Por Kajetan Esser, OFM
Todos somos
hermanos porque todos somos hijos del Padre que está en el cielo, y nuestra
unidad fraterna es el signo del nuevo pueblo de Dios, de los siervos de Dios en
la nueva alianza: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os
amáis unos a otros» (Jn 13,35). Así pues, el amor mutuo que nosotros, como «hermanos
menores» y siervos de Dios, debemos hacer realidad plenamente y sobre todo en
la Iglesia, es el principal servicio que tenemos que prestar al Reino de Dios,
a su realización aquí y ahora.
El amor fraterno,
sin el cual no puede existir el Reino de Dios, ha de ser auténtico y debe
encarnarse en los pequeños detalles de cada día. Debe vivirse y manifestarse
con toda autenticidad en las relaciones de cada uno con los demás. Del amor en
esos pequeños detalles, que muchas veces pasamos por alto, es de lo que habla
Francisco en las Admoniciones 24 y 25:
«Bienaventurado el
siervo que ama tanto a su hermano cuando está enfermo, que no puede
recompensarle, como cuando está sano, que puede recompensarle» (Adm 24).
Francisco advierte
que también el amor fraterno puede vivirse en propio provecho, buscando el
beneficio de uno mismo. Si ese fuera el caso, estaríamos abusando egoístamente
del amor. Por su naturaleza, el ser humano piensa ante todo y en todas las
cosas en su propio beneficio. Por eso, en las acciones realizadas por amor al
prójimo puede infiltrarse el interés egoísta. A veces, quien hace un bien a
otra persona, piensa en cómo ésta puede recompensarle. Así ocurre
siempre que hacemos algo bueno a los otros esperando que nos den las gracias o
nos reconozcan lo que les hemos hecho, queriendo, por tanto, retener para
nosotros mismos parte del bien que hemos realizado.
Cuántas veces
pensamos y decimos: ¿Por qué he de ser siempre yo quien empiece? ¿Y de mí,
quién se preocupa? ¿Y esto a mí de qué me aprovecha? La actitud reflejada en
estas preguntas imposibilita amar tal y como Cristo nos dijo: «Os doy un
mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amáos
también unos a otros» (Jn 13,34). El amor del seguidor de Cristo es un amor que
no retiene nada para sí mismo. El amor del hermano menor, que siempre y en todo
debe vivir «sin nada propio», es un amor desinteresado, que no busca nada para
él mismo.
Y este amor es el
que explica nuestro padre san Francisco en la Admonición 24, presentando
como ejemplo el caso del hermano enfermo o delicado que no está en condiciones
de poder corresponder al bien que se le ha hecho. En la atención al enfermo
puede desplegarse la plenitud del amor de Cristo que se nos brinda en los
santos sacramentos con total desinterés, con auténtico servicio y plena
fraternidad. En la atención al hermano enfermo, débil o desvalido puede nuestro
amor dar muestras de ser un amor auténtico, prolongación del amor de Cristo.
¡Donde existe ese amor, allí está Dios! ¡Y donde está Dios, el hombre es bienaventurado,
dichoso!
«El amor de Dios ha
sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido
dado» (Rom 5,5). El Espíritu Santo quiere construir y consolidar a través de
nosotros el reino del amor, el nuevo Reino de Dios. Y, para ello, es
imprescindible nuestra colaboración. Todo depende, por tanto, de que, en una
actitud de disponibilidad y de servicio desinteresados y con amor respetuoso,
seamos instrumentos dóciles y adecuados del Espíritu de Dios.
«En una actitud de
disponibilidad y de servicio desinteresados» Es lo primero que aquí se nos
exige. Esta actitud ayuda a alcanzar la perfección de un amor que no pasa
factura, que está libre de cualquier expectativa de remuneración o de
reconocimiento, que no tiene ningún afán de alabanza ni de recompensa.
Francisco nos propone, como criterio para conocer si nuestro amor es
verdaderamente así, el hecho de comportarnos con los débiles y necesitados, con
los pobres y enfermos, que no pueden recompensarnos, del mismo modo que nos
comportamos con los sanos, los fuertes, los influyentes..., que pueden
mostrarnos su agradecimiento por lo que les hemos hecho.
[Cf. Selecciones
de Franciscanismo, n. 60 (1991) 420-426]
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