sábado, 16 de junio de 2012

Santa Clara de Asís y la Eucaristía (I)

Por René-Charles Dhont, OFM

La vida entera de santa Clara está centrada en Cristo. Su pensamiento y su corazón están radicados en Él. Su existencia es una intrépida y constante búsqueda de la máxima intimidad y de la más perfecta imitación. Este dinamismo profundo que la impulsa a la unión íntima y total con el Señor, había de llevarla necesariamente al lugar privilegiado del encuentro y de la comunión: la Eucaristía. Clara es, de hecho, junto con Francisco, su padre y amigo, uno de los testigos privilegiados de la piedad eucarística de principios del siglo XIII.

Es menester, sin embargo, enmarcar la devoción eucarística de Clara en el contexto de la vida religiosa de su época. El siglo XIII es un siglo eucarístico. En el transcurso de las controversias eucarísticas de los siglos IX y XI se había defendido con firmeza y definido sólidamente la doctrina eucarística y se había puesto a plena luz el dogma de la presencia real. Pero, en la práctica, este movimiento en favor de Cristo en su Sacramento mira al culto de la Santa Reserva, el cual progresa rápidamente, mientras disminuye de forma peligrosa, a pesar de los esfuerzos de los Papas, de los Concilios y doctores, la práctica de la comunión.

Aunque las fuentes de la vida de santa Clara raramente aluden a este tema, una profunda devoción eucarística animaba el monasterio de San Damián. La decidida voluntad de la abadesa y de sus hermanas de vivir y morir «en la fe católica y en los sacramentos de la Iglesia» (RCl 2), bastaría para fundamentar esta opinión.

El ejemplo de Francisco, por lo demás, permanecía vivo ante sus ojos. La devoción del Pobrecillo al Cuerpo de Cristo era tan intensa que constituía como el centro de su vida con el Señor. En su primera Admonición nos confiesa: «Y como se mostró (Cristo) a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado... y de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como Él mismo dice: "Mirad que yo estoy con vosotros cada día hasta el fin del mundo"». Clara, su «Plantita», que fue en todo momento el reflejo del alma del Pobrecillo, no pudo alejarse de él en este punto esencial.
Estas observaciones confieren su auténtico relieve a los pocos trazos que las fuentes nos han transmitido sobre la importancia de la Eucaristía en la vida de Clara.

La Liturgia Eucarística

Apenas conocemos nada respecto a las celebraciones eucarísticas en San Damián. Un Hermano Menor moraba allí establemente para garantizar la celebración de la misa y la administración de los sacramentos, y podía celebrar la misa dentro de la clausura cuando las hermanas comulgaban (RCl 3). Clara «comulgaba frecuentemente» y con un fervor que se exteriorizaba en las lágrimas (Proceso 2,10; 3,7); también puede citarse su felicidad cuando recibió por última vez la comunión antes de su muerte (LCl 42). Conociendo esto y sabiendo también cuánto la conmovía y enardecía el pensamiento de Cristo crucificado, no corremos riesgo de equivocarnos al pensar que el Sacrificio de Cristo resonaba en su corazón y que Clara fundamentaba en él su «religión».

Hay un hecho que nos permite entrever cómo revivía, en el desenvolvimiento litúrgico, el misterio de Cristo y participaba en él. Una noche de Navidad, Clara, enferma, permanecía sola en su celda mientras sus hermanas estaban en el coro rezando Maitines. La abadesa, dice la Leyenda de santa Clara, «se puso a pensar en el Niño Jesús y se dolía mucho de no poder tomar parte en dichas alabanzas. Suspiraba: "¡Señor Dios, héme aquí sola y abandonada de ti!". De repente comenzó a oír el maravilloso concierto que cantaban en la iglesia de San Francisco. Percibía la jubilosa salmodia, seguía la armonía de los cantos, percibía incluso el sonido de los instrumentos... Pero, y esto supera semejante prodigio de audición, mereció ver además el pesebre del Señor. A la mañana siguiente, cuando acudieron a verla sus hijas, les dijo: "Bendito sea mi Señor Jesucristo. He escuchado realmente, por su gracia, las solemnes funciones que se celebraron anoche en la iglesia de San Francisco"» (LCl 29).

Aquella noche, en su lecho de enferma, «vivió» Clara la natividad de Jesús. «Pensaba en el Niño Jesús». Con todo su corazón estaba junto a Él en Belén. Y esta presencia fue tan intensa que «vio» con sus propios ojos el pesebre del Señor. Lo vio en su humildad y pobreza. Y todo ello penetraba en su ser suscitándole un impulso de ternura, una voluntad ardiente de compartir la pobreza y la humildad de su Señor. Las melodías y la alegre salmodia servían de soporte y de expresión a todos los movimientos de su amor, acompañaban la alabanza que brotaba de su corazón.

Clara vivía, pues, una vida litúrgica tal como la Iglesia la desea para todos sus hijos. En efecto, si la liturgia celebra los misterios de Cristo, es para que los hagamos nuestros. La finalidad de las palabras, los cantos y los gestos es hacernos presentes dichos misterios a fin de despertar en nuestros corazones la alabanza y la acción de gracias, y ponernos en comunión vital con Cristo y sus misterios.

Es verdad que hace falta haber meditado largo tiempo en la oración solitaria, para vivir las celebraciones litúrgicas con tal profundidad. Quien no se ha detenido a contemplar a Cristo en Belén, en Nazaret, en el Calvario, no llegará lejos en su participación personal en los misterios de Navidad y de Pascua. Una vida litúrgica que no se apoya en la oración personal corre el riesgo de ser una especie de «representación» que no compromete verdaderamente a los actores.

Pero santa Clara fue una gran contemplativa, asidua a la oración silenciosa. Cuantos la conocieron lo atestiguan.

Clara vivía habitualmente con la mirada puesta en Dios, con el espíritu y el corazón ocupados en Él. Con todo, la oración en sentido fuerte marcaba horas de plenitud en su existencia inmersa en Dios. En tales momentos, a solas con el Señor, completamente entregada y abandonada en sus manos, penetraba cada vez más profundamente en su intimidad, saciaba su sed de amor y alimentaba su voluntad de traducir en toda su vida su amor.

La Eucaristía era para Clara, al igual que para Francisco, el lugar privilegiado de este encuentro con Cristo. Para ambos, si bien el Señor nos ha dejado en cuanto a su presencia corporal, permanece con nosotros en su presencia eucarística: «Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera -dice Francisco-, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan sagrado. Y como ellos, con la mirada de su carne, sólo veían la carne de él, pero, contemplándolo con ojos espirituales, creían que él era Dios, así también nosotros, viendo el pan y el vino con los ojos corporales, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero» (Adm 1,19-21).

Aunque son pocos los testimonios referentes a la vida eucarística en San Damián, la célebre oración ante la hostia consagrada durante la invasión del monasterio por los soldados musulmanes, el cuidado de Clara para adornar los altares con paños finos, el tema privilegiado de las conversaciones con el cardenal Hugolino durante su permanencia en San Damián en las fiestas de Pascua, etc., inducen a creer que Clara se asoció plenamente a la devoción eucarística de su padre y amigo Francisco.

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