jueves, 23 de agosto de 2012

Santa Rosa de Lima


Homilía del Cardenal Tarcisio Bertone, 
Santuario de Santa Rosa de Lima, 30 de agosto de 2007

Isabel Flores y de Oliva, llamada Rosa por el frescor de su rostro, desde la adolescencia optó por seguir a Jesús con pasión ardiente, entrando a formar parte de la Tercera Orden dominicana y teniendo como modelo y guía espiritual a santa Catalina de Siena. Entregada al cuidado de los pobres y a los trabajos ordinarios que una chica desempeña cotidianamente en la casa, se impuso un régimen de vida austero marcado por una extraordinaria penitencia.


A los veintitrés años se encerró en una celda de apenas dos metros cuadrados, que mandó a su hermano construir en el jardín de su casa y de la que sólo salía para ir a las funciones religiosas. Y es precisamente en esta estrecha prisión voluntaria donde transcurrió la mayor parte de sus días en contemplación, en intimidad con su Señor. Como a santa Catalina de Siena, también a ella se le concedió la gracia mística de participar físicamente en la pasión de Jesús, al que eligió como su Esposo, y durante 15 años tuvo que atravesar la dura experiencia interior de la ausencia de Dios, ese sufrimiento del espíritu que san Juan de la Cruz, el reformador del Carmelo, llama la «noche oscura».

La de Rosa fue, pues, una vida escondida y atormentada que, dócil al Espíritu Santo, alcanzó las más altas cumbres de la santidad. El mensaje que sigue comunicando a los devotos que la invocan como protectora está bien expresado en uno de los misteriosos mensajes que recibió del Señor. «Que sepan todos -le confió Jesús- que la gracia sigue a la tribulación; entiendan que sin el peso de las aflicciones no se llega a la cumbre de la gracia; comprendan que en la medida en que crece la intensidad de los dolores, aumenta la de los carismas. Ninguno se equivoque ni se engañe; ésta es la única y verdadera escalera hacia el paraíso y, fuera de la cruz, no hay otra vía por la que se pueda subir al cielo».

Son palabras que hacen pensar enseguida en las condiciones exigentes que Jesús mismo pone a sus discípulos: «El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga... ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si malogra su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla?» (Mt 16,24.26). Aquí está precisamente la paradoja evangélica, la verdadera sabiduría de la cruz, el escándalo de la cruz. «El mensaje de la cruz, en efecto -escribe san Pablo a los Corintios- es necedad para los que están en vías de perdición, pero para los que están en vías de salvación, para nosotros, es fuerza de Dios» (1 Co 1,18). Que santa Rosa nos ayude a abrazar la cruz con confianza como lo hizo ella, incluso cuando esto comporte sufrimientos y fracasos aparentes. En uno de sus escritos leemos: «Nadie se quejaría de la cruz y de los dolores que le tocan en suerte si conociera con qué balanzas son pesados al distribuirse entre los hombres».

Su breve existencia -murió con sólo 32 años- estuvo marcada por innumerables pruebas y sufrimientos, pero al mismo tiempo estuvo totalmente impregnada por el amor a Cristo y por una gran serenidad. Se puede decir perfectamente que en santa Rosa se manifestó la potencia de la gracia divina: cuanto más débil es el hombre y confía en Dios, tanto más encuentra en él su consuelo y experimenta la fuerza renovadora de su Espíritu. Santa Rosa nos recuerda que Dios es bueno y misericordioso, nunca abandona a sus hijos en la hora de la prueba y de la necesidad; nos invita a tener siempre confianza en él y a ser sencillos y humildes. La sencillez y la humildad son virtudes que hemos de aprender a practicar si queremos seguir a Jesús. Él repite a sus amigos: «Vengan a mí todos los que estén cansados y agobiados, y yo les aliviaré. Carguen con mi yugo, y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,28-29). Santa Rosa respondió a esta invitación con conciencia plena y disponible; se dejó abrazar por Dios, segura de estar en las manos de un Padre, sostenida por una intensa piedad eucarística y mariana.

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