El autor se propone investigar el papel del
Espíritu Santo en la constitución de la Fraternidad franciscana. La misión del
Espíritu es llevar a su consumación la obra del Padre realizada por el Hijo. La
Fraternidad franciscana se congrega, vive y actúa por la moción del Espíritu.
Para entender bien las enseñanzas de Francisco es preciso discernir, basándose
en sus escritos, lo que él entiende por «espíritu de la carne» y «Espíritu del
Señor», con todas sus implicaciones. La Fraternidad constituida por «hermanos
espirituales» está situada en el corazón de la Trinidad y de la Iglesia.
La Iglesia nació en Pentecostés por el fuego
del Espíritu. Alma de la Iglesia, el Espíritu Santo asegura su cohesión interna
y su crecimiento: la une a su Señor y, por Él, al Padre, fuente de toda unidad,
y le hace desear ardientemente la plena manifestación de esta unidad; une a los
miembros de la Iglesia entre sí y les hace desear la extensión de su comunión
hasta las dimensiones de la humanidad.
La vida religiosa representa en el corazón de
la Iglesia la emergencia sin duda más significativa de este misterio de unidad.
Ella es, debe ser, un Pentecostés incesantemente actual. ¿No es esto lo que san
Francisco quiso dar a entender cuando, hacia el final de su vida, resumiendo su
visión de la Orden y la experiencia que él había vivido de la misma, declaró: «El
Espíritu Santo... es el Ministro general de la Orden»? (2 Cel 193). La certeza
de esta realidad le parecía tan esencial que quiso insertar su afirmación en la
Regla. Lamentablemente era imposible porque la Regla había recibido ya
su forma definitiva en la bula pontificia. Francisco no tenía ya la potestad de
hacer inserciones en ella.
La Regla, tal como ha quedado, y los
demás escritos de Francisco atestiguan suficientemente esta convicción. Basta
recordar por el momento que en ella se convocan los Capítulos para Pentecostés
(2 R 8). Al principio, estos Capítulos reunían a todos los hermanos; al
sobrevenir el crecimiento de la Orden, solos los Ministros pudieron continuar
reuniéndose en ellos. En todo caso, los Capítulos, en su forma primitiva,
constituían la expresión visible de lo que es en profundidad la vida de la
Orden, vivida a lo largo del año en la dispersión exterior, significada en
Pentecostés por la experiencia de comunión del Capítulo. Nuestro propósito es
investigar el papel del Espíritu en la constitución de la Fraternidad
franciscana.
La importancia dada por Francisco al Espíritu
Santo no niega de ningún modo el lugar central de Cristo. Éste realizó su obra
«de una vez para siempre», como subraya el Nuevo Testamento, sobre todo en la
carta a los Hebreos. La obra de Cristo no puede ser superada por un régimen
nuevo dependiente del Espíritu Santo, como se ha imaginado en diversas épocas,
incluida la de Francisco. Con gran seguridad doctrinal, éste ve a la Trinidad
entera actuando en toda la historia de la salvación, desde la creación hasta la
consumación. Basta releer, entre otros textos, el capítulo 23 de la Regla no
bulada; nos limitamos a reproducir la primera frase: «Omnipotente,
santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey de cielo y
tierra, te damos gracias por ti mismo, pues por tu santa voluntad, y por tu
único Hijo con el Espíritu Santo, creaste todas las cosas espirituales y
corporales, y a nosotros, hechos a tu imagen y semejanza...» (1 R 23,1).
Lo que Francisco afirma aquí de la unidad de
acción de los Tres que son Dios vale no sólo para la creación sino para toda
obra de Dios. Conforme a la Escritura, Francisco ve siempre en el Padre a aquél
que tiene la iniciativa («por tu santa voluntad»), en el Hijo a aquél que realiza
la obra del Padre («por tu único Hijo»), en el Espíritu Santo a aquél en quien
y con quien las obras de Dios reciben su consumación, su belleza («con el
Espíritu Santo»; algunos manuscritos dicen: «en el Espíritu Santo»). En este
sentido, el Espíritu es ya en el seno de la Trinidad el lazo vivo de amor del
Padre y del Hijo, y, en la actividad divina para con los hombres, es Él quien
aporta la perfección por la caridad y la unidad: el Espíritu santificador.
Por eso, el Espíritu es quien conduce al hombre
a la perfección de su destino, pues lo conforma con el Hijo de Dios. Todo
cuanto Francisco dice del Espíritu del Señor así lo atestigua. Una confirmación
de ello puede encontrarse en el comienzo de la Admonición 5: «Repara,
¡oh hombre!, en cuán grande excelencia te ha constituido el Señor Dios, pues te
creó y formó a imagen de su querido Hijo según el cuerpo y a su semejanza según
el espíritu» (Adm 5, 1).
En el lenguaje de Francisco, el «cuerpo» (o la
«carne») no ha de entenderse generalmente en su sentido actual («cuerpo» y
«alma»), sino en sentido bíblico. Francisco, pues, querría decir: según el
«cuerpo», o sea, según nuestra condición de criaturas situadas de manera frágil
y caduca en nuestro mundo, nosotros estamos creados a imagen del Hijo que «recibió
la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad en el seno de la santa y
gloriosa Virgen María» (2CtaF 4); según el «espíritu», es decir, por la
presencia personal del Espíritu Santo en nosotros y, a la vez, por la
transformación que esta presencia opera en nuestro ser para hacerlo
«espiritual», capaz de la comunión con Dios, nosotros estamos hechos a
semejanza (¡progresiva!) del Hijo de Dios que posee el Espíritu en plenitud,
mejor dicho, que según san Pablo «es el Espíritu».
Así el Espíritu santificador nos asemeja a Cristo.
No hay cabida para un régimen religioso del Espíritu que desborde la Alianza
nueva en Jesucristo: ésta es la Alianza eterna. No hay cabida para una Iglesia
diferente de la de Jesucristo: ésta es la Iglesia del Espíritu. Y la Orden,
cuyo Ministro general es el Espíritu Santo, está comprometida a ser por entero
dócil al Espíritu porque el Espíritu la empuja a una fidelidad sin cesar
renovada a la única Buena Nueva, que nos ha sido dado en Jesucristo. El
Espíritu la entusiasma siempre de nuevo por Cristo.
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