Por María Sticco
Donde más
resplandece la mansedumbre de san Francisco es en el comportamiento con sus
hermanos, quienes le hicieron sufrir, y no tanto por una relajación culpable,
cuanto por la imposibilidad humana de
seguir su excepcional ejemplo. Respetuoso en extremo de la libertad ajena, no
procedía autoritariamente contra los que rehusaban las reglas como «pesadas e
insoportables»; manifestaba su voluntad inspirada por el Señor, mas «no quería
entablar polémicas con ellos; se adaptaba a su voluntad, aun contra la suya
propia. Después, ante el Señor, pedía perdón por ello» (LP 101). En
compensación, él observaba con el máximo rigor la Regla, o sea, el Evangelio.
A un hermano que le preguntó cómo podía
soportar, sin corregirlas, muchas «novedades», le confesó que al darse cuenta
de que sus hermanos, al crecer en número, habían tomado el camino ancho,
renunció al gobierno de la Orden, aduciendo justos motivos de salud, pero que
en realidad era debido a que la conducta de sus hermanos le afligía por encima
de sus fuerzas. «Mi cargo es espiritual: estar sobre los hermanos para contener
los vicios y corregirlos. Y, si no puedo reprimirlos y enmendarlos con mis
exhortaciones y mi ejemplo, no quiero convertirme en verdugo que castigue y
flagele, como hacen los poderes de este mundo» (LP 106).
A los superiores de la naciente Orden les
prescribía esta su misma línea de conducta. A los Ministros provinciales «los
quería amables con los súbditos y llenos de tanta bondad y afecto que los
culpables no tuvieran miedo de acudir confiadamente a ellos; los quería
moderados en el mandar, misericordiosos ante las faltas, más dispuestos a
soportar ofensas que a devolverlas» (2 Cel 187). En aquella época de autoridad
férrea, san Francisco era tal vez el único en intuir, con una mentalidad que se
adelantaba a su tiempo, la tensión del estar debajo, la rebelión inmanente en
la obediencia, la soberbia y envidia que, inadvertidas, corroen al inferior,
aun cuando se haya consagrado al sacrificio; y esperaba arrollar este fango en
la ola ardiente de un amor paterno... «El Ministro general (y así también los
otros Ministros), después de la oración, se pondrá a disposición de todos,
pronto a ser importunado por todos (ab omnibus depilandum), a responder
a todos, a proveer con dulzura a todos» (2 Cel 185).
Es estremecedor ese ab omnibus depilandum,
pero al mismo tiempo hace pensar en la situación de ciertos docentes y
dirigentes que hoy no aciertan a mandar, porque están faltos de una visión, no
digo trascendente, sino evangélica del propio deber. San Francisco sí que la
poseía, y por eso exhortaba a su Ministro: «Para plegar los insolentes a la
mansedumbre, abájese él; y, a fin de ganar las almas para Cristo, ceda algún
tanto de su derecho» (2 Cel 185).
Jamás el arma del desdén contra los desertores
de la Orden. A estas ovejuelas descarriadas «no les cierre las entrañas de su
misericordia; piense que debieron ser muy violentas las tentaciones que
provocaron semejante caída» (2 Cel 185).
Después de la oración y el ejemplo, la
mansedumbre es para Francisco el medio más eficaz para la conquista espiritual;
la mansedumbre que tiene su origen en la profunda paz del alma unida a Dios:
«La paz que anunciáis con la boca, tenedla en más alto grado en vuestros
corazones. No seáis para nadie motivo de ira ni de escándalo, sino que vuestra
mansedumbre impulse a todos hacia la paz, la benignidad y la concordia» (TC
58).
La mansedumbre de san Francisco tiene una
amplitud sin límites: aceptar el hoy tal como se presente, alabando a Dios «por
el nublado y el sereno y por todo tiempo» (Cánt); abrazar las contrariedades,
viéndolas en el plan de la divina Providencia; obedecer a los superiores,
buscando en ellos la voluntad del Señor; someterse también a los inferiores;
descender a los animales y plantas con inteligente simpatía. Así era de total y
sencilla la mansedumbre de san Francisco; no de cuello torcido ni de víctima;
tenía, al contrario, algo de regio, porque en su hacerse pequeño (Dante:
Paraíso XI, 110-111) él experimentaba la pertenencia al gran Rey. Y
cuando llegó la hora de pedir a Roma la aprobación de la Regla, Francisco
«regiamente presentó a Inocencio su dura intención» (Dante: Paraíso XI,
91-92). Dante tuvo una visión cabal, aunque algunos comentadores desaprueben el
«regiamente»; vio la dignidad principesca de aquel hombrecillo que se
presentaba ante un Papa como Inocencio III con una parábola, en la que su obra
asumía el rostro de una bellísima amante del Rey de reyes, abandonada en el
desierto (cf. LM 3,10). Así, la fantasía del Francisco poeta se evadía de la
cotidiana realidad mortificante, remontándose al mundo de las leyendas
caballerescas, al reino de la cortesía.
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