Por Michel Hubaut, OFM
En los escritos de Francisco y de Clara no hay
indicio alguno de «mariolatría» o de devoción sensiblera. En ellos aparece una
contemplación equilibrada y profunda de María, esa mujer que ocupa un lugar
único en la historia de la salvación. Francisco expresa lo esencial de su
piedad mariana en dos textos admirables por su concisión y densidad espiritual.
El primero es una antífona que él
recitaba al principio y al final de cada una de las Horas de su Oficio de la
Pasión:
«Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo
entre las mujeres ninguna semejante a ti, hija y esclava del altísimo Rey sumo
y Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa
del Espíritu Santo: ruega por nosotros... ante tu santísimo Hijo amado, Señor y
maestro».
La oración de Francisco asocia inmediatamente
a la Virgen María a la obra de la salvación realizada por Dios trino. Nunca la
contempla sola; siempre la ve en relación con las tres divinas personas. Es la
hija elegida del Padre creador, el gran logro de su creación. Dios quiso a
María para darle la carne a su Hijo. María es la esclava del plan de amor del
Padre. Es, título bastante raro, la esposa del Espíritu Santo, llena de gracia
y totalmente disponible a su acción creadora. Y es, sobre todo, la madre del
santísimo Señor Jesucristo, el Hijo amado del Padre. Si Clara se siente
hondamente conmovida porque «un Señor tan grande y de tal calidad» quiso
encarnarse «en el seno de la Virgen», Francisco, por su parte, rebosa de
gratitud a la mujer que hizo posible este abajamiento de Dios y en cuyo seno
«recibió la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad».
En María, Dios plantó su tienda entre
nosotros. María es el tabernáculo de la Nueva Alianza. María no es un mito ni
un ídolo, sino nuestra humanidad que recibe a Cristo en nombre de todos y antes
que todos. Ella da nuestra humanidad a Dios y Dios a nuestra humanidad. ¡María
es la humanización, la inculturación carnal de Dios! ¡No le da una naturaleza
humana ficticia o aparente! Como todo hijo, Cristo recibe de María sus rasgos,
sus gestos, sus actitudes, su entonación... María hace de Cristo un hombre.
«Naturaliza» a Dios en la condición humana y, al mismo tiempo, diviniza nuestra
naturaleza. María es, de hecho, el modelo perfecto de la Iglesia y de todo
cristiano, cuya misión consiste en «humanizar» a Dios y en «divinizar» al
hombre.
Así, pues, Francisco y Clara contemplan en
María ese realismo permanente del misterio de la encarnación. En efecto, si lo
separamos de su madre, Jesús corre peligro de perder su humanidad y convertirse
en el mito de un rey glorioso sin consistencia ni raíces históricas, o en la
mera ideología de un reformador genial sin ascendencia divina. Sin María, dejan
de unirse en Cristo Dios y la humanidad. En María, todo está en relación con
Cristo y depende de Cristo. Es imposible comprender la misión de la Madre sin
contemplar la del Hijo.
Por todas estas razones, Francisco «rodeaba de
amor indecible a la Madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de
la majestad. Le tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, le
ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana» (2 Cel
198).
El segundo texto, el Saludo a la
bienaventurada Virgen María, es, a la vez, un ejemplo de la creación lírica
de Francisco en honor de María y una expresión de su veneración filial. Utiliza
en él su método preferido, la oración litánica, y casi todas sus imágenes
expresan la maternidad de María, es decir, su excepcional intimidad con Dios.
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