miércoles, 21 de diciembre de 2011

La kénosis de la encarnación como amor revelado y condescendiente - Por A. Gerken, OFM


Relata Celano en su descripción de la celebración de la Navidad en Greccio: «Llegó, en fin, el santo de Dios, y, viendo que todas las cosas estaban dispuestas, las contempló y se alegró. Se prepara el pesebre, se trae el heno y se colocan el buey y el asno. Allí la simplicidad recibe honor, la pobreza es ensalzada, se valora la humildad, y Greccio se convierte en una nueva Belén. La noche resplandece como el día... El santo de Dios viste los ornamentos de diácono... Luego predica al pueblo que asiste, y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre como de la pequeña ciudad de Belén dice palabras que vierten miel» (1 Cel 85-86).

¿Qué es lo que se destaca en esta descripción? Cuando Francisco habla del envío de la Palabra eterna al seno de la Virgen María, para él no se trata de ninguna teoría abstracta, sino de la verdadera encarnación de la Palabra. Ve el pesebre de Belén como si estuviera ante sus propios ojos. El establo de Belén está también en Greccio. El Hijo del Padre ha venido de veras al mundo y al hombre en su situación real y concreta de cada día.

Eso implica una incomprensible condescendencia por parte de Dios, posible sólo gracias a su amor. Por eso Francisco está convencido de que la humildad del Hijo de Dios hecho hombre, la humildad del hombre Jesús de Nazaret, «manso y humilde de corazón» (cf. Mt 11,29), es la revelación de una humildad previamente existente en el corazón del Dios eterno. La humildad, en efecto, no es otra cosa que el amor que se abaja y se une al pobre, identificándose con él y asumiendo su destino.

De ahí que en sus Alabanzas del Dios altísimo Francisco se dirija a Dios eterno, que es «el bien, todo bien, el sumo bien», diciéndole: «Tú eres amor, caridad... tú eres humildad, tú eres paciencia» (AlD 4). Es una expresión teológicamente fascinante, y muy consecuente si se piensa seriamente que, por amor, la Palabra eterna del Padre se hizo «carne», «recibió» en el seno de María «la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4). Pues esta encarnación de la Palabra eterna contiene como revelación algo que ya existía en Dios antes de la encarnación y que proclama a los hombres precisamente en la encarnación. En la vida de Jesús, que empieza con su nacimiento en el portal de Belén, se manifiesta de verdad el ser más íntimo de Dios, exteriorizado, revelado, hecho visible para los hombres en espera de su respuesta de amor.

¿Y qué es en concreto este amor humilde que se desprende de su eternidad y santidad y se pone a caminar al lado del hombre pecador, atormentado y débil? Francisco no trató de expresar con mayor amplitud todo esto; para él el contenido de esta revelación de Dios era muy práctico, estaba cargado de su propia experiencia personal y muy cercano a su realidad concreta. Con todo, sobre la base del relato de la Navidad de Greccio escrito por Celano y de otros muchos datos que conocemos sobre Francisco, una cosa aparece clara: Dios ha venido hasta nosotros en su Hijo inerme, pobre, pequeño, no desde la altura, sino desde la pequeñez. El resplendor de su divinidad no brilla sólo sobre el portal de Belén, sino sobre todo lo pobre, humilde y pequeño de este mundo. También esto es muy consecuente. Cuando Dios se revela, su acción es paradigmática y universal, de lo contrario no sería acción de Dios. Por eso, cuanto acontece en la encarnación del Hijo de Dios tiene una expresión y alcance universal y vinculante. Cuando la luz que Dios nos ha traído con su venida se proyecta sobre el mundo y sobre los hombres, no sólo nos revela quién es Dios, sino también quién es el hombre. Con la venida de la Palabra de Dios a la oscuridad de nuestro mundo y con el nacimiento de Jesús en la noche, se ilumina la oscuridad, se ilumina el mundo, resplandece la noche, no con su propia luz, sino con la luz de Aquel que ha elegido el mundo y la noche como lugar de su revelación.

En esta perspectiva, la elección de las palabras empleadas por Celano en su relato antes citado adquiere especial significado. «Allí la simplicidad recibe honor, la pobreza es ensalzada, se valora la humildad». No se trata de una alabanza a la simplicidad, la pobreza y la humildad en sí mismas. Más bien se considera a Greccio como sacramento de Belén: Belén brilla a través de los tiempos y se manifiesta en Greccio o, como dice Celano, «Greccio se convierte en una nueva Belén». Como Belén se convirtió, con el nacimiento del Hijo, en el sacramento originario de Dios, así también Greccio se convierte en sacramento de Belén.

Francisco y los hombres que están a su alrededor se sienten concernidos por la gloria que Dios reservó a la pobreza en el nacimiento de su Hijo. La gloria que aquí aparece no es la de una palabra humana, sino la de la Palabra divina. La oscuridad y la pobreza del mundo se convierten, en virtud del amor de Dios, en el lugar de la revelación de su gloria.

Sólo así podemos comprender la interrelación de las dos series de expresiones contenidas en el texto de Celano. Por una parte, la serie «pesebre, buey, asno, simplicidad, pobreza, humildad, Rey pobre, la pequeña ciudad de Belén», y, por otra, las expresiones «se alegró», «recibe honor», «es ensalzada», «la noche resplandece como el día», el Rey pobre es el Rey eterno, alaba la pequeña ciudad de Belén con «tierna afección». Con mucha frecuencia se pretende en nuestros días rescatar a Francisco de ese nimbo donde se le habría colocado en tiempos posteriores, y contemplarlo como guía genial del pueblo, preocupado por los movimientos sociales de su época. Esto, y sólo esto, sería «histórico», se dice.

¡Cuán alejada se halla semejante visión del Francisco genuino e histórico, según puede reconocerse a cada paso mirando losEscritos auténticos y las acciones del Santo! La figura interior, espiritual de san Francisco está a millas de distancia de todos esos intentos que suponen una escisión de su carisma. En modo alguno se necesita o es lícito dejar de prestar atención al ambiente humano concreto, sobrio y frágil, en el que Francisco vivió. Él es entera y plenamente un hombre de su época, de la Asís de su tiempo, de las tensiones sociales de aquel entonces. Pero su carisma consistió precisamente en descubrir en aquel mundo humano concreto, en su oscuridad y sus discordias, la revelación del esplendor divino, porque la había descubierto antes en el rostro del niño de Belén, en el rostro de Jesús. La realidad terrena, desnuda, «histórica» y la revelación de ese trasfondo nimbado de cielo -que también es una realidad- están fusionadas en Francisco, no se pueden separar ya, pues él las ha entendido de manera vital: en la encarnación, la gloria de Dios eterno ha escogido nuestra oscuridad y nuestra fragilidad, nuestra realidad terrena como el lugar de su destello.

Fuente: Directorio Franciscano - Año Cristiano Franciscano

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