Benedicto XVI, Ángelus del 2 de diciembre de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
Con el primer domingo de Adviento comienza un
nuevo año litúrgico: el pueblo de Dios vuelve a ponerse en camino para vivir el
misterio de Cristo en la historia. Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre (cf.
Hb 13,8); en cambio, la historia cambia y necesita ser evangelizada
constantemente; necesita renovarse desde dentro, y la única verdadera novedad
es Cristo: él es su realización plena, el futuro luminoso del hombre y del
mundo. Jesús, resucitado de entre los muertos, es el Señor al que Dios someterá
todos sus enemigos, incluida la misma muerte (cf. 1 Co 15,25-28).
Por tanto, el Adviento es el tiempo propicio
para reavivar en nuestro corazón la espera de Aquel «que es, que era y que va a
venir» (Ap 1,8). El Hijo de Dios ya vino en Belén hace veinte siglos, viene en
cada momento al alma y a la comunidad dispuestas a recibirlo, y de nuevo vendrá
al final de los tiempos para «juzgar a vivos y muertos». Por eso, el creyente
está siempre vigilante, animado por la íntima esperanza de encontrar al Señor,
como dice el Salmo: «Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma
aguarda al Señor, más que el centinela a la aurora» (Sal 130,5-6).
Por consiguiente, este domingo es un día muy
adecuado para ofrecer a la Iglesia entera y a todos los hombres de buena
voluntad mi segunda encíclica, que quise dedicar precisamente al tema de la
esperanza cristiana. Se titula Spe salvi, porque comienza con la
expresión de san Pablo: «Spe salvi facti sumus», «en esperanza fuimos
salvados» (Rm 8,24). En este, como en otros pasajes del Nuevo Testamento, la
palabra «esperanza» está íntimamente relacionada con la palabra «fe». Es un don
que cambia la vida de quien lo recibe, como lo muestra la experiencia de tantos
santos y santas.
¿En qué consiste esta esperanza, tan grande y
tan «fiable» que nos hace decir que en ella encontramos la «salvación»?
Esencialmente, consiste en el conocimiento de Dios, en el descubrimiento de su
corazón de Padre bueno y misericordioso. Jesús, con su muerte en la cruz y su
resurrección, nos reveló su rostro, el rostro de un Dios con un amor tan grande
que comunica una esperanza inquebrantable, que ni siquiera la muerte puede
destruir, porque la vida de quien se pone en manos de este Padre se abre a la
perspectiva de la bienaventuranza eterna.
El desarrollo de la ciencia moderna ha
marginado cada vez más la fe y la esperanza en la esfera privada y personal,
hasta el punto de que hoy se percibe de modo evidente, y a veces dramático, que
el hombre y el mundo necesitan a Dios -¡al verdadero Dios!-; de lo contrario,
no tienen esperanza.
No cabe duda de que la ciencia contribuye en
gran medida al bien de la humanidad, pero no es capaz de redimirla. El hombre
es redimido por el amor, que hace buena y hermosa la vida personal y social.
Por eso la gran esperanza, la esperanza plena y definitiva, es garantizada por
Dios que es amor, por Dios que en Jesús nos visitó y nos dio la vida, y en él
volverá al final de los tiempos.
En Cristo esperamos; es a él a quien
aguardamos. Con María, su Madre, la Iglesia va al encuentro del Esposo: lo hace
con las obras de caridad, porque la esperanza, como la fe, se manifiesta en el
amor.
Al comenzar el Adviento, invito a todos a
ensanchar el corazón para vivir con gozo el inefable don de la venida del Hijo
de Dios al mundo, y a permanecer vigilantes y firmes en la fe, esperando su
manifestación definitiva y gloriosa.
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