Yo te
bendigo, Padre, (...) porque has ocultado estas cosas a los sabios e
inteligentes, y se las has revelado a los pequeños (Mt 11,25).
Con estas palabras
Jesús alaba los designios del Padre celestial; sabe que nadie puede ir a él si
el Padre no lo atrae, por eso alaba este designio y lo acepta filialmente: «Sí,
Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (Mt 11,26). Has querido abrir el Reino
a los pequeños.
Por designio
divino, «una mujer vestida del sol» (Ap 12,1) vino del cielo a esta tierra en
búsqueda de los pequeños privilegiados del Padre. Les habla con voz y corazón
de madre: los invita a ofrecerse como víctimas de reparación, mostrándose
dispuesta a guiarlos con seguridad hasta Dios. Entonces, de sus manos maternas
salió una luz que los penetró íntimamente, y se sintieron sumergidos en Dios,
como cuando una persona -explican ellos- se contempla en un espejo.
Más tarde,
Francisco, uno de los tres privilegiados, explicaba: «Estábamos ardiendo en esa
luz que es Dios y no nos quemábamos. ¿Cómo es Dios? No se puede decir. Esto sí
que la gente no puede decirlo». Dios: una luz que arde, pero no quema. Moisés
tuvo esa misma sensación cuando vio a Dios en la zarza ardiente; allí oyó a
Dios hablar, preocupado por la esclavitud de su pueblo y decidido a liberarlo
por medio de él: «Yo estaré contigo» (cf. Ex 3,2-12). Cuantos acogen esta
presencia se convierten en morada y, por consiguiente, en «zarza ardiente» del
Altísimo.
Lo que más
impresionaba y absorbía al beato Francisco era Dios en esa luz inmensa que
había penetrado en lo más íntimo de los tres. Además sólo a él Dios se dio a
conocer «muy triste», como decía. Una noche, su padre lo oyó sollozar y le preguntó
por qué lloraba; el hijo le respondió: «Pensaba en Jesús, que está muy triste a
causa de los pecados que se cometen contra él». Vive movido por el único deseo
-que expresa muy bien el modo de pensar de los niños- de «consolar y dar
alegría a Jesús».
En su vida se
produce una transformación que podríamos llamar radical; una transformación
ciertamente no común en los niños de su edad. Se entrega a una vida espiritual
intensa, que se traduce en una oración asidua y ferviente, y llega a una
verdadera forma de unión mística con el Señor. Esto mismo lo lleva a una
progresiva purificación del espíritu, a través de la renuncia a los propios
gustos e incluso a los juegos inocentes de los niños.
Soportó los
grandes sufrimientos de la enfermedad que lo llevó a la muerte, sin quejarse
nunca. Todo le parecía poco para consolar a Jesús; murió con una sonrisa en los
labios. En el pequeño Francisco era grande el deseo de reparar las ofensas de
los pecadores, esforzándose por ser bueno y ofreciendo sacrificios y oraciones.
Y Jacinta, su hermana, casi dos años menor que él, vivía animada por los mismos
sentimientos.
Con su
solicitud materna, la santísima Virgen vino aquí, a Fátima, a pedir a los
hombres que «no ofendieran más a Dios, nuestro Señor, que ya ha sido muy ofendido».
Su dolor de madre la impulsa a hablar; está en juego el destino de sus hijos.
Por eso pedía a los pastorcitos: «Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por
los pecadores, pues muchas almas van al infierno porque no hay quien se
sacrifique y pida por ellas».
La pequeña
Jacinta sintió y vivió como suya esta aflicción de la Virgen, ofreciéndose
heroicamente como víctima por los pecadores. Un día -cuando tanto ella como
Francisco ya habían contraído la enfermedad que los obligaba a estar en cama-
la Virgen María fue a visitarlos a su casa, como cuenta la pequeña: «Nuestra
Señora vino a vernos, y dijo que muy pronto volvería a buscar a Francisco para
llevarlo al cielo. Y a mí me preguntó si aún quería convertir a más pecadores.
Le dije que sí». Y, al acercarse el momento de la muerte de Francisco, Jacinta
le recomienda: «Da muchos saludos de mi parte a nuestro Señor y a nuestra
Señora, y diles que estoy dispuesta a sufrir todo lo que quieran con tal de
convertir a los pecadores». Jacinta se había quedado tan impresionada con la
visión del infierno, durante la aparición del 13 de julio, que todas las
mortificaciones y penitencias le parecían pocas con tal de salvar a los
pecadores.
Mis últimas
palabras son para los niños: queridos niños y niñas, veo que muchos de vosotros
estáis vestidos como Francisco y Jacinta. ¡Estáis muy bien! Pero luego, o
mañana, dejaréis esos vestidos y... los pastorcitos desaparecerán. ¿No os
parece que no deberían desaparecer? La Virgen tiene mucha necesidad de todos vosotros
para consolar a Jesús, triste por los pecados que se cometen; tiene necesidad
de vuestras oraciones y sacrificios por los pecadores. Pedid a vuestros padres
y educadores que os inscriban a la «escuela» de Nuestra Señora, para que os
enseñe a ser como los pastorcitos, que procuraban hacer todo lo que ella les
pedía.
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