miércoles, 13 de junio de 2012

El otro San Antonio de Padua

Por Lázaro Iriarte, OFMCap

Dada la popularidad alcanzada por san Antonio inmediatamente después de su muerte, no ha de extrañarnos que la piedad se apoderase de él como de ningún otro, idealizándolo y contorneándolo conforme a la función mediadora que se le fue asignando.

Así es como se creó esa imagen de un fraile gentil y delicado, de rostro juvenil, imberbe, porque así lo prefería la piedad. Pero la biografía de la canonización, conocida con el nombre de Legenda Assidua, describe a san Antonio como corpulento y pesado; el reciente examen de su esqueleto ha confirmado ese dato: el santo era de complexión membruda y fuerte. Esa corpulencia fue agravada en los últimos dos años a causa de la hidropesía, que le producía opresiones alarmantes; fue la enfermedad que lo llevó al sepulcro. Las pinturas más antiguas, en efecto, transmitieron esa tradición fisonómica externa; así el fresco de Giotto en la basílica superior de Asís, donde Antonio aparece predicando al capítulo de los hermanos en Arlés, una tabla de la escuela de Giotto en Padua y algunas miniaturas de códices.


A la corpulencia debía de corresponder una voz potente y clara, que se hacía oír de miles de personas en abierta campaña. Tenía el mentón amplio y una dentadura bien conservada, como aparece en los mismos restos. Su piel era, según el primer biógrafo, de color aceitunado, como la de muchos portugueses aun hoy día, pero rugosa, por efecto de sus penitencias y de las fiebres contraídas en aquel invierno africano, rumbo al martirio. Se le veía con el rostro y la mirada habitualmente elevados al cielo.

Por lo que hace a la edad no existe una base crítica para precisarla, los historiadores colocan su nacimiento entre 1190 y 1195. Al morir podría tener unos 40 años, pero las arrugas de su piel y sus achaques le hacían parecer más entrado en años.

Andando el tiempo, la piedad y, por lo tanto, la versión iconográfica, harían que el santo se sobrepusiera al hombre, más aún, que el taumaturgo se sobrepusiera al santo, el icono al retrato.

Otro elemento interesante de la evolución seguida en la interpretación de la imagen de san Antonio es el de los símbolos iconográficos. Como es sabido, desde la Edad Media, cada santo ha venido siendo representado con un símbolo invariable, cuyo sentido conocía muy bien el pueblo fiel. En la iconografía antoniana los símbolos son varios y ha habido una evolución curiosa según las épocas.

Primero, el santo era figurado con el libro en la mano; así lo vemos en la mayor parte de las pinturas y vidrieras de las basílicas inferior y superior de Asís y en otras imágenes del tiempo. El libro significa la Sagrada Escritura, y es también símbolo del magisterio ejercitado por el santo, según la idea que predominó en la canonización. [También se le representa con una llama en la otra mano, símbolo del ardor de su fe].

Contemporánea al símbolo del libro, aparece en la región véneta la representación del santo sentado, con una mesa o escritorio delante, sobre el nogal de Camposampiero, donde puso por escrito sus sermones. Es siempre la idea del maestro enseñando, como le conocieron sus hermanos de hábito.

Sucesivamente, se abre paso, especialmente en el siglo XV, el símbolo del lirio (azucena), para significar la pureza virginal del santo, puesta de relieve en la primera biografía -victoria de Fernando adolescente- y en la bula de canonización.

Finalmente, en pleno renacimiento prevalece el símbolo del niño Jesús en brazos del santo, o también sobre el libro. Responde a una visión que habría tenido, según fuentes biográficas tardías; fue pintada por Murillo en el conocido lienzo de la catedral de Sevilla.

La razón principal de la popularidad de san Antonio es, sin duda, su fama de taumaturgo. A raíz de su muerte, fue una verdadera explosión de milagros de toda clase obtenidos por su intercesión. Esta realidad, que no ha cesado de ser actual en más de siete siglos y medio, inspiró el conocido responsorio de Julián de Espira: Si buscas milagros, mira, muerte y error desterrados, miseria y demonio huidos, leprosos y enfermos sanos...

El autor de la primera biografía dio el sentido teológico de la misión taumatúrgica del santo de Padua en la Iglesia: «La vida de los santos se trasmite a la posteridad de los fieles para que, al oír los signos milagrosos obrados por Dios por medio de ellos, sea Dios quien reciba gloria siempre y en todo».

La intercesión taumatúrgica de san Antonio no comprende solamente las curaciones milagrosas, sino también ese tejido de pequeñas contingencias que para la persona afectada pueden tener importancia vital: el hallazgo de una cosa perdida, el logro de un puesto de trabajo, el aprobado de un examen, la fortuna de encontrar novio…

[Extraído de Selecciones de Franciscanismo, vol. XXIV, n. 70 (1995) 71-85]

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