domingo, 26 de agosto de 2012

Mansedumbre y cortesía,
virtudes típicas de San Francisco (IV)


Por María Sticco

Suele decirse que una persona cortés siempre y con todos no puede ser sincera. Si por sinceridad entendemos espontaneidad instintiva, entonces la cortesía puede convertirse en una máscara «muy a tono»; mas cuando los instintos de agresividad y de repulsa son dominados de antemano por la mansedumbre de no juzgar, de no condenar, la cortesía es genuina, es abnegación de sí mismo, no por gusto propio sino por complacer a los demás, y se expresa en alegría. Por otra parte, la cortesía de san Francisco traspasaba todas las fronteras de la amistad y de la conveniencia, y se extendía, ¡con cuánta delicadeza!, hasta los ladrones de monte Casale, los herejes, los mahometanos.

Cortesía, hermana de la caridad: feliz definición. La beneficencia que hiere, la limosna que ofende, es la hecha por el de arriba al de abajo, sin cortesía. San Francisco unió siempre caridad y cortesía. Fue gran caridad y mansedumbre curar a aquel leproso inaguantable y protervo; pero fue cortesía hacer «calentar el agua con muchas hierbas aromáticas» y lavarlo con sus delicadas manos (cf. Florecillas 24). Fue caridad dar enseguida algo de comer a aquel hermano que se moría de hambre una noche en Rivotorto; pero fue cortesía «hacer preparar la mesa para que el hermano no se avergonzase de comer solo, y comieron todos juntos» (LP 50). Fue caridad ofrecer muy de madrugada racimos de uva madura a un hermano enfermo; pero fue cortesía sentarse junto a él y comer en su compañía «para que no se avergonzase de hacerlo solo» (LP 53).

Introducirse con el canto en ambientes mundanos, como en San León, durante la ceremonia de la consagración del joven caballero (cf. Consideraciones sobre las Llagas 1); disolver con el canto el hielo de oposiciones irreductibles, como aquella que había entre el Podestá y el Obispo de Asís, es arte cortés al servicio de la caridad más refinada.

San Francisco fue cortés no sólo con los hombres, o con los pájaros, los peces, los lebratillos, los lobos y animales todos, sino también con las criaturas insensibles, tratadas siempre con gran respeto y elogiadas por su belleza y utilidad, como en el famoso Cántico, y como en el pequeño discurso al fuego, antes de someterse al espantoso cauterio: «Hermano fuego, criatura noble y útil entre todas las demás del Altísimo, trátame con cortesía en esta hora» (LP 86).

Las fuentes biográficas afirman que Francisco amaba a las criaturas inanimadas «con tan tierno afecto, empleaba con ellas tanta cortesía, tan grande era el gozo que sentía en su compañía y tal la delicadeza que usaba con las mismas, que se molestaba cuando alguno no las trataba cortésmente» (cf. LP 87-88). No quería que se apagase el fuego, ni que se arrojase el agua donde podía ser pisoteada, ni que se arrancasen los árboles de raíz. Evitaba caminar sobre las piedras, recordando a Cristo, piedra angular, y se abstenía de coger flores, que tienen derecho a vivir en libertad.

Esta cortesía tan poética en apariencia, tan humilde, tan ingenua, es la expresión de un amor que abraza al universo. Mansedumbre y cortesía constituyen una preciosa herencia legada por san Francisco a sus hijos. Estas virtudes imprimen a los conventos franciscanos, especialmente a los más pequeños, a los más pobres, a los más ignorados, un carácter de acogedora simpatía. Quien llega a ellos de los caminos del mundo, se siente comprendido, no juzgado; anticipado en sus deseos, no discutido; envuelto en una atmósfera no sólo de paz, sino de fraternidad y de bien, de ese cándido, sencillo querer bien que, mejor que un amor ardiente, conforta, serena, franquea el alma: como el sol.

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