Por Martín Steiner, OFM
[En su Testamento
Francisco recuerda que el Señor lo condujo entre los leprosos, que él los trató
con misericordia y que, al separarse de ellos, lo que antes le parecía amargo
se le convirtió en dulzura]. Los tres Compañeros mencionan el «beso al
leproso», el beso que le devolvió el leproso a Francisco y las espléndidas
limosnas que éste hizo a todos los leprosos, días después, en su hospital. Y
concluyen: «Al salir del hospital, lo que antes era para él repugnante, es
decir, ver y palpar a los leprosos, se le convirtió en dulzura» (TC 11).
¿Qué dulzura es esa
de la que Francisco es el primero en hablar? Los relatos del «beso al leproso»
incluyen en general un elemento que nos permite captarlo: al ósculo de paz
recibido del leproso según los tres Compañeros, corresponde en Celano (2 Cel 9)
y en san Buenaventura (LM 1, 5) la misteriosa desaparición del leproso. El
sentido de estas puntualizaciones es claro: en los leprosos acogidos, servidos,
favorecidos con su generosidad, Francisco se ha encontrado con su Señor. Ahora
bien, para Francisco, el Señor manifiesta su presencia activa a través de la
«dulzura», la ternura, el amor gratuito que sale al encuentro de lo que se
había perdido (TC 7; 2CtaF 56).
Este encuentro con
el Señor en el servicio a los leprosos, pobres entre los pobres, fue una
experiencia tan fuerte, que Francisco ya no pudo continuar por mucho tiempo en
la sociedad que los rechazaba: «Y, después de esto, permanecí un poco de tiempo
y salí del siglo» (Test 3).
Tal es, por tanto,
según la confesión misma de Francisco, la etapa decisiva de su vida: el
comienzo de su vida nueva, de su vida en «penitencia».
Un largo caminar,
sin embargo, precedió a ese verdadero punto de partida de su existencia de
convertido. Describiendo esa evolución previa, la Leyenda de los tres
Compañeros aporta, en dos ocasiones, un rasgo significativo. La Leyenda
habla de la cortesía de Francisco, virtud que impulsa al joven a la decisión de
ser «por amor de Dios... generoso y afable con los pobres». Y el relato
prosigue: «Desde entonces veía con satisfacción a los pobres y les daba limosna
abundantemente» (TC 3). Más adelante, al enumerar los efectos de la
transformación iniciada en el joven por la célebre experiencia de la dulzura,
de la ternura de Dios, experiencia que vivió Francisco una noche de fiesta (TC
7), el autor de la Leyenda escribe: «Así como antes le gustaba salir con
los amigos cuando lo llamaban y tanto le atraía su compañía que muchas veces se
levantaba de la mesa a medio comer, causando gran pena a sus padres por estas
intempestivas salidas, así ahora tenía todo su corazón pendiente de ver u oír a
algún pobre para darle limosna» (TC 9).
De este modo, si
damos crédito a la Leyenda de los tres Compañeros, las etapas
preparatorias del viraje decisivo de la vida de Francisco estuvieron marcadas,
entre otras cosas, por una mirada totalmente nueva hacia los pobres, y esa
mirada estuvo vinculada en cada ocasión a una experiencia de Dios: a causa del
sentido que Francisco tenía de la liberalidad de Dios (TC 3: «... que es generosísimo
en dar la recompensa»), «veía con satisfacción a los pobres»; después de haber
sido invadido por la dulzura de Dios (TC 7), «tenía todo su corazón pendiente
de ver u oír a algún pobre» (TC 9), con la misma intensidad con que antes
buscaba la compañía de sus amigos y camaradas de fiesta y diversión.
La mirada expresa
la orientación profunda del ser. Francisco, nacido de la clase mercader
entonces en plena ascensión social, no tenía ojos al principio más que para los
de su propio mundillo. En éstos encontraba las mismas aspiraciones que lo
habitaban a él: deseo de libertad, de promoción social por el éxito, de
igualdad también. En su mundo mercantil, esta última -así empezaba él a
comprobarlo- se revelaba irrealizable: el rey-dinero lo pervertía todo y
transformaba el común, el nuevo municipio, en campo cerrado de luchas
por el poder y la riqueza. Y Francisco mismo, en su punto de partida, había
sido como todos los ricos: ¡ni tan siquiera «veía» a los pobres! Su mirada
podía muy bien encontrarlos fortuitamente, pero resbalaba por la superficie de
sus apariencias. Todavía no revelaba un corazón que penetrara en el drama de
los demás, es decir, un corazón que comulgara con la mirada de Dios. Dios, en
efecto, se revela en la historia de su Pueblo primeramente como Quien ve la
desgracia del pobre y oye el clamor de su indigencia (cf. Ex 3,7; etc.).
En adelante,
también Francisco verá al pobre. En estrecha relación con la experiencia del
Dios vivo, Francisco se va desprendiendo progresivamente de su propio mundo
para volverse cada vez más resueltamente hacia los excluidos del banquete de la
vida. Finalmente se abre a los leprosos, los últimos de los pobres a quienes él
no veía, no quería ver. Se solidariza con ellos, prolongando así la andadura de
Dios que no se contentó con ver la indigencia del pobre, sino que quiso hacerse
su hermano en la Encarnación.
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