María, madre de nuestro Señor Jesucristo
Escuchando la voz del ángel y obedeciendo la
propuesta de Dios, María se convierte en madre de Jesús. Como las palabras
«hija» y «esclava», así también «madre» permanece en el Saludo a la
bienaventurada Virgen María sin añadiduras ornamentales o calificativas
como «querida» o «santa». La calificación de madre lo dice todo: madre de Dios,
madre de nuestro santísimo Señor. El Hijo supera a la madre, en cuanto viene
llamado «santísimo» y «Señor nuestro». No es solamente el Señor de María, sino
también el de todos nosotros. Ya en el mismo momento de la concepción, en el
que María se convierte en madre, el niño pertenece a todos y es el Señor.
La maternidad divina es para Francisco el
primero y el motivo más importante para venerar a la Virgen María, como resulta
de su invitación dirigida a los hermanos de todos los tiempos, «los primeros y
los últimos»: «Oídme, hermanos míos: Si la bienaventurada Virgen es de tal
suerte honrada, como es digno, porque lo llevó en su santísimo seno (...),
¡cuán santo, justo y digno debe ser quien toca con sus manos, toma en su
corazón y en su boca y da a los demás para que lo tomen, al que ya no ha de
morir, sino que ha de vivir eternamente y ha sido glorificado, a quien los
ángeles desean contemplar!» (CtaO 21-22).
Como en las dos oraciones que hemos recordado
antes, el Saludo y la Antífona, también aquí la devoción a la
Virgen se inserta en el más alto respeto hacia el Señor de la majestad, el
Señor glorioso y vencedor, que se humilla en la Eucaristía, dándose a sus
criaturas humanas. El punto central de la profesión de fe de parte de Francisco
es la encarnación del Verbo en el seno de la Virgen María. A este respecto, usa
términos que subrayan la realidad física de la encarnación, así por ejemplo en
la segunda redacción de la Carta a todos los fieles: «El altísimo Padre
anunció desde el cielo, por medio de su santo ángel Gabriel, esta Palabra del
Padre, tan digna, tan santa y gloriosa, en el seno de la santa y gloriosa
Virgen María, de cuyo seno recibió la verdadera carne de nuestra humanidad y
fragilidad» (2CtaF 4).
Ya K. Esser veía en tales afirmaciones una
reacción positiva a la herejía cátara, muy difundida en aquella época; una
herejía que repetía el error de los docetas y, basándose en un principio
dualístico, negaba la encarnación del Verbo, y, en consecuencia, reducía a nada
la participación de la Virgen en la obra de la redención. Para manifestar su
oposición a la herejía cátara, Francisco no arremete contra los adversarios -de
hecho, no nombra nunca ni a los cátaros ni a otros herejes, ni siquiera discute
sus teorías-, sino que sobre el rastro de Rom 12,21 («no te dejes vencer por el
mal; antes bien, vence el mal con el bien») propone como hombre evangélico,
mejor, proclama la verdad católica en su famoso «Credo» hacia el final de la
Regla no bulada:
«Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios,
Padre santo y justo, Señor rey del cielo y de la tierra, por ti mismo te damos
gracias, porque, por tu santa voluntad y por tu único Hijo con el Espíritu
Santo, creaste todas las cosas espirituales y corporales, y a nosotros, hechos
a tu imagen y semejanza, nos pusiste en el paraíso. Y nosotros caímos por
nuestra culpa.
»Y te damos gracias porque, así como por tu
Hijo nos creaste, así, por tu santo amor con el que nos amaste, hiciste que Él,
verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen la beatísima
santa María, y quisiste que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz
y sangre y muerte» (1 R 1-3).
El elogio de la majestad divina se funde aquí
con el elogio de la humildad de Dios, que, por su amor hacia nosotros, se hace
verdadero hombre, asumiendo nuestra carne en la Virgen María. Ésta es la
criatura predilecta y predispuesta que acoge el plan de salvación del Padre y
colabora con él.
[Cf. el texto completo en Selecciones de
Franciscanismo n. 107 (2007) 225-250]
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