Por Martín
Steiner, OFM
Francisco
frecuenta, pues, el trato de los leprosos, cuida sus llagas. La vista diaria de
su rostro desfigurado le prepara al descubrimiento de otro Rostro.
En esta época,
a Francisco le gusta sumergirse en la contemplación de un icono del
Crucificado, en la capilla ruinosa de San Damián, situada algo a las afueras de
Asís. Un día, este icono recobra vida para él y lo interpela: «Francisco, ve y
repara mi iglesia que, como ves, se derrumba en ruinas». Francisco queda
conmovido por esta voz. Se consagrará con todas sus fuerzas a la ejecución de
la orden recibida. Pero Francisco ha quedado fascinado, tanto o aún más, por el
rostro del Señor. De estilo bizantino, el icono que contempla representa
ciertamente a un Crucificado. Pero sus rasgos no evocan al hombre de dolores en
cuanto tal. Lo que Francisco descubre en el rostro vuelto hacia él, es la
humanidad de Dios. Ya no es el Dios de majestad, el todopoderoso, cuyos señoríos,
los tenga el Imperio o la Iglesia, son, y muy a gusto, los garantes seguros de
su poder. Tampoco el Dios que debía salir fiador del nuevo orden de cosas
instaurado por el «común». Del Crucificado irradia una nueva gloria, la de la
humildad de Dios. Dios hecho tan humilde que, en adelante, será el hermano de
todos, pero principalmente del más pequeño, del más pobre. Se desposa con el
destino humano hasta compartir la suerte del más miserable. ¡Humanización de
Dios que es revelación suprema de su gloria! Sólo en Dios el amor es
suficientemente poderoso para hacer suya la experiencia total del ser amado,
incluida hasta la muerte.