Queridos hermanos y hermanas:
El evangelista san Marcos
refiere que Jesús se llevó a Pedro, Santiago y Juan a una montaña alta y se
transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron de un blanco
deslumbrador, «como no puede dejarlos ningún batanero del mundo» (cf. Mc
9,2-10). La liturgia nos invita hoy a fijar nuestra mirada en este misterio de
luz. En el rostro transfigurado de Jesús brilla un rayo de la luz divina que él
tenía en su interior. Esta misma luz resplandecerá en el rostro de Cristo el
día de la Resurrección. En este sentido, la Transfiguración es como una
anticipación del misterio pascual.
La Transfiguración nos invita a
abrir los ojos del corazón al misterio de la luz de Dios presente en toda la
historia de la salvación. Ya al inicio de la creación el Todopoderoso dice: «Fiat
lux», «Haya luz» (Gn 1,3), y la luz se separó de la oscuridad. Al igual que
las demás criaturas, la luz es un signo que revela algo de Dios: es como el
reflejo de su gloria, que acompaña sus manifestaciones. Cuando Dios se
presenta, «su fulgor es como la luz, salen rayos de sus manos» (Ha 3,4). La luz
-se dice en los Salmos- es
el manto con que Dios se envuelve (cf. Sal 104,2). En el libro de la Sabiduría el simbolismo de la luz se utiliza
para describir la esencia misma de Dios: la sabiduría, efusión de la gloria de
Dios, es «un reflejo de la luz eterna», superior a toda luz creada (cf. Sb
7,27.29s). En el Nuevo Testamento es Cristo quien constituye la plena
manifestación de la luz de Dios. Su resurrección ha derrotado para siempre el
poder de las tinieblas del mal. Con Cristo resucitado triunfan la verdad y el
amor sobre la mentira y el pecado. En él la luz de Dios ilumina ya
definitivamente la vida de los hombres y el camino de la historia. «Yo soy la
luz del mundo -afirma en el Evangelio-; el que me siga no caminará en la
oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12).
San Lucas no habla de
Transfiguración, pero describe todo lo que pasó a través de dos elementos: el
rostro de Jesús que cambia y su vestido que se vuelve blanco y resplandeciente,
en presencia de Moisés y Elías, símbolo de la Ley y los Profetas. A los tres
discípulos que asisten a la escena les dominaba el sueño: es la actitud de
quien, aun siendo espectador de los prodigios divinos, no comprende. Sólo la
lucha contra el sopor que los asalta permite a Pedro, Santiago y Juan «ver» la
gloria de Jesús. Entonces el ritmo se acelera: mientras Moisés y Elías se
separan del Maestro, Pedro habla y, mientras está hablando, una nube lo cubre a
él y a los otros discípulos con su sombra; es una nube, que, mientras cubre,
revela la gloria de Dios, como sucedió para el pueblo que peregrinaba en el
desierto. Los ojos ya no pueden ver, pero los oídos pueden oír la voz que sale
de la nube: «Este es mi Hijo, el elegido; escuchadle» (Lc 9,35).
Los discípulos ya no están
frente a un rostro transfigurado, ni ante un vestido blanco, ni ante una nube
que revela la presencia divina. Ante sus ojos está «Jesús solo» (Lc 9,36).
Jesús está solo ante su Padre, mientras reza, pero, al mismo tiempo, «Jesús
solo» es todo lo que se les da a los discípulos y a la Iglesia de todos los tiempos:
es lo que debe bastar en el camino. Él es la única voz que se debe escuchar, el
único a quien es preciso seguir, él, que subiendo hacia Jerusalén, dará la vida
y un día «transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso
como el suyo» (Flp 3,21).
«Maestro, qué bien se está
aquí» (Lc 9,33): es la expresión de éxtasis de Pedro, que a menudo se parece a
nuestro deseo respecto de los consuelos del Señor. Pero la Transfiguración nos
recuerda que las alegrías sembradas por Dios en la vida no son puntos de
llegada, sino luces que él nos da en la peregrinación terrena, para que «Jesús
solo» sea nuestra ley y su Palabra sea el criterio que guíe nuestra existencia.
Que la Virgen María nos ayude a
vivir intensamente nuestros momentos de encuentro con el Señor para que podamos
seguirlo cada día con alegría. A ella dirigimos nuestra mirada invocándola con
la oración del Ángelus.
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