lunes, 26 de noviembre de 2012

Del verdadero amor fraterno -
 Admonición No. 24 de San Francisco de Asís


Por Kajetan Esser, OFM

Todos somos hermanos porque todos somos hijos del Padre que está en el cielo, y nuestra unidad fraterna es el signo del nuevo pueblo de Dios, de los siervos de Dios en la nueva alianza: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13,35). Así pues, el amor mutuo que nosotros, como «hermanos menores» y siervos de Dios, debemos hacer realidad plenamente y sobre todo en la Iglesia, es el principal servicio que tenemos que prestar al Reino de Dios, a su realización aquí y ahora.


El amor fraterno, sin el cual no puede existir el Reino de Dios, ha de ser auténtico y debe encarnarse en los pequeños detalles de cada día. Debe vivirse y manifestarse con toda autenticidad en las relaciones de cada uno con los demás. Del amor en esos pequeños detalles, que muchas veces pasamos por alto, es de lo que habla Francisco en las Admoniciones 24 y 25:

«Bienaventurado el siervo que ama tanto a su hermano cuando está enfermo, que no puede recompensarle, como cuando está sano, que puede recompensarle» (Adm 24).

Francisco advierte que también el amor fraterno puede vivirse en propio provecho, buscando el beneficio de uno mismo. Si ese fuera el caso, estaríamos abusando egoístamente del amor. Por su naturaleza, el ser humano piensa ante todo y en todas las cosas en su propio beneficio. Por eso, en las acciones realizadas por amor al prójimo puede infiltrarse el interés egoísta. A veces, quien hace un bien a otra persona, piensa en cómo ésta puede recompensarle. Así ocurre siempre que hacemos algo bueno a los otros esperando que nos den las gracias o nos reconozcan lo que les hemos hecho, queriendo, por tanto, retener para nosotros mismos parte del bien que hemos realizado.

Cuántas veces pensamos y decimos: ¿Por qué he de ser siempre yo quien empiece? ¿Y de mí, quién se preocupa? ¿Y esto a mí de qué me aprovecha? La actitud reflejada en estas preguntas imposibilita amar tal y como Cristo nos dijo: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amáos también unos a otros» (Jn 13,34). El amor del seguidor de Cristo es un amor que no retiene nada para sí mismo. El amor del hermano menor, que siempre y en todo debe vivir «sin nada propio», es un amor desinteresado, que no busca nada para él mismo.

Y este amor es el que explica nuestro padre san Francisco en la Admonición 24, presentando como ejemplo el caso del hermano enfermo o delicado que no está en condiciones de poder corresponder al bien que se le ha hecho. En la atención al enfermo puede desplegarse la plenitud del amor de Cristo que se nos brinda en los santos sacramentos con total desinterés, con auténtico servicio y plena fraternidad. En la atención al hermano enfermo, débil o desvalido puede nuestro amor dar muestras de ser un amor auténtico, prolongación del amor de Cristo. ¡Donde existe ese amor, allí está Dios! ¡Y donde está Dios, el hombre es bienaventurado, dichoso!

«El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). El Espíritu Santo quiere construir y consolidar a través de nosotros el reino del amor, el nuevo Reino de Dios. Y, para ello, es imprescindible nuestra colaboración. Todo depende, por tanto, de que, en una actitud de disponibilidad y de servicio desinteresados y con amor respetuoso, seamos instrumentos dóciles y adecuados del Espíritu de Dios.

«En una actitud de disponibilidad y de servicio desinteresados» Es lo primero que aquí se nos exige. Esta actitud ayuda a alcanzar la perfección de un amor que no pasa factura, que está libre de cualquier expectativa de remuneración o de reconocimiento, que no tiene ningún afán de alabanza ni de recompensa. Francisco nos propone, como criterio para conocer si nuestro amor es verdaderamente así, el hecho de comportarnos con los débiles y necesitados, con los pobres y enfermos, que no pueden recompensarnos, del mismo modo que nos comportamos con los sanos, los fuertes, los influyentes..., que pueden mostrarnos su agradecimiento por lo que les hemos hecho.

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, n. 60 (1991) 420-426]

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