Por María Sticco
Cortesía
significaba «uso de corte... cuando en las cortes antiguamente brillaban las
virtudes y las buenas costumbres» (Dante: El Convite II, X, 8); cortesía
significaba lealtad, proeza, liberalidad, o sea, generosidad en dar
espléndidamente, sin reservas. Los trovadores iban cantando de castillo en
castillo las loas del señor cortés, que se ataviaba «con el honor de la bolsa y
de la espada», y el honor de la bolsa consistía en dar «con pronta liberalidad,
dar a muchos, dar cosas útiles, dar sin haber sido rogado». Y el dar pronto a
muchos «se asemeja a los beneficios de Dios, que es bienhechor universalísimo»
(Dante: El Convite I, VIII, 2-4).
Esta cortesía
ideal, que el niño Francisco había oído celebrar en las canciones provenzales,
en las gestas de los paladines, en los romances del ciclo de Artús, y quién
sabe si en los cuentos de su madre, florecía bajo la nieve y las zarzas de la
ascética en la fantasía mística del convertido. La transfiguración de sí mismo
en heraldo del gran Rey precisamente cuando, pobre y andrajoso, fue arrojado
por unos bandoleros a una fosa de nieve del Subasio; la transfiguración de sus
primeros compañeros en hijos del gran Rey, abandonados en el desierto, pero
conservando siempre los derechos reales; la transformación de la aborrecida y
humillante pobreza en dama Pobreza, su esposa y señora, así como la de los
hermanos en caballeros de la tabla redonda; el saludo a las virtudes, como a
parejas de nobles damas que desfilan en cortejo precediendo o acompañando a su
soberana, son todo ello, en el fondo, fantasías caballerescas aplicadas
metafóricamente a su mundo religioso.
Pero
Francisco era hombre de oración y de acción. Como hombre de oración pensaba que
«la cortesía es una de las propiedades de Dios quien, por cortesía, da su sol y
su lluvia a justos e injustos, y es hermana de la caridad» (Florecillas 36).
Como hombre de acción convertía en vida sus conceptos; y he aquí la
incomparable cortesía del Poverello que, sin poseer nada, daba siempre. La
mayor mortificación para un pródigo como rey de las fiestas debió consistir
precisamente en no tener ya nada para dar. Su cortesía, no obstante, era así de
ingeniosa como para encontrar todavía algo en sí para los mendigos: la capucha,
el manto, la túnica, una manga de túnica, un retazo del manto. La historia de
los mantos, o mejor, de los vestidos de san Francisco, constituye una pequeña
epopeya, y comienza cuando, joven todavía en el mundo, cede su flamante
armadura nueva a un noble venido a menos (cf. 2 Cel 5).
Fue cortés
con sus hermanos. Para el fidelísimo fray León escribió de su propio puño una
bendición especial (2 Cel 49). Poco antes de la muerte, cuando vio los
«mostaccioli» (especie de bizcochos) traídos por la señora Jacoba, pensó en
fray Bernardo, el primero de la primera hora: «Este manjar le sabrá bien al
hermano Bernardo» (LP 12). Amó con predilección a fray Ángel de Rieti
«excelente por su cortesía» (EP 85). Llegaba a adivinar el deseo de los
hermanos que venían de lejos para pedir su bendición, o para oír una palabra
tranquilizadora de sus conciencias, o en busca de una reliquia suya o incluso
de su túnica; y bien pronto los dejaba complacidos privándose gustoso aun de lo
más estrictamente necesario. Al fin de su vida, intuyendo el deseo de un
hermano de hacerse con su túnica después de la muerte, se la ofreció,
privándose de poderla dar a otro: «Te entrego esta mi túnica y sea en adelante
tuya. Aunque la utilice mientras viva, a mi muerte te será devuelta» (2 Cel
50).
Fue todo un
caballero para con las mujeres dignas de su protección o de su amistad, como
Clara de Offreduccio, Jacoba de Settesoli, o como aquella desconocida que vino
a pedirle la conversión de su marido que la tiranizaba; caballeroso con las
madres de sus hermanos, a las que nunca les negó la ayuda, aunque costase el
sacrificio de desprenderse del único ejemplar del Evangelio que poseía la pobre
comunidad; de espíritu caballeresco con las mendigas ancianas hasta el grado de
mandarles anónimamente y como «restitución» el manto o la tela de que podía
disponer (cf. 2 Cel 92; LP 89; EP 33).
Fue cortés
con los hombres más alejados de su ideal, como los ricos y todos aquellos que
«viven y comen con regalo y visten lujosamente»; cortés, pero con una cortesía
no formalista, sino derivada de la consideración de que «Dios es Señor nuestro
y de ellos», y deben ser reverenciados como hermanos y señores (cf. TC 58).