Por
Francisco Javier Toppi, OFMCap
Cristo en la vida y oración de
san Francisco
En el itinerario de Francisco
hacia Dios hay que pasar, en primer lugar, por Cristo, único camino para llegar
al Padre (Jn 14,6). Francisco estaba bien convencido de ello y consideraba a
Cristo principalmente bajo este aspecto, sobre todo en su oración. Así, y según
la costumbre litúrgica vigente hasta entonces, dirigió sus oraciones, las más
de las veces, a Dios Padre o a Dios Uno y Trino, y prefirió considerar a
Jesucristo como Mediador y Sacerdote que ora en el Cuerpo Místico. Esto puede
verse claramente en el Oficio
de la Pasión. Su Cristocentrismo, tanto en su oración como en su vida
ascética, se enmarca dentro del Teocentrismo Trinitario. Así podemos
constatarlo en la siguiente oración suya, que es como un compendio y un
itinerario ideal de los hermanos menores:
«Omnipotente, eterno, justo y
misericordioso Dios, danos a nosotros, miserables, hacer por ti mismo lo que
sabemos que tú quieres, y siempre querer lo que te place, para que,
interiormente purificados, interiormente iluminados y abrasados por el fuego
del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu amado Hijo, nuestro Señor
Jesucristo, y por sola tu gracia llegar a ti, Altísimo, que, en Trinidad
perfecta y en simple Unidad, vives y reinas y eres glorificado, Dios omnipotente,
por todos los siglos de los siglos. Amén» (CtaO 50-52).
¡Seguir las huellas de
Jesucristo como camino hacia el Padre!, he aquí el efecto de la oración, la
obra cumbre del Padre y del Espíritu Santo en nosotros, donde deben confluir la
purificación del corazón, la iluminación de la mente y el incendio del amor
infuso.
La imitación de Cristo y la
observancia del Evangelio, que Francisco eligió y quiso por encima de todo,
alcanzan aquí su debido lugar.
Esta elección, hecha por un
carisma singular y que arrastraba frecuentemente a Francisco hasta la
embriaguez de espíritu (cf. 1 Cel 115), le impulsó a veces a dirigirse
directamente a Cristo en la oración, para penetrar más íntimamente los
misterios de la Encarnación, Pasión y Eucaristía y predicarlos luego con ardor
apostólico.
En atención a la brevedad,
omitiremos lo referente a la Natividad y Pasión del Señor, temas bien
conocidos, y aludiremos a lo que Francisco escribió y enseñó con su
contemplación y su vida sobre el culto eucarístico, que empezaba a
desarrollarse entonces, gracias al influjo del Concilio IV de Letrán. Él trató
esta materia en las Cartas dirigidas a los Fieles, a toda la Orden, a las
Autoridades de los pueblos, a todos los Custodios, a los Clérigos (esta última
lleva el título «Sobre la reverencia al Cuerpo del Señor y la limpieza del
altar»).
La Virgen María en la vida y
oración de Francisco
En su caminar hacia Cristo y en
su Teocentrismo Trinitario, san Francisco encuentra a la Virgen María quien,
según expresión del Vaticano II, «por su íntima participación en la historia de
la salvación reúne en sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la
fe, cuando es anunciada y venerada, atrae a los creyentes a su Hijo, a su
sacrificio y al amor del Padre» (Lumen gentium, 65).
Conservamos dos oraciones
marianas de san Francisco y ambas brillan por su solidez teológica y su
altísima contemplación, pues tratan de la Virgen María insertándola en el
misterio de la vida trinitaria, en el misterio de Cristo y de la Iglesia.
Así, en su Saludo a la Virgen María,
Francisco contempla dinámicamente el misterio de María en relación con las tres
personas divinas: María, elegida por el Padre como por su primer principio y
consagrada por el Hijo y el Espíritu Santo. De esta altísima realidad
centro-trinitaria brota, como en la historia de la salvación, la Encarnación
del Verbo, cuyo receptáculo humano e instrumento creado fue la Virgen María,
enriquecida por Dios con dones convenientes, que ella misma recibió y
desarrolló activamente.
En la antífona mariana del Oficio de la Pasión, Francisco
añade la función mediadora de María cerca de su Hijo.
También los biógrafos nos
presentan testimonios explícitos de su devoción mariana. Por ejemplo, en la Vida IIde Celano se nos
refiere: «Rodeaba de amor indecible a la Madre de Jesús, por haber hecho
hermano nuestro al Señor de la majestad. Le tributaba peculiares alabanzas, le
multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede
expresar lengua humana. Pero lo que más alegra es que la constituyó abogada de
la Orden y puso bajo sus alas, para que los nutriese y protegiese hasta el fin,
a los hijos que estaba a punto de abandonar» (2 Cel 198).
Y bien conocida de todos es
igualmente su devoción a la capilla de la Porciúncula, dedicada a Santa María
de los Angeles, donde, por los méritos e intercesión de la Virgen, concibió y
dio a luz al mundo el espíritu de la verdad evangélica (LM 3,1). Allí contempló
y declaró seguir a la que fue compañera inseparable de la pobreza de Cristo, a
la Virgen María.
[Cf. Selecciones de Franciscanismo,
vol. III, n. 7 (1974) 28]
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