Por
Octaviano Schmucki, OFMCap
«Método» de la oración
franciscana (I)
Hablar de método, es decir, de
un modo racional de proceder en la práctica de la oración mental de san
Francisco, puede parecer, a primera vista, una paradoja, pues ni los Escritos ni los biógrafos ofrecen ocasión
alguna para deducir que él siguiera personalmente, o elaborase para otros, un
sistema de meditación, como han hecho otros santos. Dicho procedimiento
parecería en contradicción con la libertad evangélica a la que siempre se atuvo
Francisco. Por «método», así, entre comillas, intento indicar simplemente
algunas fases de la oración mental inherentes a la naturaleza humana, que
Francisco no pudo descuidar, y que corresponden a su índole humano-religiosa,
en lo que de ella conocemos.
Francisco, no obstante
referirse a un caso particular, habla de «las cosas que consigo de Dios a fuerza de mucha oración y
meditación» (LP 106). El contacto con Dios choca en el corazón del hombre
contra la naturaleza sensible, atraída y desviada por muchos otros objetos.
El primer estadio fue el
recogimiento. El biógrafo Tomás de Celano nos habla del esfuerzo de Francisco
por apartar las distracciones durante la oración. También él tenía que
empeñarse a fondo para verse libre de fantasías vanas y espantar las moscas
fastidiosas de la distracción, antes de alcanzar una serena e intensa unión de
su corazón con Dios. Francisco se sirvió de todos los medios a su alcance para
favorecer el proceso de interiorización, por ejemplo, lugares solitarios, casi
inaccesibles al hombre, una segunda celda dentro de la normal, con el fin de
restringir al máximo el campo visual y el espacio vital, el silencio ambiental,
vocal, evangélico y mental.
Otro estadio en el campo del
desprendimiento lo constituyó el arrepentimiento de los pecados y negligencias
cometidas. El episodio narrado por Celano acerca de la infusa «certeza del
perdón de todos sus pecados», acaecido posiblemente en Poggio Bustone,
manifiesta la postura típica del santo. La jaculatoria: «¡Oh Dios, sé propicio a mí,
pecador!», repetida constantemente en aquella oración, podría indicarnos su
costumbre habitual al acercarse a la Santidad infinita de Dios (cf. 1 Cel 26).
Este elemento de compunción no sólo se encuentra en el Confiteor de la Carta a toda la Orden, sino
incluso en el Cántico del
Hermano Sol: «y ningún hombre es digno de hacer de Ti mención».
A todo esto seguía normalmente
la consideración de un texto bíblico, o de un misterio divino, o de un
acontecimiento o suceso de la jornada. Aunque sus Escritos no nos permiten sacar muchas
deducciones al respecto, Francisco debía ser conocedor del procedimiento
discursivo, pues no hubiera podido renunciar nunca a su naturaleza marcadamente
poética. Por lo demás, falto de una cultura filosófico-teológica en sentido
estricto, su procedimiento de meditación discursiva se movía más por asociación
de ideas, a partir de ciertas afinidades, que por la lógica del razonamiento.
Encontramos ejemplos muy significativos de este proceder en sus Admoniciones, y particularmente
en la primera «acerca del Cuerpo de Cristo».
Es probable que esta fase
discursiva se redujera e incluso desapareciera por completo, conforme iba
progresando en la contemplación mística, pues sabemos que, con el tiempo,
cualquier motivo era suficiente para conseguir inmediata y plenamente el
diálogo con Dios. El hecho siguiente, transmitido por Celano, nos sirve de
ejemplo y documenta esta afirmación: «Entre otras expresiones usuales en la
conversación, no podía oír la del "amor de Dios" sin conmoverse
hondamente. En efecto, al oír mencionar el amor de Dios, de súbito se excitaba,
se impresionaba, se inflamaba, como si la voz que sonaba fuera tocara como un
plectro la cuerda íntima del corazón... Solía decir: "Tenemos que amar
mucho el amor del que nos ha amado mucho"» (2 Cel 196).
Como ha destacado muy bien el
padre E. Grau, la devoción particular de Francisco al «Amor de Dios» no se
refiere al amor que nosotros tenemos a Dios, sino al amor que Dios nos tiene.
Si bien Francisco exhorta con frecuencia a amar a Dios con todas las fuerzas,
comprende que los esfuerzos humanos son infinitamente inadecuados para alcanzar
las exigencias de la meta propuesta. El hombre no debe presumir nunca de haber
progresado suficientemente en el camino del amor, o de poseerlo sin más, como
un fin conseguido. Como demuestra claramente la última frase citada, ejemplo
típico de un pensamiento que él acostumbraba saborear noches enteras, era la
condescendencia del amor divino, manifestada en la historia de la salvación, lo
que le colmaba de alegría y admiración indecibles.
«Método» de
la oración franciscana (II)
Basándonos en lo
que conocemos de Francisco se puede afirmar, sin miedo a errar, que su oración
contemplativa fue eminentemente afectiva. Sin preocuparse de conclusiones
lógicas o de elegancia lingüística, acumulaba una serie interminable de
atributos y adjetivos con los cuales alababa, adoraba, daba gracias e invocaba
a Dios.
No hay duda de que
las oraciones del santo contenidas en sus Escritos son, de manera especial, testimonios
de su contemplación. Esta es la razón por la cual nos es posible captar los
afectos o alusiones dominantes de su diálogo interior con Dios. Las notas
dominantes de su oración fueron: adoración reverente, alabanza extasiada y
conmovida acción de gracias, mientras que la petición, cuyo objeto eran siempre
gracias espirituales, ocupaba un segundo lugar.
Creo oportuno citar
aquí una de sus oraciones, para hacernos una idea más concreta de lo que estoy
diciendo. Al final de la Carta
a toda la Orden se lee:
«Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, danos a nosotros,
miserables, hacer por ti mismo lo que sabemos que tú quieres, y siempre querer
lo que te place, para que, interiormente purificados, interiormente iluminados
y abrasados por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu
amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y por sola tu gracia llegar a ti,
Altísimo, que, en Trinidad perfecta y en simple Unidad, vives y reinas y eres
glorificado, Dios omnipotente, por todos los siglos de los siglos. Amén» (CtaO
50-52).
El objeto principal
de esta petición, dirigida a Dios Padre, es el ideal mismo de la vida menor:
seguir lo más generosamente posible las huellas de Cristo, la vida evangélica,
vivida hasta sus últimas consecuencias, a la luz iluminadora del Espíritu
Santo. De su forma de conversar con Dios se evidencia, además, el carácter
eminentemente teologal de su oración. Francisco abre el corazón y el centro de
su persona a Dios omnipotente y misericordioso, en un arrojo de fe, de
esperanza y de caridad. Conviene destacar también otra característica de la
oración de Francisco: su ilimitada humildad, indicada aquí con la invocación
«danos a nosotros, miserables». Comparado con la grandeza y santidad infinitas
de Dios, no puede menos de considerarse un gusano, una nulidad absoluta. Es su
vivencia de la minoridad en la oración.
Se podría comparar
a Francisco en diálogo con Dios con un experto organista, que consigue expresar
con el teclado y los registros lo que vive y siente interiormente. Determinados
acordes y motivos se repiten siempre, pero sin cansar a quienes escuchan el
concierto. Así, Francisco, verdadero artista del espíritu, maneja, a impulsos
de la gracia, una variada gama de actos y afectos en los cuales se revela y se
encarna su amor.En la oración del
santo, ya desde el comienzo de su conversión, se daba innato el carácter
místico-experimental. La dulzura divina lo asombraba de tal modo, que el
contacto con Dios se convertía en experiencia pasiva más que fruto de sus
esfuerzos. Con el avanzar de sus ascensiones espirituales, esta característica
sobresale cada vez más, sin anular por ello su libertad, ni disminuir su empeño
personal.
Con el tiempo, su oración se simplificó progresivamente hasta
reducirse a una visión prolongada y estática de Dios y sus misterios. Esto
mismo parece que quiera afirmar el biógrafo cuando escribe que, en el Alverna,
con «la continua oración y frecuente contemplación», había conseguido «la
divina familiaridad» (1 Cel 91). Sin pretenderlo, Francisco revela también un
rasgo suyo biográfico cuando habla en la primeraAdmonición de un «contemplar con ojos
espirituales», al modo de los Apóstoles, los cuales, a través de la humanidad
santísima de Cristo, llegaron a la fe en su naturaleza divina. Una vez
alcanzada esta situación sublime, la oración mental se transforma en
contemplación mística. Los ojos de la fe, iluminados por el Espíritu Santo,
penetran a través del velo del misterio y admiran por un instante, con
desbordante alegría, lo que Dios se ha dignado manifestar de sí.
Queda por resaltar
un último estadio, típico de la meditación de san Francisco: el impulso que
sacó de ella para su vida. Francisco se sentía impulsado a encarnar en su
propia vida las inspiraciones divinas recibidas en la oración. Dice en el Testamento: «Y después que el
Señor me dio hermanos, nadie me ensañaba qué debería hacer, sino que el
Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio.
Y yo hice que se escribiera en pocas palabras y sencillamente, y el señor Papa
me lo confirmó» (Test 14-15).
Para Francisco, por
tanto, el encuentro con Dios en la oración no fue solamente una práctica
piadosa con finalidad en sí misma, sino una continua interdependencia entre el
orar y el actuar, que constituían en él una unidad indisoluble, en virtud de la
cual la oración se convertía en acción y la vida en oración.
[Cf. Selecciones de Franciscanismo,
vol. III, n. 7 (1974) 45-48]
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