La vida entera de santa Clara está centrada en
Cristo. Su pensamiento y su corazón están radicados en Él. Su existencia es una
intrépida y constante búsqueda de la máxima intimidad y de la más perfecta
imitación. Este dinamismo profundo que la impulsa a la unión íntima y total con
el Señor, había de llevarla necesariamente al lugar privilegiado del encuentro
y de la comunión: la Eucaristía. Clara es, de hecho, junto con Francisco, su
padre y amigo, uno de los testigos privilegiados de la piedad eucarística de
principios del siglo XIII.
Es menester, sin embargo, enmarcar la devoción
eucarística de Clara en el contexto de la vida religiosa de su época. El siglo
XIII es un siglo eucarístico. En el transcurso de las controversias
eucarísticas de los siglos IX y XI se había defendido con firmeza y definido
sólidamente la doctrina eucarística y se había puesto a plena luz el dogma de
la presencia real. Pero, en la práctica, este movimiento en favor de Cristo en
su Sacramento mira al culto de la Santa Reserva, el cual progresa rápidamente,
mientras disminuye de forma peligrosa, a pesar de los esfuerzos de los Papas,
de los Concilios y doctores, la práctica de la comunión.
Aunque las fuentes de la vida de santa Clara
raramente aluden a este tema, una profunda devoción eucarística animaba el
monasterio de San Damián. La decidida voluntad de la abadesa y de sus hermanas
de vivir y morir «en la fe católica y en los sacramentos de la Iglesia» (RCl
2), bastaría para fundamentar esta opinión.
El ejemplo de Francisco, por lo demás,
permanecía vivo ante sus ojos. La devoción del Pobrecillo al Cuerpo de Cristo
era tan intensa que constituía como el centro de su vida con el Señor. En su
primera Admonición nos confiesa: «Y como se mostró (Cristo) a los santos
apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el
pan consagrado... y de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como
Él mismo dice: "Mirad que yo estoy con vosotros cada día hasta el fin del
mundo"». Clara, su «Plantita», que fue en todo momento el reflejo del alma
del Pobrecillo, no pudo alejarse de él en este punto esencial.
Estas observaciones confieren su auténtico
relieve a los pocos trazos que las fuentes nos han transmitido sobre la
importancia de la Eucaristía en la vida de Clara.
La Liturgia Eucarística
Apenas conocemos nada respecto a las
celebraciones eucarísticas en San Damián. Un Hermano Menor moraba allí
establemente para garantizar la celebración de la misa y la administración de
los sacramentos, y podía celebrar la misa dentro de la clausura cuando las
hermanas comulgaban (RCl 3). Clara «comulgaba frecuentemente» y con un fervor
que se exteriorizaba en las lágrimas (Proceso 2,10; 3,7); también puede citarse
su felicidad cuando recibió por última vez la comunión antes de su muerte (LCl
42). Conociendo esto y sabiendo también cuánto la conmovía y enardecía el
pensamiento de Cristo crucificado, no corremos riesgo de equivocarnos al pensar
que el Sacrificio de Cristo resonaba en su corazón y que Clara fundamentaba en
él su «religión».
Hay un hecho que nos permite entrever cómo
revivía, en el desenvolvimiento litúrgico, el misterio de Cristo y participaba
en él. Una noche de Navidad, Clara, enferma, permanecía sola en su celda
mientras sus hermanas estaban en el coro rezando Maitines. La abadesa, dice la
Leyenda de santa Clara, «se puso a pensar en el Niño Jesús y se dolía mucho de
no poder tomar parte en dichas alabanzas. Suspiraba: "¡Señor Dios, héme
aquí sola y abandonada de ti!". De repente comenzó a oír el maravilloso
concierto que cantaban en la iglesia de San Francisco. Percibía la jubilosa
salmodia, seguía la armonía de los cantos, percibía incluso el sonido de los
instrumentos... Pero, y esto supera semejante prodigio de audición, mereció ver
además el pesebre del Señor. A la mañana siguiente, cuando acudieron a verla
sus hijas, les dijo: "Bendito sea mi Señor Jesucristo. He escuchado
realmente, por su gracia, las solemnes funciones que se celebraron anoche en la
iglesia de San Francisco"» (LCl 29).
Aquella noche, en su lecho de enferma, «vivió»
Clara la natividad de Jesús. «Pensaba en el Niño Jesús». Con todo su corazón
estaba junto a Él en Belén. Y esta presencia fue tan intensa que «vio» con sus
propios ojos el pesebre del Señor. Lo vio en su humildad y pobreza. Y todo ello
penetraba en su ser suscitándole un impulso de ternura, una voluntad ardiente
de compartir la pobreza y la humildad de su Señor. Las melodías y la alegre
salmodia servían de soporte y de expresión a todos los movimientos de su amor,
acompañaban la alabanza que brotaba de su corazón.
Clara vivía, pues, una vida litúrgica tal como
la Iglesia la desea para todos sus hijos. En efecto, si la liturgia celebra los
misterios de Cristo, es para que los hagamos nuestros. La finalidad de las
palabras, los cantos y los gestos es hacernos presentes dichos misterios a fin
de despertar en nuestros corazones la alabanza y la acción de gracias, y
ponernos en comunión vital con Cristo y sus misterios.
Es verdad que hace falta haber meditado largo
tiempo en la oración solitaria, para vivir las celebraciones litúrgicas con tal
profundidad. Quien no se ha detenido a contemplar a Cristo en Belén, en
Nazaret, en el Calvario, no llegará lejos en su participación personal en los
misterios de Navidad y de Pascua. Una vida litúrgica que no se apoya en la
oración personal corre el riesgo de ser una especie de «representación» que no
compromete verdaderamente a los actores.
Pero santa Clara fue una gran contemplativa,
asidua a la oración silenciosa. Cuantos la conocieron lo atestiguan.
Clara vivía habitualmente con la mirada puesta
en Dios, con el espíritu y el corazón ocupados en Él. Con todo, la oración en
sentido fuerte marcaba horas de plenitud en su existencia inmersa en Dios. En
tales momentos, a solas con el Señor, completamente entregada y abandonada en
sus manos, penetraba cada vez más profundamente en su intimidad, saciaba su sed
de amor y alimentaba su voluntad de traducir en toda su vida su amor.
La Eucaristía era para Clara, al igual que
para Francisco, el lugar privilegiado de este encuentro con Cristo. Para ambos,
si bien el Señor nos ha dejado en cuanto a su presencia corporal, permanece con
nosotros en su presencia eucarística: «Y como se mostró a los santos apóstoles
en carne verdadera -dice Francisco-, así también ahora se nos muestra a
nosotros en el pan sagrado. Y como ellos, con la mirada de su carne, sólo veían
la carne de él, pero, contemplándolo con ojos espirituales, creían que él era
Dios, así también nosotros, viendo el pan y el vino con los ojos corporales,
veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y
verdadero» (Adm 1,19-21).
Aunque son pocos los testimonios referentes a
la vida eucarística en San Damián, la célebre oración ante la hostia consagrada
durante la invasión del monasterio por los soldados musulmanes, el cuidado de
Clara para adornar los altares con paños finos, el tema privilegiado de las
conversaciones con el cardenal Hugolino durante su permanencia en San Damián en
las fiestas de Pascua, etc., inducen a creer que Clara se asoció plenamente a
la devoción eucarística de su padre y amigo Francisco.
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