jueves, 23 de agosto de 2012

Mansedumbre y cortesía, virtudes típicas de San Francisco (I)


Por María Sticco

Desde lo alto de los muros ferrugientos, las cárceles de Perusa miraban a Asís, pálidas, en las faldas del Subasio. El año 1202 encontrábanse allí, prisioneros de guerra, los vencidos en la batalla de Collestrada, quienes recibían del sol naciente a las espaldas de su ciudad el primer saludo del día. Entre los prisioneros, Francisco de Pedro Bernardone era el único que gastaba siempre buen humor; no se rebelaba contra la suerte, la aceptaba con intrépida alegría, como si se tratara de una aventura, preludio de otras mayores. Querido de todos por su optimismo y cordialidad, se valió de la simpatía que despertaba su persona para ayudar a un compañero de cautiverio, que era el polo opuesto a él: soberbio, molesto, lleno de sí mismo, alejado de los demás. Francisco, no obstante, se le acercó sin impacientarse, «soportó a aquel inaguantable», lo amansó con su cortés mansedumbre, lo reintegró al grupo (cf. 2 Cel 4; TC 4).


Este episodio de juventud prefigura el curriculum vitae del Santo, que fue valiente y manso, austeramente pobre y señorialmente cortés. Antes de la conversión, por su índole alegre y su magnífica generosidad, se presentó al mundo como flor de los jóvenes y rey de las fiestas; después, adoptó una doble actitud: la del pecador, la del pobre, la del hombrecillo inmerso en su nada, y la del caballero de un excelso señor, la del heraldo del gran Rey.

Impetuoso por naturaleza, pero de aquel ímpetu generoso que acomete las cimas, Francisco rompió violentamente los puentes con el mundo y dio al padre guerra (Dante: Paraíso XI, 58-59); mas bien pronto comprendió que para alcanzar las alturas insignes de su Señor necesitaría ser paciente y manso, descender al abismo de la humildad hasta llegar a tal y tanto conocimiento de sí mismo que no quisiese juzgar ni condenar a los demás, aun cuando fueran a todas luces culpables, que no depreciase a nadie, que «no se airase ni conturbase por el pecado de ninguno, porque la ira y la turbación impiden la caridad» (2 R 7,3).

La indignación a causa de la maldad humana, el santo enojo, no encajaban en su estilo: prefería acusarse a sí mismo y satisfacer por los otros, antes que tomarla con el prójimo.

Mas ¡cuánto padecimiento secreto en la mansedumbre de Francisco! Su exquisita delicadeza debió sufrir de continuo golpes y heridas. Quizás estuvo a punto de estallar cuando aquel rudo labriego entró alborotando con su asno en el tugurio de Rivotorto, molestando con ello a todos «los hermanos que estaban en silencio, dedicados a la oración». De hecho, «se incomodó un tanto contra él, sobre todo, porque había armado gran alboroto con su jumento». Pero la reacción del Santo consistió en abandonar aquel lugar para trasladarse a donde había ya estado al principio: a Santa María de la Porciúncula (cf. 1 Cel 44; TC 55).

Tal vez le sentó mal el descortés cumplido que le dirigió el Obispo de Terni: -«¡Vaya cómo habla este pobrecito ignorante (pauperculus et dispectus, simplex et illitteratus); viéndolo, no se daría por él un centavo! Alabemos a Dios que se sirve de tales instrumentos para la gloria de su Iglesia». Pero Francisco, ante semejante saludo, reaccionó enseguida arrojándose a los pies del Obispo y dándole gracias: -«¡Tú me has dado íntegramente lo que es mío... Has separado lo precioso de lo vil, rindiendo a Dios la alabanza y a mí la miseria mía!» (cf. 2 Cel 141; LP 10; EP 45).

Manso, pero no débil. La prepotencia, si se ensañaba contra su vocación o la de otros, la de Clara e Inés por ejemplo, hacía arder de nuevo su espíritu caballeresco. Así, cuando el Obispo de Imola, un tal Mainardino Aldighieri, receloso de aquellos predicadores vagabundos, andrajosos, semejantes a los patarinos y a los herejes de la pobreza, le negó el permiso de hablar en público diciendo: -«¡Me basto yo, hermano, para predicar a mi pueblo!», él, Francisco, bajó humildemente la cabeza y salió; pero regresó poco después. El otro, entre sorprendido y airado, le dijo: -«Pero, ¿qué quieres, hermano? ¿Qué es lo que pides todavía?» La mansedumbre de Francisco descubrió en aquella oposición el hilo de una relación filial, y halló las palabras justas para entrar derecho en el corazón del obispo Aldighieri: -«Señor, si el padre expulsa a su hijo por una puerta, éste debe volver a él por otra» (2 Cel 147; cf. LM 6,8).

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