Por María Sticco
Suele decirse que
una persona cortés siempre y con todos no puede ser sincera. Si por sinceridad
entendemos espontaneidad instintiva, entonces la cortesía puede convertirse en
una máscara «muy a tono»; mas cuando los instintos de agresividad y de repulsa
son dominados de antemano por la mansedumbre de no juzgar, de no condenar, la
cortesía es genuina, es abnegación de sí mismo, no por gusto propio sino por
complacer a los demás, y se expresa en alegría. Por otra parte, la cortesía de
san Francisco traspasaba todas las fronteras de la amistad y de la
conveniencia, y se extendía, ¡con cuánta delicadeza!, hasta los ladrones de
monte Casale, los herejes, los mahometanos.
Cortesía, hermana
de la caridad: feliz definición. La beneficencia que hiere, la limosna que
ofende, es la hecha por el de arriba al de abajo, sin cortesía. San Francisco
unió siempre caridad y cortesía. Fue gran caridad y mansedumbre curar a aquel
leproso inaguantable y protervo; pero fue cortesía hacer «calentar el agua con
muchas hierbas aromáticas» y lavarlo con sus delicadas manos (cf. Florecillas
24). Fue caridad dar enseguida algo de comer a aquel hermano que se moría de
hambre una noche en Rivotorto; pero fue cortesía «hacer preparar la mesa para
que el hermano no se avergonzase de comer solo, y comieron todos juntos» (LP
50). Fue caridad ofrecer muy de madrugada racimos de uva madura a un hermano
enfermo; pero fue cortesía sentarse junto a él y comer en su compañía «para que
no se avergonzase de hacerlo solo» (LP 53).
Introducirse con el
canto en ambientes mundanos, como en San León, durante la ceremonia de la
consagración del joven caballero (cf. Consideraciones sobre las Llagas
1); disolver con el canto el hielo de oposiciones irreductibles, como aquella
que había entre el Podestá y el Obispo de Asís, es arte cortés al servicio de
la caridad más refinada.
San Francisco fue
cortés no sólo con los hombres, o con los pájaros, los peces, los lebratillos,
los lobos y animales todos, sino también con las criaturas insensibles,
tratadas siempre con gran respeto y elogiadas por su belleza y utilidad, como
en el famoso Cántico, y como en el pequeño discurso al fuego, antes de
someterse al espantoso cauterio: «Hermano fuego, criatura noble y útil entre
todas las demás del Altísimo, trátame con cortesía en esta hora» (LP 86).
Las fuentes
biográficas afirman que Francisco amaba a las criaturas inanimadas «con tan
tierno afecto, empleaba con ellas tanta cortesía, tan grande era el gozo que
sentía en su compañía y tal la delicadeza que usaba con las mismas, que se
molestaba cuando alguno no las trataba cortésmente» (cf. LP 87-88). No quería
que se apagase el fuego, ni que se arrojase el agua donde podía ser pisoteada,
ni que se arrancasen los árboles de raíz. Evitaba caminar sobre las piedras,
recordando a Cristo, piedra angular, y se abstenía de coger flores, que tienen
derecho a vivir en libertad.
Esta cortesía tan
poética en apariencia, tan humilde, tan ingenua, es la expresión de un amor que
abraza al universo. Mansedumbre y cortesía constituyen una preciosa herencia
legada por san Francisco a sus hijos. Estas virtudes imprimen a los conventos
franciscanos, especialmente a los más pequeños, a los más pobres, a los más
ignorados, un carácter de acogedora simpatía. Quien llega a ellos de los
caminos del mundo, se siente comprendido, no juzgado; anticipado en sus deseos,
no discutido; envuelto en una atmósfera no sólo de paz, sino de fraternidad y
de bien, de ese cándido, sencillo querer bien que, mejor que un amor ardiente,
conforta, serena, franquea el alma: como el sol.
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