Por María Sticco
Desde lo alto
de los muros ferrugientos, las cárceles de Perusa miraban a Asís, pálidas, en
las faldas del Subasio. El año 1202 encontrábanse allí, prisioneros de guerra,
los vencidos en la batalla de Collestrada, quienes recibían del sol naciente a
las espaldas de su ciudad el primer saludo del día. Entre los prisioneros,
Francisco de Pedro Bernardone era el único que gastaba siempre buen humor; no
se rebelaba contra la suerte, la aceptaba con intrépida alegría, como si se
tratara de una aventura, preludio de otras mayores. Querido de todos por su
optimismo y cordialidad, se valió de la simpatía que despertaba su persona para
ayudar a un compañero de cautiverio, que era el polo opuesto a él: soberbio,
molesto, lleno de sí mismo, alejado de los demás. Francisco, no obstante, se le
acercó sin impacientarse, «soportó a aquel inaguantable», lo amansó con su
cortés mansedumbre, lo reintegró al grupo (cf. 2 Cel 4; TC 4).
Este episodio
de juventud prefigura el curriculum vitae del Santo, que fue valiente y
manso, austeramente pobre y señorialmente cortés. Antes de la conversión, por
su índole alegre y su magnífica generosidad, se presentó al mundo como flor de
los jóvenes y rey de las fiestas; después, adoptó una doble actitud: la del
pecador, la del pobre, la del hombrecillo inmerso en su nada, y la del
caballero de un excelso señor, la del heraldo del gran Rey.
Impetuoso por
naturaleza, pero de aquel ímpetu generoso que acomete las cimas, Francisco
rompió violentamente los puentes con el mundo y dio al padre guerra
(Dante: Paraíso XI, 58-59); mas bien pronto comprendió que para alcanzar
las alturas insignes de su Señor necesitaría ser paciente y manso, descender al
abismo de la humildad hasta llegar a tal y tanto conocimiento de sí mismo que
no quisiese juzgar ni condenar a los demás, aun cuando fueran a todas luces
culpables, que no depreciase a nadie, que «no se airase ni conturbase por el
pecado de ninguno, porque la ira y la turbación impiden la caridad» (2 R 7,3).
La
indignación a causa de la maldad humana, el santo enojo, no encajaban en su
estilo: prefería acusarse a sí mismo y satisfacer por los otros, antes que
tomarla con el prójimo.
Mas ¡cuánto
padecimiento secreto en la mansedumbre de Francisco! Su exquisita delicadeza
debió sufrir de continuo golpes y heridas. Quizás estuvo a punto de estallar
cuando aquel rudo labriego entró alborotando con su asno en el tugurio de
Rivotorto, molestando con ello a todos «los hermanos que estaban en silencio,
dedicados a la oración». De hecho, «se incomodó un tanto contra él, sobre todo,
porque había armado gran alboroto con su jumento». Pero la reacción del Santo
consistió en abandonar aquel lugar para trasladarse a donde había ya estado al
principio: a Santa María de la Porciúncula (cf. 1 Cel 44; TC 55).
Tal vez le
sentó mal el descortés cumplido que le dirigió el Obispo de Terni: -«¡Vaya cómo
habla este pobrecito ignorante (pauperculus et dispectus, simplex et
illitteratus); viéndolo, no se daría por él un centavo! Alabemos a Dios que
se sirve de tales instrumentos para la gloria de su Iglesia». Pero Francisco,
ante semejante saludo, reaccionó enseguida arrojándose a los pies del Obispo y
dándole gracias: -«¡Tú me has dado íntegramente lo que es mío... Has separado
lo precioso de lo vil, rindiendo a Dios la alabanza y a mí la miseria mía!»
(cf. 2 Cel 141; LP 10; EP 45).
Manso, pero
no débil. La prepotencia, si se ensañaba contra su vocación o la de otros, la
de Clara e Inés por ejemplo, hacía arder de nuevo su espíritu caballeresco.
Así, cuando el Obispo de Imola, un tal Mainardino Aldighieri, receloso de
aquellos predicadores vagabundos, andrajosos, semejantes a los patarinos y a
los herejes de la pobreza, le negó el permiso de hablar en público diciendo:
-«¡Me basto yo, hermano, para predicar a mi pueblo!», él, Francisco, bajó
humildemente la cabeza y salió; pero regresó poco después. El otro, entre
sorprendido y airado, le dijo: -«Pero, ¿qué quieres, hermano? ¿Qué es lo que
pides todavía?» La mansedumbre de Francisco descubrió en aquella oposición el
hilo de una relación filial, y halló las palabras justas para entrar derecho en
el corazón del obispo Aldighieri: -«Señor, si el padre expulsa a su hijo por
una puerta, éste debe volver a él por otra» (2 Cel 147; cf. LM 6,8).
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