Por Octaviano Schmucki, OFMCap
Naturaleza de la
meditación franciscana
Ante todo, hemos de
constatar el hecho innegable de que Francisco, ya desde los inicios de su
conversión, se dedicaba con frecuencia y prolongadamente a la oración mental. A
su regreso de Espoleto, cuando aún vivía en casa de su padre, encontrándose en
cierta ocasión con sus compañeros de fiestas, experimentó de repente la dulzura
divina: «Y sucedió que súbitamente lo visitara el Señor, y su corazón quedó tan
lleno de dulzura, que ni podía hablar, ni moverse, ni era capaz de sentir ni de
percibir nada, fuera de aquella dulcedumbre. Y quedó de tal suerte enajenado de
los sentidos, que, como él dijo más tarde, aunque lo hubieran partido en
pedazos, no se hubiera podido mover del lugar» (TC 7).
Y añade la misma
fuente: «Desde aquel momento..., apartándose poco a poco del bullicio del
siglo, se afanaba por ocultar a Jesucristo en su interior, y... se retiraba frecuentemente
y casi a diario a orar en secreto. A ello le instaba, en cierta manera, aquella
dulzura que había pregustado, y que lo visitaba con frecuencia y, estando en
plazas u otros lugares, lo arrastraba a la oración» (TC 8).
Notemos ya desde
ahora el concepto maravilloso que Francisco tenía de la oración: con ella
acogía en su interior a Jesucristo. El lector podrá advertir también el nexo
existente entre la gracia mística al sentir la irresistible dulzura divina y la
predilección por la oración en el recogimiento. En este sentido, meditar
significa gustar de la dulzura de Dios presente en nosotros.
Es interesante
recordar otro pasaje de la Leyenda de los Tres Compañeros, que se
refiere también a este primer período: «Transformado hacia el bien después de
su visita a los leprosos, decía a un compañero suyo, al que amaba con
predilección y a quien llevaba consigo a lugares apartados, que había
encontrado un tesoro grande y precioso. Lleno de alegría este buen hombre, iba
de buen grado con Francisco cuantas veces éste lo llamaba. Francisco lo llevaba
muchas veces a una cueva cerca de Asís, y, dejando afuera al compañero que
tanto anhelaba poseer el tesoro, entraba él solo; y, penetrado de nuevo y
especial espíritu, suplicaba en secreto al Padre, deseando que nadie supiera lo
que hacía allí dentro, sino sólo Dios, a quien consultaba asiduamente sobre el
tesoro celestial que había de poseer» (TC 12).
Dadas las
circunstancias de vida en las que se encontraba entonces, Francisco oró
insistentemente y de forma particular para que la bondad paternal de Dios le
revelase el camino a seguir en el futuro.
Por su parte, san
Buenaventura nos refiere cómo se ejercitaba la primitiva fraternidad en la
práctica de la oración: «Se entregaban allí [en el tugurio de Rivotorto] de
continuo a las preces divinas, siendo su oración devota más bien mental que
vocal, debido a que todavía no tenían libros litúrgicos para poder cantar las
horas canónicas. Pero en su lugar repasaban día y noche con mirada continua el
libro de la cruz de Cristo, instruidos con el ejemplo y la palabra de su Padre,
que sin cesar les hablaba de la cruz de Cristo» (LM 4,3).
Significativo
resulta el concepto de oración, tal como se transparenta en algunos textos de
los Escritos. En un fragmento de la Primera Regla, Francisco
percibe la oración en el hecho de que «el hombre dirija la mente y el corazón a
Dios» y advierte el peligro de que «nuestra mente y nuestro corazón se aparten
del Señor» (cf. 1 R 22,25-26). Nos hallamos ante una intuición espiritual muy
profunda. La oración digna de este nombre no puede agotarse en una retahíla de
palabras sin participación del espíritu, «como hacen los paganos, que se
figuran que por su palabrería van a ser escuchados» (Mt 6,7), o en la reflexión
teórica sobre Dios, ni siquiera en un afecto piadoso pasajero. Por el
contrario, orar es el encuentro personal del hombre con Dios al nivel de
aquella profundidad del alma que los místicos llaman «ápice de la mente»,
«hondón del alma» o, con palabras más accesibles a la mentalidad moderna,
centro de la personalidad humana.
Llegados a este
punto, hemos de tener presente el hecho de que Francisco vivió de manera
sorprendente el misterio de la Santísima Trinidad. «Y hagámosle siempre allí
[en el corazón y la mente] habitación y morada a aquél que es Señor Dios
omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (1 R 22,27). Por ser el centro de
nuestra persona y el lugar donde se da cita y se realiza el encuentro del
hombre con Dios Trino, Francisco se esforzaba en que su oración mental estuviera
unida a una búsqueda continua de soledad. Pretendía con ello crear un clima más
favorable para penetrar en dicha profundidad y encontrar en su corazón a Aquel
a quien alaba.
[Cf. Selecciones
de Franciscanismo, vol. III, n. 7 (1974) 41-43]
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