obscura de la vida de San Francisco. Parece
indudable que continuó entregado al apostolado hasta donde sus fuerzas se lo
permitieron. Puede también admitirse que en 1215 marchara a Roma, donde tenía
lugar el IV Concilio Ecuménico de Letrán, y debió ser entonces cuando se
encontró con Santo Domingo, que acababa de solicitar la aprobación pontificia
para su Orden de Frailes Predicadores.
El Concilio comenzó el mes de noviembre de
1215. Las deliberaciones versaron sobre los preparativos de una nueva Cruzada,
la unión de las Iglesias griega y latina, la disciplina, la condenación de las
nuevas herejías, y la fundación de Órdenes Religiosas. El Canon XIII ordenó que
en adelante no se admitiese la fundación de Orden Religiosa alguna, y que, de
instituirse alguna, debiese ésta elegir la Regla de alguna de las Órdenes ya
aprobadas. En consecuencia, Santo Domingo debió volverse sin la anhelada
confirmación; pero en lo que a la Orden de Frailes Menores respecta, el mismo
Soberano Pontífice anunció al Concilio que él mismo la había aprobado ya antes
verbalmente.
Después del Capítulo de Pentecostés (1216),
Francisco se hallaba en Perusa, cuando moría Inocencio III. ¿Asistió a la
elección de su sucesor Honorio III? Desde luego hay documentos contemporáneos
que nos lo presentan días después de la elección al lado del nuevo Pontífice.
Acompañado de Fray Maseo, venía a solicitar de él una indulgencia para todos
los que visitasen la capilla de la Porciúncula el día de su consagración,
petición a la que Honorio III accedió gustoso, y el 2 de agosto siguiente tuvo
lugar la solemne dedicación de Nuestra Señora de los Ángeles, fiesta en que
Francisco, en nombre del Papa, promulgó el favor que acababa de obtener.
Tampoco sabemos, de cierto, nada de lo que
Francisco hiciera desde agosto de 1216 hasta Pentecostés de 1217. El Capítulo
de este último año se hizo notar por dos medidas importantes: la institución
de Provincias y Ministros Provinciales, y la organización de las
primeras grandes Misiones fuera de Italia y en Oriente.
Francisco eligió para campo de su apostolado a
Francia, y junto con algunos compañeros se puso en camino hacia el país que le
diera su nombre, y al que amaba con predilección por su espíritu católico y su
gran devoción a la Santa Eucaristía. Al pasar por Florencia supo que en ella se
hallaba el Legado Pontificio, el Cardenal Hugolino. El Cardenal y el Santo no
estaban todavía unidos por aquella amistad que más adelante tan íntimamente los
había de estrechar, aunque para entonces ya se conocían; pero la fama de
santidad de Francisco le había conquistado ya el afecto del Prelado, que se
recomendó humildemente a sus oraciones, ofreciéndole en cambio su protección.
El Cardenal vino a ser, de esta manera, el consejero afectuoso y devoto del
joven Fundador. Comenzó por disuadirle de continuar su viaje al otro lado de
los Alpes, y Francisco, dócilmente, volvió a tomar el camino de Asís, y a
predicar de nuevo en la Península.
Los frailes que enviara a España, Francia y
Alemania volvieron descorazonados. Súpolo Hugolino, y al momento, junto con
Francisco, se presentó a Honorio III, el cual accedió gustoso a darle
oficialmente el título de Protector y Defensor de los Frailes Menores.
Todos estos sucesos acaecieron probablemente durante el año 1218, y ciertamente
antes del Capítulo tan importante de 1219, conocido en la historia con el
nombre de Capítulo de las Esteras. Una vez más se organizaron en él las
Misiones con nuevos misioneros, que partieron en todas direcciones, exceptuadas
Alemania e Inglaterra.
El Santo, que no había renunciado a predicar
la fe a los infieles, decidió seguir la nueva Cruzada, cuyos esfuerzos dirigió
Honorio III hacia Egipto, y, trasmitiendo sus poderes en la Orden a dos
Vicarios Generales: Mateo de Narni y Gregorio de Nápoles (el primero de los
cuales quedaría en la Porciúncula para recibir allí a los postulantes y formar
los novicios, mientras el segundo recorrería Italia y visitaría a los frailes),
se embarcó en Ancona con algunos compañeros, entre los cuales se encontraban
Pedro Catáneo e Iluminado de Rieti. Apenas llegó a Egipto, intentó lograr la
unión entre los mismos Cruzados, los cuales, por haber desechado sus consejos,
fueron derrotados el 9 de agosto de 1219.
Tres meses más tarde eran a su vez vencedores
y se apoderaban de Damieta (5 de noviembre de 1219). Al hacer el reparto de los
diferentes barrios de la ciudad, asignaron a los Frailes Menores, compañeros de
San Francisco, una iglesia con casa contigua. Pero el Santo, que por otra parte
había fracasado en su intento de convertir al sultán Malek-el-Kamel, e
indignado por la conducta de los Cruzados, los abandonó, según una tradición
que nadie niega, para visitar los Santos Lugares. Allí es donde un fraile
llegado de Italia le puso al corriente de las turbulencias suscitadas por la
administración de los dos Vicarios Generales, y por los cambios que trataban de
introducir en la vida de los Frailes Menores. Estas alarmantes noticias le
decidieron a volverse a Italia, llevando consigo a Pedro Catáneo, Elías, Cesáreo
de Espira y algunos otros.
Grandes debieron ser la inquietud y pena que
sintiera Francisco al saber las modificaciones con tanta audacia impuestas a su
obra, pues, a su vuelta a Italia -nos dice Jordán de Giano-, bien informado de
lo ocurrido en su ausencia, marchó directamente, no a los perturbadores, sino
al mismo Papa.
Su primera demanda fue pedirle alguien que en
su nombre le asistiese en el gobierno de la Orden, para lo cual Honorio señaló
al Cardenal Hugolino, ya antes designado como Protector contra la hostilidad de
los Prelados. Confióle Francisco su pena, y le rogó suprimiese todas las
innovaciones introducidas en su ausencia. Se le concedió lo que pedía; pero
esta dura prueba le hizo ver cómo su Orden necesitaba de una organización más
firme. Y como él, abrumado por las enfermedades, se sentía incapaz de
realizarla, en el Capítulo de San Miguel (29 de septiembre) de este mismo año
(1220 probablemente) presentó su dimisión; y nombró a Pedro Catáneo, no sólo
por Vicario General, sino como verdadero Ministro General.
Pedro Catáneo murió el 10 de marzo de 1221, y
para reemplazarlo nombró Francisco a Fray Elías, que presidió ya el Capítulo
General de este año. A este Capítulo asistió el Cardenal Raynerio, obispo de
Viterbo, acompañado de varios otros obispos y religiosos de diversas órdenes.
Duró siete días con una concurrencia de tres mil frailes, siendo el último en
que se reunieron todos los religiosos, profesos, novicios, superiores y
súbditos. Organizóse en él una nueva misión en Alemania, abandonada después del
fracaso de 1217. Durante este año de 1221 aparece ya como una organización
poderosa la Tercera Orden, conocida entonces con el nombre de Orden de
Penitencia.
Los sufrimientos que Francisco tiene que
soportar son incesantes, pero a pesar de ellos continúa sus predicaciones por
la Península. En 1222 predica en Bolonia el día de la Asunción. En junio del
año siguiente evangeliza Greccio y Perusa. Pero este año de 1223 es piedra
miliaria en la vida de San Francisco, como en la historia de la Orden, por un
acontecimiento de capital importancia: la aprobación y confirmación solemne
de la Regla.
Durante el Capítulo de Pentecostés de 1224,
último a que acudió Francisco, se entregó la nueva Regla a los Ministros. De él
partió también Fray Agnelo de Pisa, hasta entonces Custodio de París, con otros
tres clérigos y cinco legos de Francia, para la misión de Inglaterra, que en
este Capítulo se resolvió emprender. El 11 de septiembre de 1224 desembarcaron
en Dóver. Días más tarde, el 17 de septiembre, recibía Francisco en el Alvernia
el incomparable beneficio de las Llagas. Este monte, que había sido al mismo tiempo
su Tabor y su Calvario, recibía su último adiós el día siguiente a la fiesta de
San Miguel (30 de septiembre). Cuando volvió a la Porciúncula, hubo algunos
frailes que, a pesar de todos sus esfuerzos por ocultarlas, pudieron ver o
tocar sus santas Llagas.
De día en día sus enfermedades recrudecían;
pero ni los dolores, a quienes llamaba "sus hermanos", amenguaban su
celo apostólico; veíasele en efecto, montado en un asno, recorrer aldeas y
ciudades. Empero su debilidad iba en aumento, tanto que poco a poco llegó a
perder hasta la vista; y sólo a repetidas instancias de Fray Elías decidió por
fin dejarse cuidar. Se levantó para él una celdilla hecha de ramaje cerca de
San Damián, donde moraban Clara y sus compañeras; sin embargo ni todos sus
cuidados bastaron a curarle. Fue entonces cuando en medio de sufrimientos
continuos, compuso el admirable poema llamado Cántico del Sol o Laudes
de las criaturas (2 Cel 213-217). Al ver que los males del paciente no
disminuían, lo hizo Fray Elías conducir a Fonte-Colombo y Rieti, para ponerlo
en manos de un afamado médico especialista, siendo los encargados de velar por
él cuatro frailes a quienes él amaba tiernamente, y cuyos nombres nos han sido
conservados por la tradición: Fray León, Fray Ángel, Fray Rufino y Fray Maseo,
que se esmeraron con la más filial solicitud por dulcificar sus dolores
corporales y las angustias de su espíritu.
Francisco no permaneció en Rieti, ya que por
el biógrafo oficial sabemos que estuvo algún tiempo en Greccio. Pero en vista
de que nada podía atenuar sus dolores, fue llevado a Sena para ponerlo en manos
de un nuevo médico. Allí, en un eremitorio situado a las puertas de la ciudad,
debió pasar probablemente el invierno de 1225-1226.
En el mes de abril de este último año le
sobrevinieron tan fuertes vómitos de sangre que se creyó llegada su hora
postrera.
Acudió Fray Elías al saberlo, y como entonces
se produjese cierta mejoría, el Santo abandonó Sena para ir al eremitorio de
las Celle, cerca de Cortona, donde, según toda verosimilitud, redactó su
Testamento.
Pocos días debió permanecer Francisco en
Cortona. Declarósele una hidropesía, y el estómago se negaba a retener alimento
alguno; en vista de lo cual quiso el Santo regresar cuanto antes a su ciudad
natal. Para burlar cualquier audaz golpe de mano de los habitantes de Perusa,
que quizás no hubieran vacilado ante ningún medio, a trueque de asegurarse
aquella preciosa reliquia del cuerpo del Santo después de su muerte, la piadosa
caravana, con protección de escolta armada, tomó el camino de Gubbio, Nocera,
Satriano y llegó a Asís, donde fue hospedado en el palacio del Obispo.
La muerte se aproximaba ya a grandes pasos. A
la hinchazón que se había producido en Cortona, sucedió una delgadez extremada,
y la ceguera llegó a ser casi completa. Reunió entonces Francisco en torno suyo
a todos sus Hermanos, los bendijo, comenzando por el Ministro General, y
hablóles con ternura y fervor de aquel humilde santuario de Nuestra Señora de
los Ángeles, donde se había desposado con la Pobreza, de aquella cuna de la
Orden que fue testigo de la vida evangélica de sus primeros discípulos, y que
también quería fuese testigo de su muerte. Éste su deseo fue atendido. El
Obispo no osó retenerlo, y los fieles compañeros, cargados con su preciada
carga, se dirigieron hacia la Porciúncula. Cuando llegaron a la mitad del
camino, en el Hospital de los Crucígeros, desde donde se abarca toda la ciudad
de un solo golpe de vista, Francisco de Asís envió a su ciudad natal su adiós
postrero con una última bendición.
En este su querido santuario de la Porciúncula
es donde Francisco esperó la llegada de la muerte. Consoló una vez más a Clara
y sus monjas, recibió la visita de Jacoba de Settesoli, y bendijo de manera
especial al primogénito de la Orden, Bernardo de Quintavalle (2 Cel 214; 3 Cel
37-39).
Fiel hasta la muerte a su Dama la Pobreza, se
hizo despojar de sus vestidos y extender desnudo sobre la tierra. Vestido luego
de un hábito hecho con la tela traída por la hermana "Fray Jacoba",
dio sus últimos consejos, y acordándose de la Última Cena del Señor, a
imitación de Jesús, bendijo un pan y lo repartió entre sus discípulos. Pasó aún
algunos días en la intimidad con sus compañeros, cantando con ellos el Cántico
al Sol, al que añadió una estrofa en honor de "Nuestra Hermana la
Muerte".
Por fin, al atardecer del sábado 3 de octubre
de 1226, sintió los primeros abrazos de la muerte, y después de entonar el
Salmo Voce mea ad Dominum clamavi se hizo colocar nuevamente en el
desnudo suelo delante de todos los frailes reunidos, y mientras a petición suya
se leía el Capítulo 13 del Evangelio de San Juan: Antes de la fiesta de la
Pascua, el fiel amante de la Pobreza entregó su alma a Dios.
Tenía entonces Francisco 45 años y, desde el
día en que, consagrándose perfectamente a Cristo, se había obligado
deliberadamente a seguir las huellas de los Apóstoles para restaurar en la
sociedad cristiana la vida evangélica, habían transcurrido veinte años.
El deseo de San Francisco había sido reposar
en la capilla de la Porciúncula, pero los asisienses, temerosos de que se les
robara tan preciosa reliquia, rogaron a Fray Elías se le enterrase en la
iglesia de San Jorge, que, como situada dentro de la ciudad, estaba menos
expuesta a peligro de violación. Y en efecto, depositado el cuerpo del Santo en
su ataúd, fue llevado con solemne comitiva a su nueva morada, pasando por San
Damián, para dar a Sor Clara y sus compañeras el consuelo de venerarlo por
última vez.
Por los cuidados de Fray Elías fue luego
colocado en el interior de la iglesia, en un sarcófago de piedra abierto, pero
rodeado de un enrejado de hierro, y todo ello, rejas y sarcófago, encerrado en
un arca de madera provista de tapa con bisagras y cerradura. Merced a esta
disposición, el precioso tesoro quedaba visible al levantarse la tapa, estando
al mismo tiempo protegido contra piadosos atentados de una devoción indiscreta.
Por lo demás esta tumba sólo era provisional. Fray Elías tenía ya el proyecto
de levantar al Santo un monumento más digno de su memoria. El Cardenal
Hugolino, elevado al Pontificado con el nombre de Gregorio IX, le animó en su
empresa en el Capítulo de 1227, que nombró Ministro General a Juan Parenti.
Fray Elías, encargado de la ejecución del plan
que él mismo había ideado, puso manos a la obra con todo entusiasmo. Un señor
rico de Asís, llamado Simón Puzzarelli, donó un terreno situado al Este de la
ciudad, sobre el Collis inferni (la colina del infierno), para que en él
levantase «un oratorio, o iglesia, o cualquier otra construcción destinada a
recibir el cuerpo de San Francisco», según expresa el acta de donación de 29 de
marzo de 1228. La voz popular canonizaba ya al Fundador de los Menores; no
podía tardar mucho la canonización oficial.
El Papa, obligado a abandonar Roma a
consecuencia de una sedición, había venido a Asís, acompañado del Sacro
Colegio, y después de examinar los milagros atribuidos a Francisco, procedió a
la canonización del que había sido su amigo, teniendo lugar la ceremonia el 16
de julio de 1228. Al día siguiente el Pontífice puso personalmente la primera
piedra de la nueva iglesia, y la Colina del infierno tomó desde entonces
el nombre de Colina del Paraíso. Empero, esta glorificación no parecía
suficiente a Gregorio IX, y por la Bula Mira circa Nos de 19 de julio,
publicó la canonización de San Francisco, y ordenó a todas las diócesis
celebrar su fiesta el 4 de octubre, orden que se reiteró más adelante, en una y
otra Iglesia por la Bula Sicut phialae aureae.
Por esta misma época el Papa encargó a Tomás
de Celano escribiese la biografía del Santo, conocida después bajo el nombre de
Vida primera, que él aprobó el 25 de julio del año siguiente (1229).
Por su parte Fray Elías imprimía enérgico
impulso a los trabajos de construcción sobre la Colina del Paraíso. El
arquitecto había resuelto vaciar lo que era propiamente el sepulcro en la roca
misma, y sobre él habían de levantarse dos iglesias superpuestas: la una de
bóvedas rebajadas, la otra esbelta y más elevada. Los tiempos posteriores
vieron en la primera el símbolo de la vida penitente y laboriosa de Francisco,
y en la segunda el de su vida transfigurada. Para principios de 1230, esto es,
antes de los dos años de colocada la primera piedra, la iglesia inferior estaba
casi terminada, y Gregorio IX, por la Bula Is qui ecclesiam, la declaró Caput
et Mater de toda la Orden, poniéndola bajo la protección de la Santa Sede,
y concediéndole numerosos privilegios, entre otros el de poder celebrarse en
ella los oficios en tiempo de entredicho general. Autorizado por el Soberano
Pontífice el traslado del cuerpo de San Francisco, se convocó con este motivo
el Capítulo General; pero Gregorio IX no pudo cumplir su promesa de presidir
esta solemnidad, para cuya celebración había ya concedido nuevas indulgencias.
Dejó la presidencia al Ministro General, haciéndose él representar por tres
Legados que de su parte llevaron riquísimos presentes y una suma importante
destinada a continuar las obras.
La ceremonia, fijada para la Vigilia de
Pentecostés, fue grandiosa. Más de dos mil frailes, al decir de un cronista, estaban
presentes en Asís, que se hallaba ya repleta de gran multitud de gentes
llegadas de los alrededores. El día señalado, 25 de mayo de 1230, se puso en
marcha el cortejo. El carro triunfal, salido de San Jorge, avanzaba lentamente
por las calles estrechas en que se amontonaba la multitud compacta de frailes y
pueblo. Todos querían ver y tocar el sarcófago de piedra que, rodeado de su
enrejado de hierro, había sido sacado, tal cual estaba, de la iglesia de San
Jorge, con el santo cuerpo que contenía. Como siempre en semejantes ocasiones,
hubo atropellos y gritos, tanto que el Podestá y Fray Elías hubieron de hacer
intervenir a la milicia comunal para que despejara las vías de acceso a la
Basílica. Las puertas de ésta se cerraron, y la urna sepulcral donde reposaba
al descubierto el cuerpo del Santo, siempre protegida por el enrejado de
hierro, fue colocada en un pequeño nicho cuadrado, preparado de antemano en la
intersección de la nave y el crucero, y practicado en la misma roca que forma
el suelo de la iglesia inferior. Encima se levantó un altar provisional.
El tumulto y la precipitación entre los que se
había realizado la ceremonia, decepcionaron y dejaron descontentos en sumo
grado a los Legados y a los religiosos. Se elevaron quejas al Soberano Pontífice,
presentándole los acontecimientos bajo los colores de una profanación atrevida.
Gregorio IX manifestó por ello su indignación, e infligió severas penas a los
frailes y al Podestá de la ciudad (Bula Speravimus, de 16 de junio de
1230, BF, t. I, p. 66). Pero, dadas las explicaciones que redujeron el
incidente a sus justas proporciones, se concluyó el asunto.
Fray Elías no reanudó los trabajos hasta dos
años más tarde, y ya en 1236, la iglesia superior estaba casi concluida. Sus
bóvedas y muros, como los de la iglesia inferior, se cubrieron muy pronto de
frescos, en que la pintura italiana cobró nueva vida, como augurio de la
maravillosa influencia que San Francisco iba a ejercer en la civilización
moderna.