Por
Francisco Javier Toppi, OFMCap
b)
Testimonios biográficos
Referimos
únicamente algunos testimonios de tipo general. Así, en la Vida I de Celano, encontramos la siguiente
descripción: «Su puerto segurísimo era la oración; pero no una oración fugaz,
ni vacía, ni presuntuosa, sino una oración prolongada, colmada de devoción y
tranquilidad en la humildad. Podía comenzarla al anochecer y con dificultad la
habría terminado a la mañana; fuese de camino o estuviese quieto, comiendo o
bebiendo, siempre estaba entregado a la oración» (1 Cel 71).
Y
en la Vida II de Tomás de Celano se dice: «El varón
de Dios Francisco, ausente del Señor en el cuerpo, se esforzaba por estar
presente en el espíritu en el cielo; y al que se había hecho ya conciudadano de
los ángeles, le separaba sólo el muro de la carne. Con toda el alma anhelaba
con ansia a su Cristo; a éste se consagraba todo él, no sólo en el corazón,
sino en el cuerpo. Como testigos presenciales y en cuanto es posible comunicar
esto a los humanos, relatamos las maravillas de su oración, para que las imiten
los que han de venir. Convertía todo su tiempo en ocio santo, para que la
sabiduría le fuera penetrando en el alma, pareciéndole retroceder si no veía
que adelantaba a cada paso. Si sobrevenían visitas de seglares u otros
quehaceres, corría de nuevo al recogimiento, interrumpiéndolos sin esperar a
que terminasen. El mundo ya no tenía goces para él, sustentado con las dulzuras
del cielo; y los placeres de Dios lo habían hecho demasiado delicado para gozar
con los groseros placeres de los hombres» (2 Cel 94).
Adviértase
en una y otra cita la carga escatológica de la oración -tan sólo el muro de la
carne separa la tierra del cielo-, el deseo de Dios, que arrebata en Cristo el
corazón y el cuerpo todo de Francisco y, por último, el santo ocio, la
contemplación mediante la cual se graba la divina sabiduría, como en una tabla,
en el corazón del hombre (cf. también LM 10,1).
Es
imposible sondear el secreto inefable de la oración personal de Francisco; con
todo, no puede pasarse por alto el siguiente testimonio de Celano, que es como
un esfuerzo supremo de revelar y penetrar en el santuario de este intercambio divino
entre Francisco y Dios: «Cuando oraba en selvas y soledades, llenaba de gemidos
los bosques, bañaba el suelo en lágrimas, se golpeaba el pecho con la mano, y
allí -como quien ha encontrado un santuario más recóndito- hablaba muchas veces
con su Señor. Allí respondía al Juez, oraba al Padre, conversaba con el Amigo,
se deleitaba con el Esposo. Y, en efecto, para convertir en formas múltiples de
holocausto las intimidades todas más ricas de su corazón, reducía a suma
simplicidad lo que a los ojos se presentaba múltiple. Rumiaba muchas veces en
su interior sin mover los labios, e, interiorizando todo lo externo, elevaba su
espíritu a los cielos. Así, hecho todo él no ya sólo orante, sino oración (totus non tam orans quam totus
oratio factus), enderezaba todo en él -mirada interior y afectos- hacia lo
único que buscaba en el Señor» (2
Cel 95).
Con
esta expresión lapidaria, que describe a Francisco transfigurado por completo y
convertido en una oración viviente y personificada, el espíritu de oración se
presenta a los hermanos menores como un problema resuelto y diáfano como la
luz: no sólo hay que orar, hay que orar siempre, sin interrupción, pues la
oración constituye el principio supremo de nuestra vida.
Itinerario de san Francisco
hacia Dios
Enriquecido con los dones del
Espíritu Santo, Francisco experimentó sensiblemente la suma Bondad y
Trascendencia divinas y supo plasmarlas en una vida de oración imbuida de ardor
seráfico, sentido de adoración, de alabanza y de acción de gracias.
Los dones, sobre todo el de
sabiduría y el de piedad, prendieron en Francisco el fuego del amor, por lo
cual se le conoce y designa con el apelativo de Seráfico (cf. LM 9,1).
Son muy significativas, a este
propósito, dos oraciones típicas de san Francisco: las Alabanzas del Dios Altísimo y la Exhortación
a la alabanza de Dios, al igual que el Cántico
del hermano Sol. Francisco quería que los hermanos, cuando fueran por el
mundo, lo cantaran como medio de apostolado. Como juglares del Señor, debían
alabar a Dios e invitar a los hombres a que le alabaran (cf. LP 83; EP 101).
Según Francisco, la
trascendencia divina y, por tanto, la santidad perfecta y la majestad altísima
de Dios mueven al hombre a la compunción del corazón, a la humildad, al
anonadamiento de sí mismo ante Dios, y conducen de raíz a la pobreza evangélica
de espíritu.
Francisco indica también otro
aspecto, existencialmente necesario, del itinerario hacia Dios: la compunción
del corazón. Escribe Celano en la Vida
I: «En cierta ocasión,
admirando la misericordia del Señor en tantos beneficios como le había
concedido y deseando que Dios le mostrase cómo habían de proceder en su vida él
y los suyos, se retiró a un lugar de oración, según lo hacía muchísimas veces.
Como permaneciese allí largo tiempo con temor y temblor ante el Señor de toda
la tierra, reflexionando con amargura de alma sobre los años malgastados y
repitiendo muchas veces aquellas palabras: ¡Oh
Dios, sé propicio a mí, pecador!, comenzó a derramarse poco a poco en lo
íntimo de su corazón una indecible alegría e inmensa dulcedumbre» (1 Cel 26).
Y en el Prólogo de la Leyenda Mayor, san Buenaventura
señalará la compunción del corazón como misión específica de san Francisco.
Este decía, en efecto, que «cuantos se afanan por la vida de perfección deben
todos los días purificarse en el baño de las lágrimas» (LM 5,8), y escribía:
«... a todos los que Dios predestinó a la vida eterna (cf. Hch 13,48), los
instruye con el aguijón de los azotes y enfermedades y con el espíritu de
compunción» (1 R 10,3).
Aquí podemos vislumbrar, con
todas sus consecuencias, el misterio de la cruz, que es conocido generalmente como
el carisma peculiar del Pobrecillo. Y se entrevé, al mismo tiempo, otro signo
de fe, la compunción de los pecados.
[Cf. Selecciones de Franciscanismo,
vol. III, n. 7 (1974) 26-27]
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