Cuando
Dios inventa un nuevo signo de presencia
¿Cómo
no traicionar lo que Dios inventa para hacernos una señal: la Eucaristía? Cada
época, con su sensibilidad propia, ha tratado de acoger y de vivir este
sacramento de la nueva presencia de Cristo. A despecho de algunas derivas
pasajeras, la Iglesia ha mantenido siempre, en el transcurso de los siglos, el
difícil equilibrio de su fe entre dos tendencias extremas y opuestas: el
simbolismo y el realismo.
Para
los simbolistas, la eucaristía no es más que una figura, un símbolo que nos
recuerda los gestos de Jesús: el pan repartido no es el signo de su cuerpo
real, de su persona viviente y glorificada. Los realistas, a su vez, tienden
casi a identificar la nueva presencia de Cristo con su cuerpo histórico, carnal.
¿No se ha llegado incluso a recomendar deglutir, tragar sin masticar «la
hostia» para no lesionar al Señor? Esta tendencia cosifica al extremo una
realidad espiritual. (Recordemos, de paso, que «espiritual» no quiere decir
«irreal». Y lo real es más que lo sensible). Esta tendencia olvida sobre todo
que entre Jesús de Nazaret y el Cristo resucitado hay identidad de persona,
pero no de estado.
El
Cristo de Pascua no es un cuerpo simplemente vuelto a la vida, a la manera de
Lázaro, sino un cuerpo nuevo, transfigurado por el Espíritu. Jesús resucitado
inaugura una nueva manera de ser hombre-vivo-en-relación-con-Dios-y sus
hermanos. Este misterio lo sugieren bien, en los relatos de apariciones,
nuestros evangelistas que insisten unas veces sobre la identidad, otras sobre
la novedad. (Lucas 24,36-43, que se dirige a los Griegos, que ya creen en la
inmortalidad del alma, insiste en el realismo de la presencia de Cristo
resucitado, que es distinto de un puro espíritu. Véase también Jn 20,27. En
cuanto a Mateo 28,17, que se dirige a los semitas, insiste en la novedad de la
condición del Señor). Por eso, cuando hablamos del «cuerpo» de Cristo
eucarístico, no lo reducimos a nuestra condición carnal actual. Se trata de su
«cuerpo glorificado», de su persona hoy viva en el reino del Padre: «subió al
cielo, y está sentado a la derecha del Padre». El cristiano nada tiene de
antropófago y Cristo no es «el divino prisionero del tabernáculo». Nosotros
comulgamos con su nueva presencia, real, con su carne vivificada por el Espíritu.
Es como decir que esta nueva condición de Cristo vivo escapa completamente a
toda representación humana. Estamos limitados por las categorías del espacio y
del tiempo.
No se
podría, pues, reprender al hombre por su tendencia a reducir este misterio de
la fe a esquemas de pensamiento que le son familiares. Así, después del siglo
XIX, asaz inclinado a un exceso de realismo, nuestra época se verá, a su vez,
más tentada por el simbolismo. La vigilancia de la fe se impone siempre para
conservar en toda su pureza esta última revelación de Dios.
Francisco,
como cada uno de nosotros, es tributario de una época que posee sus riquezas y
sus derivas latentes. El siglo XIII reaccionó contra una ola de herejía
simbolista. Tuvo, pues, la tendencia a insistir en el realismo de este
sacramento. El vocabulario de Clara lleva su marchamo.
Pero
veremos cómo el impulso de su amor, purificado y esclarecido por el Espíritu
del Señor, le dio una inteligencia espiritual bastante fina para rectificar las
inepcias inevitables del lenguaje humano. Se salta la trampa de palabras
siempre inadecuadas para expresar cabalmente la novedad de Cristo eucarístico.
Alcanza de golpe el corazón de este «misterio de la fe» que sobrepasará siempre
nuestros pobres abordajes, aun teológicos. Francisco, con humildad y
admiración, acoge este sacramento de Dios como un don incomparable que la
Iglesia recibe, contempla y ahonda sin cesar.
[Cf.
el texto completo en http://www.franciscanos.org/sanfraneucaristia/hubaut.htm]
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