Benedicto XVI, Ángelus del 7-I-07
Queridos hermanos y
hermanas:
Se celebra hoy la
fiesta del Bautismo del Señor, con la que concluye el tiempo de Navidad. La
liturgia nos propone el relato del bautismo de Jesús en el Jordán según la
redacción de san Lucas (cf. Lc 3,15-16.21-22). El evangelista narra que,
mientras Jesús estaba en oración, después de recibir el bautismo entre las
numerosas personas atraídas por la predicación del Precursor, se abrió el cielo
y, en forma de paloma, bajó sobre él el Espíritu Santo. En ese momento resonó
una voz de lo alto: «Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto» (Lc 3,22).
Todos los
evangelistas, aunque con matices diversos, recuerdan y ponen de relieve el bautismo
de Jesús en el Jordán. En efecto, formaba parte de la predicación apostólica,
ya que constituía el punto de partida de todo el arco de los hechos y de las
palabras de que los Apóstoles debían dar testimonio (cf. Hch 1,21-22;
10,37-41). La comunidad apostólica lo consideraba muy importante, no sólo
porque en aquella circunstancia, por primera vez en la historia, se había
producido la manifestación del misterio trinitario de manera clara y completa,
sino también porque desde aquel acontecimiento se había iniciado el ministerio
público de Jesús por los caminos de Palestina.
El bautismo de
Jesús en el Jordán es anticipación de su bautismo de sangre en la cruz, y
también es símbolo de toda la actividad sacramental con la que el Redentor
llevará a cabo la salvación de la humanidad. Por eso la tradición patrística se
interesó mucho por esta fiesta, la más antigua después de la Pascua. «Cristo es
bautizado -canta la liturgia de hoy- y el universo entero se purifica; el Señor
nos obtiene el perdón de los pecados: limpiémonos todos por el agua y el
Espíritu» (Antífona del Benedictus, oficio de Laudes).
Hay una íntima
correlación entre el bautismo de Cristo y nuestro bautismo. En el Jordán se
abrió el cielo (cf. Lc 3,21) para indicar que el Salvador nos ha abierto el
camino de la salvación, y nosotros podemos recorrerlo precisamente gracias al
nuevo nacimiento «de agua y de Espíritu» (Jn 3,5), que se realiza en el
bautismo. En él somos incorporados al Cuerpo místico de Cristo, que es la
Iglesia, morimos y resucitamos con él, nos revestimos de él, como subraya
repetidamente el apóstol san Pablo (cf. 1 Co 12,13; Rm 6,3-5; Ga 3,27).
Por tanto, del
bautismo brota el compromiso de «escuchar» a Jesús, es decir, de creer en él y
seguirlo dócilmente, cumpliendo su voluntad. De este modo cada uno puede tender
a la santidad, una meta que, como recordó el concilio Vaticano II, constituye
la vocación de todos los bautizados. Que María, la Madre del Hijo predilecto de
Dios, nos ayude a ser siempre fieles a nuestro bautismo.
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