Por Gilbert Forel, OFMCap
Fecundidad de
la Fe en el Misterio Pascual
A medida que
Francisco profundiza su fe y le da una expresión concreta, encuentra la
repulsa, la ironía y a veces el odio. El entusiasmo de las masas queda para más
tarde. Entre tanto, su padre reniega de él y lo cita ante el tribunal del
obispo de Asís. De sus conciudadanos no recibe más que socarronerías y burlas.
Abandonado de todos, Francisco puede hacer suyo el aspecto de Cristo en la
Cruz. Revive en sí mismo la experiencia dolorosa de la aparente ineficacia de
Dios, convirtiéndose así en el perfecto imitador de Cristo en la desnudez y
desamparo del Gólgota.
¿Es esto el
fracaso? Lo es al menos en apariencia, y en esta apariencia de fracaso es donde
encuentra todo cristiano más peligrosamente la tentación del abatimiento y del
abandono. Francisco empero permanece fiel a la alianza de su juventud que su fe
reanuda y profundiza constantemente a través de los acontecimientos de su vida
referidos al Evangelio. Por encima de las apariencias, Francisco experimenta la
misteriosa eficacia de la cruz, participa en la Resurrección de Cristo (cf. Jn
16,33).
Francisco
vivió la noche de la fe en el sentimiento de la impotencia aparentemente
insuperable. Permaneció fiel y abierto a los sucesos que venían a precisar y
fortalecer su fe, y a las obras, cada vez más difíciles, que esta fe exigía.
Semejante fidelidad le llevó a la fecundidad espiritual, le permitió compartir
la victoria visible de Pascua, mientras continuaba viviendo la Cruz en la
unidad del misterio pascual.
Ante el
espectáculo de una fidelidad tan incondicional en la misma adversidad, los
allegados a Francisco comenzaron a interrogarse. La vida de este joven les
incitaba a reflexionar sobre su propia vida. La admiración, y después la
imitación, sustituyó las burlas. Bernardo de Quintaval se unió al Poverello;
otros, procedentes de toda clase social y condición, le siguieron. Sin haberlo
buscado y casi a pesar suyo, Francisco se transformaba en el testigo
privilegiado de la misteriosa eficacia de Dios. Comprendió, sobre todo, que la
constitución de la humanidad en pueblo fraternal no se realiza más que de una
forma lenta, al ritmo de la libertad y de la colaboración de los hombres.
En cualquier
caso, he aquí la fe de Francisco que afronta una nueva experiencia. Dios le
envía hermanos. Pero, ¿cuál es el ideal a proponer a estos hombres que no
reemplace la llamada de Dios? ¿Irán a engrosar las filas de las Órdenes
religiosas ya existentes? Mas ellos quieren seguir a Francisco y no han ido a
llamar a la puerta de una abadía. En su incertidumbre, Francisco consulta el
Evangelio (LM 3,3), algo así como si devolviera al Señor los discípulos que el
Señor le enviaba. Él no quiere ser más que el instrumento de la alianza que
Dios quiere sellar con todo hombre, no pretende suplantar la libertad de ellos
y su vocación personal por su propia experiencia, por rica que ésta sea.
Obtenida la respuesta del Señor, un nuevo acto de fe permitirá a Francisco
fundar una Orden completamente nueva sobre la base de algunos textos
evangélicos y en el cuadro de unas estructuras democráticas, conformes a las
aspiraciones de una época ávida de igualdad, de justicia y de libertad.
El amplio
movimiento que lleva a las gentes hacia Francisco no se detendrá, al igual que
el acto de fe del que emana. Tras los primeros compañeros, se le acercan
personas casadas y Francisco debe, una vez más, inventar la modalidad concreta
de su fidelidad a los acontecimientos. Él hubiese podido seguir el compás de la
Iglesia que no preveía nada de particular para las personas casadas, y
refugiarse tras las leyes y la práctica de la Iglesia para enviar a estas
gentes a sus casas. Pero ¿no hubiese sido esto mostrarse infiel al «anuncio» y
mensaje del acontecimiento, salvo que no creyese en la autenticidad del deseo
de santidad manifestado por estas gentes? En la fe y disponibilidad a los
sucesos, Francisco inventa un nuevo camino espiritual creando las fraternidades
de la Tercera Orden. Sin quererlo, sin saberlo tal vez, Francisco realiza una
verdadera revolución al reconocer que los «simples» laicos pueden aspirar a una
vida verdaderamente santificada, sin abandonar su situación profesional o
familiar, sin romper todo lazo con el «mundo». ¿Democratización de la santidad?
Para
Francisco, la vida continúa tejida de fe y de disponibilidad a los acontecimientos
de cualquier naturaleza que sean. Favorables o desfavorables, esperados o
inesperados, Francisco reflexiona sobre los acontecimientos a la luz tupida y
purificante del Evangelio y los integra en su experiencia espiritual cada vez
más rica y radiante. Así su actitud ante los bandidos o ante el Sultán no
descansa más que sobre la fe. Al igual que su época, Francisco siente la
llamada para la Cruzada; pero responde a ella de una forma original, la forma
del Evangelio: no toma las armas, no trata de cambiar el mundo y a los hombres
mediante el recurso a la fuerza. Él conoce, por haberla experimentado en sí
mismo, la fuerza de la debilidad de Dios en este mundo, debilidad que se
asemeja al amor del que es una forma. Francisco quería comportarse, para conducir
a los otros a la fe, como Dios se había comportado con él.
He ahí por
qué la inmensa irradiación que él conoció mientras aún vivía, hace admirar la
fuerza de la Cruz de Cristo, la victoria de la Pascua. El Reino se construye al
interior de un amplio movimiento de vida fraternal y evangélica, pero Cruz y
Resurrección no son dos acontecimientos sucesivos: forman un misterio único,
simultáneo y permanente. En medio del éxito y de la veneración popular,
Francisco comparte aún la Cruz de Cristo que se le presenta bajo múltiples
formas, sobre todo, por el sesgo de la incomprensión e infidelidad de algunos
hermanos; pues aconteció que se pusieron a construir grandes conventos, a
formar doctores, a copiar la vida y pompa monásticas tradicionales. No comprendían
la intuición de fe a la que Francisco había sometido su vida y su empresa
espiritual, con un rechazo del ambiente y de las estructuras que restringían la
libertad y espontaneidad del Espíritu. Esta contestación en el seno mismo de
los suyos recordaba a Francisco la fragilidad de toda victoria; la eficacia del
plan de Dios permanece ligada a la libertad y colaboración humana: se trata de
una alianza.
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