sábado, 19 de mayo de 2012

La Devoción a María en San Francisco y en Santa Clara de Asís

Por Leonardo Lehmann, OFMCap.

María, hija y esclava del Padre celestial

Los escritos de san Francisco se pueden dividir según su género literario en oraciones, cartas, avisos espirituales como las Admoniciones y el Testamento, y textos legislativos como las Reglas. Es muy significativo que en estos textos se hable de María casi exclusivamente en las oraciones. De esta simple constatación resulta un hecho evidente: Francisco no propone una doctrina sobre la Virgen, no discute con sus hermanos o con los fieles cuestiones mariológicas, sino que honra a la Virgen, dirigiéndole saludos y oraciones, como atestigua su primer biógrafo: «Rodeaba de amor indecible a la Madre de Jesús por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad. Le tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana» (2Cel 198).

Entre estas alabanzas particulares, figuran el Saludo a la bienaventurada Virgen María y la Antífona que encuadra cada uno de los salmos del llamado Oficio de la Pasión del Señor. Son textos poéticos, construidos sobre la falsilla de himnos litúrgicos. De estas dos oraciones marianas como también de otros fragmentos de los escritos, resulta que Francisco nunca nombra a María sola, sino siempre en relación con la Santísima Trinidad o, al menos, junto a su «amado Hijo Jesús». En el primero de los textos citados, María, en una primera estrofa, es saludada como elegida por Dios Trino y Uno, en una segunda como casa y madre de Jesús, y en una tercera como mediadora de la inspiración divina y de las virtudes. Incluso gramatical y estilísticamente se nota la veneración de Francisco por la Santísima Trinidad.

«Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, virgen hecha iglesia y elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo Paráclito, en la cual estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien» (SalVM 1-3).

En línea con la alabanza de Isabel, que había reconocido a María como «bendita entre las mujeres» (Lc 1,42), Francisco señala el privilegio de María de haber sido elegida por Dios, exaltada sobre toda criatura, y hecha única entre todas las mujeres. Y no obstante todo esto, María permanece esclava. No es una diosa junto al único Dios, su condición excepcional es un don que le viene de aquel que le ha conferido esta dignidad. Francisco admira al altísimo sumo Rey, que se inclina con amor para escoger una criatura de baja condición, para enaltecerla en su benevolencia a la dignidad y a la acción de hija y esclava. Hija es aquella que recibe la vida, lleva el nombre de la familia, vive en la misma casa y se sienta a la misma mesa. Como hija se encuentra en la dignidad de recibir e intercambiar amor, de rendir culto y obediencia al altísimo sumo Rey, de tomar parte en la herencia y riqueza paterna que corresponde a la hija. Tiene derecho de dirigirse al Padre con el término filial de «Abbá-papá» (Rom 8,15-17). María es colocada así en la suma dignidad relacional de hija.

Pero enseguida, a María se la llama también «esclava». La unión de las dos palabras «hija y esclava» es muy significativa, porque expresa al mismo tiempo dignidad y disponibilidad. María llegó a ser Hija del Padre en el momento en que se declaró esclava del Señor. Sin embargo, su ser esclava y sierva no tiene en sí nada de servil. Es esclava del «altísimo sumo rey». Aquí Francisco proyecta todo su discurso cuando considera a María en su dignidad recibida por Dios, una dignidad que María misma ha expresado en el Magníficat: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humildad de su esclava (...) El Poderoso ha hecho obras grandes en mí (...) Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes» (Lc 1,46-52).

En la Anunciación y en el Magníficat María proclama por dos veces que es la esclava colaboradora del Padre (Lc 1,38.48) en el proyecto de salvación. En el primer caso, declarándose disponible a la propuesta de maternidad; en el segundo caso, viéndose bajo la mirada del Padre, que obra en ella grandes cosas. Ella es elevada a la altura de reina, porque es hija de tal sumo Rey, servidora materna de tal Rey hacia su Hijo, Señor de la majestad. El último adjetivo-atributo celestial quiere indicar el origen y la meta de aquel que eleva a María a la dignidad de hija. El origen no es terreno, caduco, fugaz, temporal y falible, sino celestial, ante aquel que es eterno, verdadero, permanentemente vivo y real.

De esta manera, hija indica y define lo que Dios ha hecho en María, mientras el término esclava manifiesta cómo María se define y se revela a sí misma en relación con Dios, ante el cual pone cuidado en no pertenecer a sí misma, sino que se siente toda ofrecida a Dios, con una opción de vida de consagración virginal.

[Cf. el texto completo en Selecciones de Franciscanismo n. 107 (2007) 225-250]

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