Por Michel
Hubaut, OFM
Celebrar la
comida del Señor:
vivir el hoy de Jesús que salva
Francisco
escribe con bastante frecuencia que en la Eucaristía el Señor Dios «se nos
brinda como a hijos», «se nos entrega todo entero», «se pone en nuestras
manos», etc. Estos verbos en presente muestran bien que se trata de un don
actual del amor salvador de Cristo vivo que viene y da su vida. Celebrar la
Eucaristía es, pues, acoger el hoy de Jesús que salva. Es el lugar privilegiado
de la comunión entre el crucificado-glorificado y el hombre. Francisco no
disocia las diferentes etapas de la vida de Cristo. Este misterio es uno. Jesús
nació por nosotros. Vivió y predicó en los caminos por nosotros. Murió en la
cruz por nosotros. Se ofrece en la Eucaristía por nosotros. Este «por nosotros»
recurre como un estribillo en sus escritos. Todos los sacramentos son, a sus
ojos, una acción actual de Jesús «por nosotros». A través de ellos toca el hoy
del hombre para sanarle y salvarle.
Desde Navidad
hasta la mesa eucarística, Francisco discierne un solo y mismo movimiento: el
del amor que se nos da a nosotros para hacernos vivir. En esta perspectiva, la
Eucaristía no puede ser una simple devoción privada, sino la acogida personal y
comunitaria de un Viviente que se nos da todos los días. Aquí y ahora está en
juego la Alianza nueva y eterna. Aquí y ahora entramos en la historia de la
salvación. Aquí y ahora participamos en la inmensa labor de la
redención-liberación del mundo.
Esta comida o
banquete es mucho más que un simple encuentro fraternal en que el hombre
recuerda que es solidario de sus hermanos. Vivir la Eucaristía es, para
Francisco, ser arrastrado en el movimiento del amor que se entregó hasta el don
de sí: «Comed, esto es mi cuerpo entregado por vosotros. Bebed, este es el
cáliz de mi sangre derramada por vosotros». Francisco ha percibido que recibir
este cuerpo-entregado-por-nosotros es aceptar entregarse a la lógica del amor;
beber esta sangre-derramada-por-nosotros es aceptar dar la propia vida, día a
día, para hacer brotar el amor. Él vivirá de hecho, toda su vida apostólica, en
esta dinámica de la Eucaristía. Y su muerte, que celebrará como una verdadera
liturgia del Jueves y Viernes santo, será la expresión última y sacramental de
su vida eucarística.
Uno de sus
biógrafos escribe: «Ardía en fervor, que le penetraba hasta la médula, para con
el sacramento del cuerpo del Señor, admirando locamente su cara condescendencia
y su condescendiente caridad. Juzgaba notable desprecio no oír cada día, a lo
menos, una misa, pudiendo oírla. Comulgaba con frecuencia y con devoción tal,
como para infundirla también en los demás. Como tenía en gran reverencia lo que
es digno de toda reverencia, ofrecía el sacrificio de todos los miembros, y al
recibir al Cordero inmolado inmolaba también el alma en el fuego que le ardía
de continuo en el altar del corazón» (2 Cel 201).
Recordemos
que en aquel tiempo la comunión frecuente era rara. La Regla de Clara prescribe
al menos siete comuniones al año (cf. RCl 3,9). El hermano Gil comulga todos
los domingos y en las fiestas principales. ¿Era ésta la práctica de Francisco?
La Regla franciscana no dice nada sobre la frecuencia de la comunión, pero
Francisco invita con frecuencia a sus hermanos y a todos los cristianos a
acercarse a esta fuente de vida. Insistencia tanto más comprensiva cuanto que
en esta época la crisis de los sacramentos es tan grave que el Concilio IV de
Letrán (1215), en el canon 21, debió prescribir la confesión anual y la
comunión pascual como un mínimo para poder llevar una vida cristiana auténtica.
Este Concilio no ha podido menos de influir en las cartas de Francisco.
Se esforzaba,
pues, Francisco por hacer de toda su vida una acción eucarística, un culto en
espíritu, una ofrenda espiritual a Dios, una celebración pascual del amor. Sin
este deseo de coherencia, la misa corre, en efecto, el riesgo de degenerar en
ritos formales y vacíos. Francisco «no asiste» a la misa; participa reviviendo los
actos salvadores de su Señor que están como acumulados y actualizados en este
sacramento. Entra así en la historia actual del acontecimiento pascual de la
salvación. Mira siempre el conjunto de la vida de Cristo. Y lo que se despliega
en el tiempo por parte de los hombres es un solo acto por parte de Dios. En
Navidad, en su vida pública, el Jueves santo, en la cruz, en la mañana de
Pascua, Jesús se da a su Padre y a sus hermanos y ya su Padre lo acoge y lo
glorifica. Esto explica que Francisco tiene el mismo vocabulario y la misma
actitud de adoración ante el Niño de Belén, el Cristo del Calvario y la
presencia eucarística. Discierne en todo el mismo amor que reclama sin coacción
y que se abaja para darse al hombre. Es siempre el mismo Dios el que manifiesta
su gloria en la humildad de los signos: un niño, una cruz, un pedazo de pan...
En una carta
dirigida a todos sus hermanos escribe: «¡Tiemble el hombre entero, que se
estremezca el mundo entero, y que el cielo exulte, cuando sobre el altar, en
las manos del sacerdote, está Cristo, el Hijo del Dios vivo! ¡Oh admirable
celsitud y asombrosa condescendencia! ¡Oh humildad sublime! ¡Oh sublimidad
humilde, pues el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, de tal manera se
humilla, que por nuestra salvación se esconde bajo una pequeña forma de pan!»
(CtaO 26-27).
Todo el
misterio de la encarnación, de la redención y de la resurrección entra en el
hoy de Dios. La Eucaristía es su actualización para nosotros. Como la
encarnación ayer, pero bajo un modo diferente, la Eucaristía continúa
revelándonos el corazón de Dios y descubriéndonos su presencia entre nosotros.
Semejante amor respetuoso y semejante humildad admiran a Francisco que tomará
de ellos las motivaciones esenciales de la humildad y de la pobreza de su vida
evangélica. «Ved, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante él vuestros
corazones» (CtaO 28).
[Cf. el texto
completo en http://www.franciscanos.org/sanfraneucaristia/hubaut.htm]
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