El misterio que hoy celebramos
lo manifestó Jesús a sus discípulos en el monte Tabor. En efecto, después de
haberles hablado, mientras iba con ellos, acerca del reino y de su segunda
venida gloriosa, teniendo en cuenta que quizá no estaban muy convencidos de lo
que les había anunciado acerca del reino, y deseando infundir en sus corazones
una firmísima e íntima convicción, de modo que por lo presente creyeran en lo
futuro, realizó ante sus ojos aquella admirable manifestación, en el monte
Tabor, como una imagen prefigurativa del reino de los cielos. Era como si les
dijese: «El tiempo que ha de transcurrir antes de que se realicen mis
predicciones no ha de ser motivo de que vuestra fe se debilite, y, por esto,
ahora mismo, en el tiempo presente, os
aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin haber visto llegar al
Hijo del hombre con la gloria
de su Padre».
Y el evangelista, para mostrar
que el poder de Cristo estaba en armonía con su voluntad, añade: Seis días después, Jesús tomó
consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y se los llevó aparte a una
montana alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el
sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron
Moisés y Elías conversando con él.
Éstas son las maravillas de la
presente solemnidad, éste es el misterio, saludable para nosotros, que ahora se
ha cumplido en la montaña, ya que ahora nos reúne la muerte y, al mismo tiempo,
la festividad de Cristo. Por esto, para que podamos penetrar, junto con los
elegidos entre los discípulos inspirados por Dios, el sentido profundo de estos
inefables y sagrados misterios, escuchemos la voz divina y sagrada que nos
llama con insistencia desde lo alto, desde la cumbre de la montaña.
Debemos apresurarnos a ir hacia
allí -así me atrevo a decirlo- como Jesús, que allí en el cielo es nuestro guía
y precursor, con quien brillaremos con nuestra mirada espiritualizada,
renovados en cierta manera en los trazos de nuestra alma, hechos conformes a su
imagen, y, como él, transfigurados continuamente y hechos partícipes de la
naturaleza divina, y dispuestos para los dones celestiales.
Corramos hacia allí, animosos y
alegres, y penetremos en la intimidad de la nube, a imitación de Moisés y
Elías, o de Santiago y Juan. Seamos, como Pedro, arrebatado por la visión y
aparición divina, transfigurado por aquella hermosa transfiguración, desasido
del mundo, abstraído de la tierra; despojémonos de lo carnal, dejemos lo creado
y volvámonos al Creador, al que Pedro, fuera de sí, dijo: Señor, ¡qué bien se está aquí!
Ciertamente, Pedro, en verdad
qué bien se está aquí con Jesús; aquí nos quedaríamos para siempre. ¿Hay algo
más dichoso, más elevado, más importante que estar con Dios, ser hechos
conformes con él, vivir en la luz? Cada uno de nosotros, por el hecho de tener
a Dios en sí y de ser transfigurado en su imagen divina, tiene derecho a
exclamar con alegría: ¡Qué
bien se está aquí!, donde todo es resplandeciente, donde está el gozo, la
felicidad y la alegría, donde el corazón disfruta de absoluta tranquilidad,
serenidad y dulzura, donde vemos a (Cristo) Dios, donde él, junto con el Padre,
pone su morada y dice, al entrar: Hoy
ha sido la salvación de esta casa, donde con Cristo se hallan acumulados
los tesoros de los bienes eternos, donde hallamos reproducidas, como en un
espejo, las imágenes de las realidades futuras.
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