Por
Octaviano Schmucki, OFMCap
Frutos de la meditación
franciscana
El estímulo a obrar es
para Francisco el fruto principal de la oración. No es éste, sin embargo, su
único fruto. Las fuentes antiguas destacan también otros efectos específicos.
Así, Celano y, más tarde, san Buenaventura resaltan las sorprendentes sutilezas
del santo en penetrar e interpretar la Sagrada Escritura, no obstante carecer
de formación exegética. El Seráfico Doctor observa: «El incesante ejercicio de
la oración, unido a la continua práctica de la virtud, había conducido al varón
de Dios a tal limpidez y serenidad de mente, que -a pesar de no haber
adquirido, por adoctrinamiento humano, conocimiento de las sagradas letras-,
iluminado con los resplandores de la luz eterna, llegaba a sondear, con
admirable agudeza de entendimiento, las profundidades de las Escrituras.
Efectivamente, su ingenio, limpio de toda mancha, penetraba los más ocultos
misterios, y allí donde no alcanza la ciencia de los maestros, se adentraba el
afecto del amante» (LM 11,1).
Del contacto continuo con
la palabra divina en la oración personal, Francisco sacó, además, una eficacia
extraordinaria para evangelizar al pueblo cristiano. «Aquella su seguridad en
la predicación procedía de la pureza de su espíritu, y, aunque improvisara,
decía cosas admirables e inauditas para todos» (1 Cel 72).
San Francisco preparó la
redacción de la Regla definitiva en la soledad de
Fontecolombo, con ayunos y oraciones prolongadas. Respecto al discutido
problema de la pobreza, en concreto, anota el Compilador: «Hizo también
escribir en la Regla muchas cosas que pedía al Señor en asidua oración y
meditación para utilidad de la Religión, afirmando que ésa era la absoluta
voluntad del Señor» (LP 101). Se puede afirmar que la Regla, códice
fundamental de la vida del hermano menor, es un fruto exquisito de la oración
de Francisco.
La misma fuente nos
informa que, antes de componer el Cántico del Hermano Sol como
acción de gracias por la promesa de la gloria celestial, Francisco, «se sentó,
se concentró un momento y empezó a decir: "Altísimo, omnipotente, buen
Señor..."» (LP 83).
En Francisco se dan
también frutos estrictamente personales, atribuidos por sus biógrafos a la
oración, por ejemplo, la dulzura y alegría mística. Aludiendo a esto escribe
Celano: «Y ¿acertarías tú a imaginar de cuánta dulzura estaba transido quien
así estaba habituado? Él sí lo supo; yo no sé otra cosa si no es admirar. Lo
sabrá el que lo experimenta; no se les da el saber a los inexpertos» (2 Cel
95).
El mismo biógrafo cuenta
que, habiéndose retirado el santo en cierta ocasión a un lugar solitario
-probablemente Poggio Bustone- y habiendo pedido con insistencia el perdón de
los pecados cometidos en la juventud: «comenzó a derramarse poco a poco en lo
íntimo de su corazón una indecible alegría e inmensa dulcedumbre» (1 Cel 26).
A la luz de todo lo dicho
se comprende la inmensa riqueza de contenido autobiográfico, cuando Francisco
en sus Alabanzas del Dios altísimo, incluidas en el papel que dio a
fray León, invoca al «Señor Dios» con las expresiones: «Tú eres amor, caridad.
Tú eres sabiduría... Tú eres seguridad. Tú eres quietud. Tú eres gozo,
esperanza y alegría... Tú eres toda nuestra dulzura...».
Francisco no fue un
innovador en el campo de la meditación, pues se inspiró en la mejor tradición
monástico-eremítica anterior, si bien supo darle la impronta inconfundible de
su sensibilidad acentuadamente poética. Es evidente también su admirable
simplicidad que, sin negar las leyes psicológicas en la relación con Dios por
medio de la oración, no se ata nunca a esquemas fijos o métodos inmutables,
sino que se atiene a la gracia del momento. Hay que notar, sin embargo, su
insistencia en rodearse de condiciones externas que facilitan el contacto con
Dios. Sobresale, además, el anhelo místico y el carácter eminentemente
sapiencia de su oración. Su meditación es, ante todo, un conversar confiado y
afectuoso, de tú a tú, con Dios «altísimo, omnipotente y buen Señor». Por todo
ello no se vio en la obligación de fijar, ni para sí ni para los demás, tiempos
mínimos cotidianos señalados para la oración mental, dado que el libre empeño
que le ocupaba la mayor parte de su tiempo, de día y de noche, no conocía
horarios.
[Cf. Selecciones
de Franciscanismo, vol. III, núm. 7 (1974) 49-50]
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