Es un hecho demostrado que los salmos, compuestos
por inspiración divina, cuya colección forma parte de las sagradas Escrituras,
ya desde los orígenes de la Iglesia sirvieron admirablemente para fomentar la
piedad de los fieles, que ofrecían continuamente a Dios un sacrificio de
alabanza, es decir, el fruto de unos labios que confiesan su nombre, y que
además, por una costumbre heredada del antiguo Testamento, alcanzaron un lugar
importante en la sagrada liturgia y en el Oficio divino. De ahí nació lo que
san Basilio llama «la voz de la Iglesia», y la salmodia, calificada por nuestro
antecesor Urbano VIII como «hija de la himnodia que se canta asiduamente ante
el trono de Dios y del Cordero», y que, según el dicho de san Atanasio, enseña,
sobre todo a las personas dedicadas al culto divino, «cómo hay que alabar a
Dios y cuáles son las palabras más adecuadas» para ensalzarlo. Con relación a
este tema, dice bellamente san Agustín: «Para que el hombre alabara dignamente
a Dios, Dios se alabó a sí mismo; y, porque se dignó alabarse, por esto el
hombre halló el modo de alabarlo».
Los salmos tienen, además, una eficacia especial
para suscitar en las almas el deseo de todas las virtudes. En efecto, «si bien
es verdad que toda Escritura, tanto del antiguo como del nuevo
Testamento, inspirada por Dios es útil para enseñar, según está escrito,
sin embargo, el libro de los salmos, como el paraíso en el que se hallan (los
frutos) de todos los demás (libros sagrados), prorrumpe en cánticos y, al
salmodiar, pone de manifiesto sus propios frutos junto con aquellos otros».
Estas palabras son también de san Atanasio, quien añade asimismo: «A mi modo de
ver, los salmos vienen a ser como un espejo, en el que quienes salmodian se
contemplan a sí mismos y sus diversos sentimientos, y con esta sensación los
recitan». San Agustín dice en el libro de sus Confesiones: «¡Cuánto
lloré con tus himnos y cánticos, conmovido intensamente por las voces de tu
Iglesia que resonaba dulcemente! A medida que aquellas voces se infiltraban en
mis oídos, la verdad se iba haciendo más clara en mi interior y me sentía
inflamado en sentimientos de piedad, y corrían las lágrimas, que me hacían
mucho bien».
En efecto, ¿quién dejará de conmoverse ante aquellas
frecuentes expresiones de los salmos en las que se ensalza de un modo tan
elevado la inmensa majestad de Dios, su omnipotencia, su inefable justicia, su
bondad o clemencia y todos sus demás infinitos atributos, dignos de alabanza?
¿En quién no encontrarán eco aquellos sentimientos de acción de gracias por los
beneficios recibidos de Dios, o aquellas humildes y confiadas súplicas por los que
se espera recibir, o aquellos lamentos del alma que llora sus pecados? ¿Quién
no se sentirá inflamado de amor al descubrir la imagen esbozada de Cristo
redentor, de quien san Agustín «oía la voz en todos los salmos, ora
salmodiando, ora gimiendo, ora alegre por la esperanza, ora suspirando por la
realidad»?
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