domingo, 10 de febrero de 2013

Espíritu y vida de oración de San Francisco (IV y V)


Por Francisco Javier Toppi, OFMCap

Cristo en la vida y oración de san Francisco

En el itinerario de Francisco hacia Dios hay que pasar, en primer lugar, por Cristo, único camino para llegar al Padre (Jn 14,6). Francisco estaba bien convencido de ello y consideraba a Cristo principalmente bajo este aspecto, sobre todo en su oración. Así, y según la costumbre litúrgica vigente hasta entonces, dirigió sus oraciones, las más de las veces, a Dios Padre o a Dios Uno y Trino, y prefirió considerar a Jesucristo como Mediador y Sacerdote que ora en el Cuerpo Místico. Esto puede verse claramente en el Oficio de la Pasión. Su Cristocentrismo, tanto en su oración como en su vida ascética, se enmarca dentro del Teocentrismo Trinitario. Así podemos constatarlo en la siguiente oración suya, que es como un compendio y un itinerario ideal de los hermanos menores:

«Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, danos a nosotros, miserables, hacer por ti mismo lo que sabemos que tú quieres, y siempre querer lo que te place, para que, interiormente purificados, interiormente iluminados y abrasados por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y por sola tu gracia llegar a ti, Altísimo, que, en Trinidad perfecta y en simple Unidad, vives y reinas y eres glorificado, Dios omnipotente, por todos los siglos de los siglos. Amén» (CtaO 50-52).

¡Seguir las huellas de Jesucristo como camino hacia el Padre!, he aquí el efecto de la oración, la obra cumbre del Padre y del Espíritu Santo en nosotros, donde deben confluir la purificación del corazón, la iluminación de la mente y el incendio del amor infuso.

La imitación de Cristo y la observancia del Evangelio, que Francisco eligió y quiso por encima de todo, alcanzan aquí su debido lugar.

Esta elección, hecha por un carisma singular y que arrastraba frecuentemente a Francisco hasta la embriaguez de espíritu (cf. 1 Cel 115), le impulsó a veces a dirigirse directamente a Cristo en la oración, para penetrar más íntimamente los misterios de la Encarnación, Pasión y Eucaristía y predicarlos luego con ardor apostólico.

En atención a la brevedad, omitiremos lo referente a la Natividad y Pasión del Señor, temas bien conocidos, y aludiremos a lo que Francisco escribió y enseñó con su contemplación y su vida sobre el culto eucarístico, que empezaba a desarrollarse entonces, gracias al influjo del Concilio IV de Letrán. Él trató esta materia en las Cartas dirigidas a los Fieles, a toda la Orden, a las Autoridades de los pueblos, a todos los Custodios, a los Clérigos (esta última lleva el título «Sobre la reverencia al Cuerpo del Señor y la limpieza del altar»).

La Virgen María en la vida y oración de Francisco

En su caminar hacia Cristo y en su Teocentrismo Trinitario, san Francisco encuentra a la Virgen María quien, según expresión del Vaticano II, «por su íntima participación en la historia de la salvación reúne en sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe, cuando es anunciada y venerada, atrae a los creyentes a su Hijo, a su sacrificio y al amor del Padre» (Lumen gentium, 65).

Conservamos dos oraciones marianas de san Francisco y ambas brillan por su solidez teológica y su altísima contemplación, pues tratan de la Virgen María insertándola en el misterio de la vida trinitaria, en el misterio de Cristo y de la Iglesia.

Así, en su Saludo a la Virgen María, Francisco contempla dinámicamente el misterio de María en relación con las tres personas divinas: María, elegida por el Padre como por su primer principio y consagrada por el Hijo y el Espíritu Santo. De esta altísima realidad centro-trinitaria brota, como en la historia de la salvación, la Encarnación del Verbo, cuyo receptáculo humano e instrumento creado fue la Virgen María, enriquecida por Dios con dones convenientes, que ella misma recibió y desarrolló activamente.

En la antífona mariana del Oficio de la Pasión, Francisco añade la función mediadora de María cerca de su Hijo.

También los biógrafos nos presentan testimonios explícitos de su devoción mariana. Por ejemplo, en la Vida IIde Celano se nos refiere: «Rodeaba de amor indecible a la Madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad. Le tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana. Pero lo que más alegra es que la constituyó abogada de la Orden y puso bajo sus alas, para que los nutriese y protegiese hasta el fin, a los hijos que estaba a punto de abandonar» (2 Cel 198).

Y bien conocida de todos es igualmente su devoción a la capilla de la Porciúncula, dedicada a Santa María de los Angeles, donde, por los méritos e intercesión de la Virgen, concibió y dio a luz al mundo el espíritu de la verdad evangélica (LM 3,1). Allí contempló y declaró seguir a la que fue compañera inseparable de la pobreza de Cristo, a la Virgen María.

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. III, n. 7 (1974) 28]

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