Homilía del
Cardenal Tarcisio Bertone,
Santuario de Santa Rosa de Lima, 30 de agosto de 2007
Isabel Flores
y de Oliva, llamada Rosa por el frescor de su rostro, desde la adolescencia
optó por seguir a Jesús con pasión ardiente, entrando a formar parte de la
Tercera Orden dominicana y teniendo como modelo y guía espiritual a santa
Catalina de Siena. Entregada al cuidado de los pobres y a los trabajos
ordinarios que una chica desempeña cotidianamente en la casa, se impuso un
régimen de vida austero marcado por una extraordinaria penitencia.
A los
veintitrés años se encerró en una celda de apenas dos metros cuadrados, que
mandó a su hermano construir en el jardín de su casa y de la que sólo salía
para ir a las funciones religiosas. Y es precisamente en esta estrecha prisión
voluntaria donde transcurrió la mayor parte de sus días en contemplación, en
intimidad con su Señor. Como a santa Catalina de Siena, también a ella se le
concedió la gracia mística de participar físicamente en la pasión de Jesús, al
que eligió como su Esposo, y durante 15 años tuvo que atravesar la dura
experiencia interior de la ausencia de Dios, ese sufrimiento del espíritu que
san Juan de la Cruz, el reformador del Carmelo, llama la «noche oscura».
La de Rosa
fue, pues, una vida escondida y atormentada que, dócil al Espíritu Santo,
alcanzó las más altas cumbres de la santidad. El mensaje que sigue comunicando
a los devotos que la invocan como protectora está bien expresado en uno de los
misteriosos mensajes que recibió del Señor. «Que sepan todos -le confió Jesús-
que la gracia sigue a la tribulación; entiendan que sin el peso de las
aflicciones no se llega a la cumbre de la gracia; comprendan que en la medida
en que crece la intensidad de los dolores, aumenta la de los carismas. Ninguno
se equivoque ni se engañe; ésta es la única y verdadera escalera hacia el
paraíso y, fuera de la cruz, no hay otra vía por la que se pueda subir al
cielo».
Son palabras
que hacen pensar enseguida en las condiciones exigentes que Jesús mismo pone a
sus discípulos: «El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que
cargue con su cruz y me siga... ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo
entero si malogra su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla?» (Mt 16,24.26).
Aquí está precisamente la paradoja evangélica, la verdadera sabiduría de la
cruz, el escándalo de la cruz. «El mensaje de la cruz, en efecto -escribe san
Pablo a los Corintios- es necedad para los que están en vías de perdición, pero
para los que están en vías de salvación, para nosotros, es fuerza de Dios» (1
Co 1,18). Que santa Rosa nos ayude a abrazar la cruz con confianza como lo hizo
ella, incluso cuando esto comporte sufrimientos y fracasos aparentes. En uno de
sus escritos leemos: «Nadie se quejaría de la cruz y de los dolores que le
tocan en suerte si conociera con qué balanzas son pesados al distribuirse entre
los hombres».
Su breve
existencia -murió con sólo 32 años- estuvo marcada por innumerables pruebas y
sufrimientos, pero al mismo tiempo estuvo totalmente impregnada por el amor a
Cristo y por una gran serenidad. Se puede decir perfectamente que en santa Rosa
se manifestó la potencia de la gracia divina: cuanto más débil es el hombre y
confía en Dios, tanto más encuentra en él su consuelo y experimenta la fuerza
renovadora de su Espíritu. Santa Rosa nos recuerda que Dios es bueno y
misericordioso, nunca abandona a sus hijos en la hora de la prueba y de la
necesidad; nos invita a tener siempre confianza en él y a ser sencillos y
humildes. La sencillez y la humildad son virtudes que hemos de aprender a
practicar si queremos seguir a Jesús. Él repite a sus amigos: «Vengan a mí
todos los que estén cansados y agobiados, y yo les aliviaré. Carguen con mi
yugo, y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,28-29).
Santa Rosa respondió a esta invitación con conciencia plena y disponible; se
dejó abrazar por Dios, segura de estar en las manos de un Padre, sostenida por
una intensa piedad eucarística y mariana.
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