Por Francisco Javier Toppi, OFMCap
La oración personal
Veamos cómo Francisco enseñaba a orar a sus
hermanos, a quienes enviaba por el mundo y, al mismo tiempo, quería que fueran
eremitas: «En el nombre del Señor, id de dos en dos en compostura y, sobre
todo, en silencio, orando al Señor en vuestros corazones desde la mañana hasta
después de tercia. Evitad las palabras ociosas o inútiles, pues, aunque vayáis
de camino, vuestro comportamiento debe ser tan digno como cuando estáis en el
eremitorio o en la celda. Pues dondequiera que estemos o a dondequiera que
vayamos, llevamos nuestra celda con nosotros; nuestra celda, en efecto, es el
hermano cuerpo, y nuestra alma es el ermitaño, que habita en ella para orar a
Dios y para meditar. Si nuestra alma no goza de la quietud y soledad en su
celda, de poco le sirve al religioso habitar en una celda fabricada por mano
del hombre» (LP 108; EP 65).
Francisco se revela aquí como maestro,
enseñándonos el modo de compaginar el espíritu de oración y la misma oración
con la vida itinerante por el mundo. Para ello se apoyaba, sin duda, en su
experiencia personal, que le hacía percibir la inhabitación de Dios Uno y Trino
en la celda de su cuerpo. En el capítulo 17 de laRegla no bulada escribe: «Mas en la santa caridad que
es Dios, ruego a todos los hermanos, tanto los ministros como los otros, que,
removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor
modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón
limpio y mente pura, que es lo que él busca sobre todas las cosas; y hagámosle
siempre allí habitación y morada a aquel que es Señor Dios omnipotente, Padre e
Hijo y Espíritu Santo» (1 R 17,26-27).
Y en la Carta
a todos los Fieles dice: «Y
sobre todos ellos y ellas, mientras hagan tales cosas y perseveren hasta el
fin, descansará el espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y
serán hijos del Padre celestial, cuyas obras hacen. Y son esposos, hermanos y
madres de nuestro Señor Jesucristo» (2CtaF 48-50).
Está pues claro que, en la mente de
Francisco, el secreto de la oración personal reside en la inhabitación de la
Santísima Trinidad en el alma por medio de la gracia. En esto radica la esencia
de la vida cristiana. Francisco enseña que esta vida con Dios, en comunión de
vida con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, constituye la vida de oración
auténtica y continua, íntima y operante, la razón misma de la vida y gracia
suprema para el religioso, que «basa su consagración en la consagración del
bautismo y la debe expresar más plenamente» (Perfectae caritatis, 5).
Imbuido de esta conciencia, según dice san
Buenaventura, san Francisco «afirmaba rotundamente que el religioso debe
desear, por encima de todas las cosas, la gracia de la oración; y, convencido
de que sin la oración nadie puede progresar en el servicio divino, exhortaba a
los hermanos, con todos los medios posibles, a que se dedicaran a su ejercicio.
Y en cuanto a él se refiere, cabe decir que ora caminase o estuviese sentado,
lo mismo en casa que afuera, ya trabajase o descansase, de tal modo estaba entregado
a la oración, que parecía consagrar a la misma no sólo su corazón y su cuerpo,
sino hasta toda su actividad y todo su tiempo» (LM 10,1).
Francisco llegó a esta oración continua y
absorbente -sin olvidar lo que dijimos al principio acerca de la moción del
Espíritu Santo- a través de la Sagrada Escritura, mediante la consideración de
la presencia de Dios en su alma y en todas las criaturas, y todo ello «a fuerza de mucha oración y
meditación» (LP 106). No hay
que olvidarlo, Francisco fue constante y tenaz en la «tarea de la oración y
meditación». Bien es verdad que ya desde el principio los dones del Espíritu
Santo le confirieron la gracia de la oración pasiva; con todo, esto no fue una
cosa permanente, ni podía serlo, como es ley común en la teología espiritual.
Su primer biógrafo hace alusión a esta lucha cuando, hablando de la prolongada
oración que hacía poco después de su conversión en la cueva cercana a Asís,
concluye con estas palabras: «Cuando salía fuera, donde su compañero, se
encontrabatan agotado por el esfuerzo, que uno era el que entraba y
parecía otro el que salía» (1 Cel 6; cf. 2 Cel 37). Puede afirmarse, sin género
de dudas, que Francisco sufrió lo que los místicos denominan la noche de los
sentidos y del espíritu.
El retiro de la soledad, a donde
constantemente se dirigió el Poverello como a un profundo respiro de su
corazón, se basa, entre otras cosas, en esta dura ascesis para la oración y la
contemplación personal.
Francisco, con su ejemplo y su magisterio,
nos ayuda a profundizar y a vivir la oración dominical, nos muestra el camino
para la oración mental, nos descubre cuáles son los puntos básicos en la
oración: la adoración, la alabanza, la acción de gracias y la compunción, la
humillación y el llanto ante el Señor crucificado. Nos enseña a leer la Sagrada
Escritura meditada con espíritu de oración, la contemplación sapiencial del
Creador en las criaturas, nos instruye en la oración afectiva, característica
de la espiritualidad franciscana y método constante de nuestra tradición, que conduce
a la oración de simplicidad, de quietud y a la misma contemplación infusa,
punto culminante del itinerario espiritual franciscano y, en particular,
capuchino.
Unidad entre la vida de oración y la vida
apostólica
Por este camino de la oración personal, y
solamente por él, llegaremos a la vida apostólica, vocación propia y completa
de los hermanos menores. No es ya tiempo de restablecer oposición, ni de
entablar polémicas entre la vida de oración y la vida activa. El Vaticano II lo
excluye explícitamente y nos manda volver a la unidad de la vida apostólica,
que viene a ser la síntesis de la oración y de la acción (cf. Perfectae caritatis, 5 y 8).
Con todo, en la práctica permanece el
problema de cómo armonizar la oración y la acción, problema ya advertido por
Francisco y que él solucionó con su propósito primordial y supremo de imitar a
Cristo (cf. LM 12,1).
Siguiendo, pues, el ejemplo de Cristo,
Francisco combinó al mismo tiempo la oración continua con el ardor apostólico,
haciendo que se reanimaran mutuamente. Revestir, imitar, vivir a Cristo
equivale para Francisco a dedicarse sin descanso a la contemplación y a
entregar su vida por los hermanos. Esto es lo que nos enseña Francisco. Y el
Vaticano II nos dice: «Por tanto, los presbíteros conseguirán la unidad de su
vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en el don
de sí mismos por el rebaño que les ha sido confiado... Pero esto no puede
lograrse si los sacerdotes mismos no penetran, por la oración, cada vez más
íntimamente en el misterio de Cristo» (Presbyterorum Ordinis, 14).
Al Concilio le ha parecido necesario hacer
esta afirmación. También a san Francisco le pareció necesario hacerla y se ha
de encomendar muy encarecidamente a los hermanos su puesta en práctica,
vivificando el ministerio apostólico con el espíritu de oración. A este
propósito se podrían aducir muchos testimonios. Así puede consultarse 1 Cel 91;
2 Cel 163-164; LM 7,1 y 9,4; TC 55... Nosotros nos limitaremos a recordar el
conocido testimonio de Celano sobre la intimidad de Francisco con Jesús: «Bien
lo saben cuantos hermanos convivieron con él: qué a diario, qué de continuo
traía en sus labios la conversación sobre Jesús; qué dulce y suave era su
diálogo; qué coloquio más tierno y amoroso mantenía. De la abundancia del
corazón hablaba su boca, y la fuente de amor iluminado que llenaba todas sus
entrañas, bullendo saltaba fuera. ¡Qué intimidades las suyas con Jesús! Jesús
en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos,
Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros» (1 Cel 115).
Estupendo cántico, expresión fiel del
espíritu de san Francisco y modelo de auténtica vida apostólica, que deberíamos
entonar en todo momento y en todas partes, con corazón sincero y ánimo alegre.
¡Este es nuestro ideal a realizar!
[Cf. Selecciones
de Franciscanismo, vol. III, n. 7 (1974) 31-34]
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