lunes, 18 de febrero de 2013

La Meditación Franciscana (III, IV)


Por Octaviano Schmucki, OFMCap

«Método» de la oración franciscana (I)

Hablar de método, es decir, de un modo racional de proceder en la práctica de la oración mental de san Francisco, puede parecer, a primera vista, una paradoja, pues ni los Escritos ni los biógrafos ofrecen ocasión alguna para deducir que él siguiera personalmente, o elaborase para otros, un sistema de meditación, como han hecho otros santos. Dicho procedimiento parecería en contradicción con la libertad evangélica a la que siempre se atuvo Francisco. Por «método», así, entre comillas, intento indicar simplemente algunas fases de la oración mental inherentes a la naturaleza humana, que Francisco no pudo descuidar, y que corresponden a su índole humano-religiosa, en lo que de ella conocemos.

Francisco, no obstante referirse a un caso particular, habla de «las cosas que consigo de Dios a fuerza de mucha oración y meditación» (LP 106). El contacto con Dios choca en el corazón del hombre contra la naturaleza sensible, atraída y desviada por muchos otros objetos.

El primer estadio fue el recogimiento. El biógrafo Tomás de Celano nos habla del esfuerzo de Francisco por apartar las distracciones durante la oración. También él tenía que empeñarse a fondo para verse libre de fantasías vanas y espantar las moscas fastidiosas de la distracción, antes de alcanzar una serena e intensa unión de su corazón con Dios. Francisco se sirvió de todos los medios a su alcance para favorecer el proceso de interiorización, por ejemplo, lugares solitarios, casi inaccesibles al hombre, una segunda celda dentro de la normal, con el fin de restringir al máximo el campo visual y el espacio vital, el silencio ambiental, vocal, evangélico y mental.

Otro estadio en el campo del desprendimiento lo constituyó el arrepentimiento de los pecados y negligencias cometidas. El episodio narrado por Celano acerca de la infusa «certeza del perdón de todos sus pecados», acaecido posiblemente en Poggio Bustone, manifiesta la postura típica del santo. La jaculatoria: «¡Oh Dios, sé propicio a mí, pecador!», repetida constantemente en aquella oración, podría indicarnos su costumbre habitual al acercarse a la Santidad infinita de Dios (cf. 1 Cel 26). Este elemento de compunción no sólo se encuentra en el Confiteor de la Carta a toda la Orden, sino incluso en el Cántico del Hermano Sol: «y ningún hombre es digno de hacer de Ti mención».

A todo esto seguía normalmente la consideración de un texto bíblico, o de un misterio divino, o de un acontecimiento o suceso de la jornada. Aunque sus Escritos no nos permiten sacar muchas deducciones al respecto, Francisco debía ser conocedor del procedimiento discursivo, pues no hubiera podido renunciar nunca a su naturaleza marcadamente poética. Por lo demás, falto de una cultura filosófico-teológica en sentido estricto, su procedimiento de meditación discursiva se movía más por asociación de ideas, a partir de ciertas afinidades, que por la lógica del razonamiento. Encontramos ejemplos muy significativos de este proceder en sus Admoniciones, y particularmente en la primera «acerca del Cuerpo de Cristo».

Es probable que esta fase discursiva se redujera e incluso desapareciera por completo, conforme iba progresando en la contemplación mística, pues sabemos que, con el tiempo, cualquier motivo era suficiente para conseguir inmediata y plenamente el diálogo con Dios. El hecho siguiente, transmitido por Celano, nos sirve de ejemplo y documenta esta afirmación: «Entre otras expresiones usuales en la conversación, no podía oír la del "amor de Dios" sin conmoverse hondamente. En efecto, al oír mencionar el amor de Dios, de súbito se excitaba, se impresionaba, se inflamaba, como si la voz que sonaba fuera tocara como un plectro la cuerda íntima del corazón... Solía decir: "Tenemos que amar mucho el amor del que nos ha amado mucho"» (2 Cel 196).

Como ha destacado muy bien el padre E. Grau, la devoción particular de Francisco al «Amor de Dios» no se refiere al amor que nosotros tenemos a Dios, sino al amor que Dios nos tiene. Si bien Francisco exhorta con frecuencia a amar a Dios con todas las fuerzas, comprende que los esfuerzos humanos son infinitamente inadecuados para alcanzar las exigencias de la meta propuesta. El hombre no debe presumir nunca de haber progresado suficientemente en el camino del amor, o de poseerlo sin más, como un fin conseguido. Como demuestra claramente la última frase citada, ejemplo típico de un pensamiento que él acostumbraba saborear noches enteras, era la condescendencia del amor divino, manifestada en la historia de la salvación, lo que le colmaba de alegría y admiración indecibles.

«Método» de la oración franciscana (II)

Basándonos en lo que conocemos de Francisco se puede afirmar, sin miedo a errar, que su oración contemplativa fue eminentemente afectiva. Sin preocuparse de conclusiones lógicas o de elegancia lingüística, acumulaba una serie interminable de atributos y adjetivos con los cuales alababa, adoraba, daba gracias e invocaba a Dios.

No hay duda de que las oraciones del santo contenidas en sus Escritos son, de manera especial, testimonios de su contemplación. Esta es la razón por la cual nos es posible captar los afectos o alusiones dominantes de su diálogo interior con Dios. Las notas dominantes de su oración fueron: adoración reverente, alabanza extasiada y conmovida acción de gracias, mientras que la petición, cuyo objeto eran siempre gracias espirituales, ocupaba un segundo lugar.

Creo oportuno citar aquí una de sus oraciones, para hacernos una idea más concreta de lo que estoy diciendo. Al final de la Carta a toda la Orden se lee: «Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, danos a nosotros, miserables, hacer por ti mismo lo que sabemos que tú quieres, y siempre querer lo que te place, para que, interiormente purificados, interiormente iluminados y abrasados por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y por sola tu gracia llegar a ti, Altísimo, que, en Trinidad perfecta y en simple Unidad, vives y reinas y eres glorificado, Dios omnipotente, por todos los siglos de los siglos. Amén» (CtaO 50-52).

El objeto principal de esta petición, dirigida a Dios Padre, es el ideal mismo de la vida menor: seguir lo más generosamente posible las huellas de Cristo, la vida evangélica, vivida hasta sus últimas consecuencias, a la luz iluminadora del Espíritu Santo. De su forma de conversar con Dios se evidencia, además, el carácter eminentemente teologal de su oración. Francisco abre el corazón y el centro de su persona a Dios omnipotente y misericordioso, en un arrojo de fe, de esperanza y de caridad. Conviene destacar también otra característica de la oración de Francisco: su ilimitada humildad, indicada aquí con la invocación «danos a nosotros, miserables». Comparado con la grandeza y santidad infinitas de Dios, no puede menos de considerarse un gusano, una nulidad absoluta. Es su vivencia de la minoridad en la oración.

Se podría comparar a Francisco en diálogo con Dios con un experto organista, que consigue expresar con el teclado y los registros lo que vive y siente interiormente. Determinados acordes y motivos se repiten siempre, pero sin cansar a quienes escuchan el concierto. Así, Francisco, verdadero artista del espíritu, maneja, a impulsos de la gracia, una variada gama de actos y afectos en los cuales se revela y se encarna su amor.En la oración del santo, ya desde el comienzo de su conversión, se daba innato el carácter místico-experimental. La dulzura divina lo asombraba de tal modo, que el contacto con Dios se convertía en experiencia pasiva más que fruto de sus esfuerzos. Con el avanzar de sus ascensiones espirituales, esta característica sobresale cada vez más, sin anular por ello su libertad, ni disminuir su empeño personal. 

Con el tiempo, su oración se simplificó progresivamente hasta reducirse a una visión prolongada y estática de Dios y sus misterios. Esto mismo parece que quiera afirmar el biógrafo cuando escribe que, en el Alverna, con «la continua oración y frecuente contemplación», había conseguido «la divina familiaridad» (1 Cel 91). Sin pretenderlo, Francisco revela también un rasgo suyo biográfico cuando habla en la primeraAdmonición de un «contemplar con ojos espirituales», al modo de los Apóstoles, los cuales, a través de la humanidad santísima de Cristo, llegaron a la fe en su naturaleza divina. Una vez alcanzada esta situación sublime, la oración mental se transforma en contemplación mística. Los ojos de la fe, iluminados por el Espíritu Santo, penetran a través del velo del misterio y admiran por un instante, con desbordante alegría, lo que Dios se ha dignado manifestar de sí.

Queda por resaltar un último estadio, típico de la meditación de san Francisco: el impulso que sacó de ella para su vida. Francisco se sentía impulsado a encarnar en su propia vida las inspiraciones divinas recibidas en la oración. Dice en el Testamento: «Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me ensañaba qué debería hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo hice que se escribiera en pocas palabras y sencillamente, y el señor Papa me lo confirmó» (Test 14-15).

Para Francisco, por tanto, el encuentro con Dios en la oración no fue solamente una práctica piadosa con finalidad en sí misma, sino una continua interdependencia entre el orar y el actuar, que constituían en él una unidad indisoluble, en virtud de la cual la oración se convertía en acción y la vida en oración.

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. III, n. 7 (1974) 45-48]

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