Devoción a la Santa Reserva
Clara vive en la época en la cual se despliega
pujante en el pueblo de Dios el culto a Cristo presente en la Eucaristía. Este
culto, tras un desarrollo ininterrumpido desde los orígenes, alcanza un lugar
importante en la vida espiritual de la Iglesia. Sus manifestaciones se
multiplican. «Puede afirmarse, escribe H. Thurston, que a partir de 1200 el
pensamiento y el culto de la Eucaristía se convierten en casi toda la Iglesia
en objeto constante e inmediato de solicitud». Ello inducirá al papa Urbano IV
a aprobar oficialmente, en 1264, la fiesta del Cuerpo de Cristo, a instancias
de santa Juliana de Montcornillon.
La abadesa de San Damián, que siempre quiso
vivir en plena comunión de fe con la Iglesia y de vida con el Pueblo de Dios,
no podía permanecer indiferente a ese progreso que hallaba, además, un amplio
eco en las aspiraciones de su corazón y en el ejemplo de san Francisco.
Su fe y su recurso al Señor, presente bajo las
apariencias del pan consagrado, nos son revelados en un momento grave de su
existencia y de la existencia de sus hermanas. En 1240, soldados musulmanes
venidos para sitiar Asís, invaden el monasterio. Entre el pánico general, sólo
la abadesa conserva la sangre fría. No hay posibilidad alguna de socorro
humano; pero queda Dios. Y Clara se dirige a Cristo en la Eucaristía, como
recuerda una testigo en el Proceso de canonización:
«Una vez entraron los sarracenos en el
claustro del monasterio, y madonna Clara se hizo conducir hasta la puerta del
refectorio y mandó que trajesen ante ella un cofrecito donde se guardaba el
santísimo Sacramento del Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo. Y, postrándose en
tierra en oración, rogó con lágrimas diciendo, entre otras, estas palabras:
"Señor, guarda Tú a estas siervas tuyas, pues yo no las puedo
guardar". Entonces la testigo oyó una voz de maravillosa suavidad, que
decía: "¡Yo te defenderé siempre!". Entonces la dicha madonna rogó
también por la ciudad, diciendo: "Señor, plázcate defender también a esta
ciudad". Y aquella misma voz sonó y dijo: "La ciudad sufrirá muchos
peligros, pero será protegida". Y entonces la dicha madonna se volvió a
las hermanas y les dijo: "No temáis, porque yo soy fiadora de que no
sufriréis mal alguno, ni ahora ni en el futuro, mientras obedezcáis los
mandamientos de Dios". Y entonces los sarracenos se marcharon sin causar
mal ni daño alguno» (Proceso 9,2).
De manera semejante, dice el relato paralelo
de Celano que los sarracenos cayeron sobre San Damián y entraron en él, hasta
el claustro mismo de las vírgenes; entonces las damas pobres acudieron a su
madre entre lágrimas. «Ésta, impávido el corazón, manda, pese a estar enferma,
que la conduzcan a la puerta y la coloquen frente a los enemigos, llevando ante
sí la cápsula de plata, encerrada en una caja de marfil, donde se guarda con
suma devoción el Cuerpo del Santo de los Santos» (LCl 21).
Así pues, en un momento dramático para la
comunidad, Clara recurre a Cristo presente en el Santísimo Sacramento. Manda
que lo coloquen entre las hermanas y los soldados y dirige a Él su oración. Él
responde a su confianza. De Él viene la salvación.
La respuesta de Cristo debió marcar
profundamente en el futuro la piedad eucarística de San Damián. No podían
olvidar las hermanas que un día les había llegado la salvación de Cristo
escondido en la «píxide de plata recubierta de marfil».
Otro hecho refuerza esta intuición. En 1241,
Vital de Aversa asedia Asís, amenazando destruir la ciudad. Clara moviliza a
sus hermanas a la oración y a la penitencia, a fin de obtener la protección del
Señor sobre la ciudad en peligro. También en este caso las impele a dirigir sus
ruegos a Cristo presente en la Eucaristía. Y de tal modo lo cumplieron, que al
día siguiente, de mañana, huyó aquel ejército, roto y a la desbandada» (Proceso
9,3). Sin duda, la experiencia de la presencia protectora del año anterior
permanece viva en todas las memorias. Su oración eucarística es escuchada de nuevo.
Lo que los relatos de la liberación del
monasterio de San Damián y de la ciudad de Asís nos testifican formalmente es
el recurso a Cristo presente en la Eucaristía y la respuesta del Señor en
situaciones trágicas. Conociendo la profundidad contemplativa de las hermanas
de San Damián, su simplicidad y su rectitud, resulta impensable que este
recurso brotara excepcionalmente a partir de un clima de pánico. Los instantes
de peligro inminente excluyen la reflexión: el corazón revela entonces sus
impulsos íntimos. Si Clara acude tan espontáneamente a Cristo en el Santísimo
Sacramento, si le pide ayuda y le confía el cuidado de defender a las hermanas,
en vez de recogerse simplemente en Dios, es, sin duda, porque estaba habituada
a buscar a su Señor en la hostia consagrada.
La iconografía confirma esta intuición. Ya las
primeras imágenes la muestran asociada al culto eucarístico: desde el siglo
XIII se la representa llevando una custodia en una actitud de humilde
adoración. Si los contemporáneos han visto en esta representación el símbolo de
la vida espiritual de Clara es porque para ellos la adoración de Cristo velado
en el Pan consagrado había dominado la vida contemplativa de Clara. La
imaginería de los siglos XVII y XVIII deformó este significado. Ya no representa
a Clara en actitud de adoración, sino levantando la custodia hacia los
sarracenos, como queriéndoles expulsar. Lo que prevalece es el milagro y no el
culto de la santa a Cristo en el Sacramento.
La piedad de Clara se ampliaba, a partir de la
persona de Cristo, reconocido y frecuentado en su presencia eucarística, a todo
cuanto rodea la Eucaristía. Si Francisco regalaba ciborios y utensilios para la
elaboración de las formas a las iglesias pobres (LP 80; 2 Cel 201), nuestra
santa confeccionaba corporales con sus propias manos. Declara sor Cecilia:
«Madonna Clara, la cual no quería estar nunca ociosa, aun durante la enfermedad
de la que murió, hacía que la incorporasen de modo que se sentase en el lecho,
e hilaba. De este hilado mandó confeccionar una tela fina con la que se
hicieron muchos corporales y fundas para guardarlos, guarnecidas de seda o de
paño precioso. Y los envió al obispo de Asís para que los bendijese, y luego
los envió a las iglesias de la ciudad y del obispado de Asís. Y, según creía la
testigo, se repartieron por todas las iglesias» (Proceso 6,14). Celano, que
refiere también estos hechos, subraya su valor expresivo: en ellos ve una
prueba evidente de la fervorosa devoción de Clara al Santísimo Sacramento del
altar: «Cuán señalado fuera el devoto amor de santa Clara al Sacramento del
Altar lo demuestran los hechos. Así, por ejemplo, durante aquella grave
enfermedad que la tuvo postrada en cama, se hacía incorporar y asentar al apoyo
de unas almohadas; sentada así, hilaba finísimas telas, de las cuales elaboró
más de cincuenta juegos de corporales que, envueltos en bolsas de seda o de
púrpura, destinaba a distintas iglesias del valle y de las montañas de Asís»
(LCl 28).
En estas obras se trasluce todo el amor de
Clara y de sus hermanas. Las Hermanas Pobres, que no siempre tienen bastante
pan para comer, no dudan en ofrecer a las iglesias tejidos de fino linón,
estuches preciosos recubiertos de seda, de púrpura, bordados en oro. Nada es
costoso, cuando se ama; no hay nada excesivamente hermoso para estas telas que
van a recibir el Cuerpo de Cristo.
Una carta del cardenal Hugolino nos
proporciona una última indicación sobre el fervor que reinaba en San Damián
hacia el Sacramento del altar. Testimonio tanto más precioso por cuanto es
anterior a los hechos arriba relatados. El prelado había celebrado la fiesta de
Pascua en San Damián. Una vez de regreso junto al Papa, envía a Clara una carta
muy afectuosa, en la cual sobresale, entre todos los recuerdos de su estancia
en San Damián, el siguiente: «Me falta aquella alegría gloriosa que sentí
cuando hablaba con vosotras del Cuerpo de Cristo, con motivo de la Pascua que
celebré contigo y con las demás siervas de Cristo» (BAC p. 358-9).
Si estas conversaciones quedaron tan
profundamente impresas en la memoria del cardenal, si éste se recrea en
evocarlas, es porque en San Damián debió encontrar una devoción al Santísimo
Sacramento del Cuerpo de Cristo superior a lo que era habitual entonces.
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