Por Francisco Javier Toppi, OFMCap
El espíritu y la vida de oración parten de una
moción del Espíritu Santo, en virtud de la cual el hombre interior escucha la
voz de Dios, que habla en su corazón. Y así, las maravillas que se cuentan de
la oración de Francisco son fruto de los dones del Espíritu Santo, que le
convirtieron en un hombre nuevo en Cristo y le confirieron la gracia singular
de la oración mística, como principio transformante y eficiente de su nuevo
ser.
De hecho, según las fuentes biográficas
primitivas, la gracia que determina la santidad de Francisco se basa en su
experiencia inefable de la divina dulzura, es decir, en el don de la sabiduría
que generosa y sobreabundantemente le comunicó el Paráclito desde el comienzo
mismo de su conversión (cf. 1 Cel 4-7).
Consiguientemente, las virtudes que
florecieron en él y, sobre todo, su ardentísimo espíritu de oración se explican
psicológica y teológicamente por la comunicación del don de sabiduría con la
que le colmó el Espíritu Santo, sumergiendo su alma en el gozo del amor divino.
A quien comprenda y experimente esta gracia preliminar, le parecerá consecuente
y lógico cuanto Francisco enseña y hace en su intercomunicación con Dios, en su
oración.
a) El testimonio de sus escritos
En el Nuevo Testamento aparece el espíritu de
oración, la oración continua, como ley común de los cristianos y condición
existencial de los creyentes. Francisco expone en sus escritos esta misma ley y
condición existencial común y la recomienda casi siempre también con palabras
llenas de sabiduría divina. Así, por ejemplo, en la Regla no bulada
dice: «Todos los hermanos aplíquense a sudar en las buenas obras, porque está
escrito: Haz siempre algo bueno, para que el diablo te encuentre ocupado. Y de
nuevo: La ociosidad es enemiga del alma. Por eso, los siervos de Dios deben
perseverar siempre en la oración o en alguna obra buena» (1 R 7,10-12).
En capítulo 22 de la misma Regla
Francisco nos descubre, con una serie de citas bíblicas, su propia vida
teologal cuando propone: «Hermanos todos, guardémonos mucho de perder o apartar
del Señor nuestra mente y corazón so pretexto de alguna merced u obra o
ayuda... y hagámosle siempre allí habitación y morada a aquel que es Señor Dios
omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo, que dice: Vigilad, pues, orando
en todo tiempo, para que seáis considerados dignos de huir de todos los
males que han de venir, y de estar en pie ante el Hijo del Hombre. Y
cuando estéis de pie para orar decid: Padre nuestro, que estás en el cielo.
Y adorémosle con puro corazón, porque es preciso orar siempre y no
desfallecer; pues el Padre busca tales adoradores. Dios es
espíritu, y los que lo adoran es preciso que lo adoren en espíritu y
verdad» (1 R 22,25.27-31).
Y en el capítulo 23 también de la Regla no
bulada introduce una oración ardiente, que es como una descripción de la
vida franciscana en forma de alabanza: «Por consiguiente, nada deseemos, nada
queramos, nada nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y
Salvador, el solo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien,
verdadero y sumo bien, que es el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce, que
es el solo santo, justo, verdadero, santo y recto... Por consiguiente, que nada
impida, que nada separe, que nada se interponga. En todas partes, en todo
lugar, a toda hora y en todo tiempo, diariamente y de continuo, todos nosotros
creamos verdadera y humildemente, y tengamos en el corazón y amemos, honremos,
adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y ensalcemos
sobremanera, magnifiquemos y demos gracias al altísimo y sumo Dios eterno,
Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas y
salvador de todos los que creen y esperan en él y lo aman...» (1 R 23,9-11).
En la Carta a todos los Fieles existe
también un pasaje donde podemos encontrar expuesta esta misma doctrina con
expresiones casi idénticas.
Estas citas nos revelan la irradiación del don
de sabiduría, gracias al cual Francisco experimentó íntimamente a Dios como
gozo inefable del corazón, que le absorbía por completo en la comunión de la
vida trinitaria.
Por eso no tiene nada de extraño el hecho de
que Francisco haga consistir la bienaventuranza de los limpios de corazón (Mt
5,8) en buscar continuamente, en adorar y contemplar al Señor Dios vivo y
verdadero (Adm 16). Como tampoco es extraño que declare el «desear sobre todas
las cosas tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él
con puro corazón...» (2 R 10,8-9) como la sabiduría suprema, y establezca la
primacía absoluta del espíritu de la santa oración y devoción, «al cual todas
las demás cosas temporales deben servir» (2 R 5,2), como norma fundamental.
[Cf. Selecciones de Franciscanismo,
vol. III, n. 7 (1974) 24-26]
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