Por Gilbert Forel, ofmcap
Puesta en
marcha de la Fe
Un
acontecimiento importante, aunque banal y corriente en aquella época, ayudará a
Francisco a realizar la conversión del enfoque de su vida, a preferir «la
amargura a la dulzura». Al encontrar un día a un leproso, desciende del caballo
y lo abraza (2 Cel 9). Esta victoria sobre sí mismo está repleta de
consecuencias. Hasta entonces Francisco evitaba a los leprosos, cuya vista no
le procuraba más que repugnancia y horror. Al aceptar mirar al mundo de frente,
tal cual es, con sus más indignantes miserias, su fe quedó sometida a una cruel
prueba. ¿Qué quedaba de ese Dios todopoderoso que se había comprometido a
procurarle lo que él deseaba desde lo más profundo de su corazón, qué le
quedaba ante el semblante del leproso? Este hombre desfigurado que moría
lentamente, segregado de la sociedad. ¿No siente también éste un profundo deseo
de vivir y de ser feliz? ¿Quién es este Dios que reserva su salvación a
algunos?
¿Cómo
resolver este dilema sin recurrir a la Revelación en la que Dios afirma que ama
al mundo hasta el punto de entregarle a su Hijo único? En ella da a conocer
también su voluntad universal de salvación a través de la muerte de su Hijo,
signo de unión de sus hijos dispersos y garantía del don de la vida en
abundancia.
Confrontar
así su vida con la Palabra de Dios, es para Francisco ocasión de una doble
profundización en su fe. Por una parte, su experiencia espiritual, que hasta
entonces le había interpelado a él sólo, le enfrenta con el aspecto colectivo
de la salvación: la alianza concierne a todos los hombres. Francisco deberá
relativizar progresivamente su posición personal para reconocerse miembro de un
inmenso pueblo afectado por el designio de Dios; deberá encontrar su lugar
personal y particular en ese amplio conjunto. Por otra parte, el espectáculo de
un mundo en el que se desencadenan las injusticias y los sufrimientos parece
denunciar la debilidad e impotencia de Dios frente a la inmensidad del mal.
¿Sería Dios incapaz de instaurar su Reino y habría que deducir el fracaso de
Dios? ¿O más bien, en lugar de desesperar, no valdría más profundizar la débil
inteligencia que tenemos de Dios y de sus formas de proceder? Ante la elección
que se impone a todo hombre, como se le impuso a Francisco, ¿no es preferible
tratar de comprender mejor el designio de salvación de Dios, antes que
rechazarlo? La libertad humana encuentra aquí una de sus más elevadas
expresiones.
Además, el
Evangelio es ese grito que Dios lanza en Jesucristo contra el sufrimiento, el
pecado y la muerte. El significado último de los milagros es hacer comprender
que el Reino está ya entre nosotros y no es sólo un mundo por venir: los
milagros se realizaron en nuestro tiempo. Para sujetar el poder de la muerte,
Dios se ha hecho hombre en su Hijo, pobre con los pobres, «pecado» por
nosotros, como dice San Pablo (2 Cor 5,21).
La vida y los
escritos de Francisco muestran que él realizó esta profundización en su fe. A
su vez, se hizo pobre para responder al proyecto de Dios. Se puso al servicio
de los leprosos para luchar junto a ellos, sin milagros, simplemente con sus
fuerzas humanas. De esta manera expresó Francisco su fe en la impotencia y en
la pobreza, al estilo evangélico. La omnipotencia de Dios se ejerce en el mundo
a través de la Cruz: la Cruz, signo de la impotencia voluntaria de Dios, es el
signo de su amor, de su respeto a la libertad humana.
Más tarde, la
aparición de Cristo en San Damián, confirmación de las visiones precedentes,
marca otro paso en esta profundización. Ya no es el Cristo de sus sueños
juveniles quien habla a Francisco, sino Cristo en su pasión prolongada hasta
nosotros, el Cristo que prolonga su resurrección hasta la nuestra. Dios no
puede ser conocido más que en su encuentro con el hombre. Una nueva revelación,
un nuevo punto de partida se le propone a Francisco: la vida de fe es un
perpetuo comienzo y revelación. En las palabras «Francisco, ve y repara mi casa
que amenaza ruina» (2 Cel 10), Francisco toma conciencia de una nueva modalidad
del Designio de Dios sobre él: la misión de reunir alrededor de Cristo a los
hombres dispersos. La interpretación de su misión, demasiado literal al principio,
será una vez más corregida el 24 de febrero de 1209, por el Evangelio de la
misión de los Doce, que le revela el sentido real de esta construcción de la
iglesia, familia y casa de Dios.
El sueño de
juventud se ha tornado llamada apremiante y concreta, al tiempo que la fe del
joven se ha purificado y enriquecido. A tal llamada, Francisco responde ahora
marchando por los caminos con una sola túnica, descalzo, sin bastón ni zurrón.
Va al encuentro de los hombres para reunirlos en torno a Jesucristo. Como su Señor,
en quien él tiene fe, se convierte en artesano de la paz y de la justicia:
enseña a los hombres a amarse y se transforma para todos en el
«hombre-hermano»
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