El sacrificio
celeste instituido por Cristo constituye efectivamente la rica herencia del
nuevo Testamento que el Señor nos dejó, como prenda de su presencia, la noche
en que iba a ser entregado para morir en la cruz.
Éste es el
viático de nuestro viaje, con el que nos alimentamos y nutrimos durante el
camino de esta vida, hasta que saliendo de este mundo lleguemos a él; por eso
decía el mismo Señor: Si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre, no tenéis
vida en vosotros.
Quiso, en
efecto, que sus beneficios quedaran entre nosotros, quiso que las almas,
redimidas por su preciosa sangre, fueran santificadas por este sacramento,
imagen de su pasión; y encomendó por ello a sus fieles discípulos, a los que
constituyó primeros sacerdotes de su Iglesia, que siguieran celebrando
ininterrumpidamente estos misterios de vida eterna; misterios que han de
celebrar todos los sacerdotes de cada una de las Iglesias de todo el orbe,
hasta el glorioso retorno de Cristo. De este modo los sacerdotes, junto con
toda la comunidad de creyentes, contemplando todos los días el sacramento de la
pasión de Cristo, llevándolo en sus manos, tomándolo en la boca y recibiéndolo
en el pecho, mantendrán imborrable el recuerdo de la redención.
El pan,
formado de muchos granos de trigo convertidos en flor de harina, se hace con
agua y llega a su entero ser por medio del fuego; por ello resulta fácil ver en
él una imagen del cuerpo de Cristo, el cual, como sabemos, es un solo cuerpo
formado por una multitud de hombres de toda raza, y llega a su total perfección
por el fuego del Espíritu Santo.
Cristo, en
efecto, nació del Espíritu Santo y, como convenía que cumpliera todo lo que
Dios quiere, entró en el Jordán para consagrar las aguas del bautismo, y
después salió del agua lleno del Espíritu Santo, que había descendido sobre él
en forma de paloma, como lo atestigua el evangelista: Jesús, lleno del
Espíritu Santo, volvió del Jordán.
De modo
semejante, el vino de su sangre, cosechado de los múltiples racimos de la viña
por él plantada, se exprimió en el lagar de la cruz y bulle por su propia
fuerza en los vasos generosos de quienes lo beben con fe.
Los que
acabáis de libraros del poder de Egipto y del Faraón, que es el diablo,
compartid en nuestra compañía, con toda la avidez de vuestro corazón creyente,
este sacrificio de la Pascua salvadora; para que el mismo Señor nuestro,
Jesucristo, al que reconocemos presente en sus sacramentos, nos santifique en
lo más íntimo de nuestro ser: cuyo poder inestimable permanece por los siglos.
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