lunes, 10 de diciembre de 2012

San Franciscano y la Virgen María (I)

Por Martín Steiner, OFM

Francisco «rodeaba de amor indecible a la Madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad» (2 Cel 198).

Esta afirmación de Tomás de Celano nos invita, en primer lugar, a la modestia: si el amor que Francisco profesaba a María es «indecible», quiere decirse que nos hallamos ante un misterio que no podemos llegar a comprender; es imposible abarcarlo con nuestras palabras e ideas. El secreto de Francisco no se deja penetrar fácilmente en ningún sector. Se entra en él poco a poco, sin conseguir nunca la impresión de haberlo descifrado exhaustivamente.

El autor de este artículo nos indica al mismo tiempo en qué dirección debemos buscar: Francisco ama a María con un «amor indecible» por la relación singular que María mantiene con Aquel a quien se dirige el apasionado amor del Poverello: Cristo. ¡Es la Madre del Hijo de Dios! Francisco va de golpe a lo esencial: María está referida por entero a su Hijo. De ahí que su contemplación y devoción no separen jamás a María de Jesús. Postura tradicional y única base sólida para un amor recto y auténtico a María.

1. María y la Encarnación

¿Cómo percibía y admiraba Francisco, ya más concretamente, la maternidad divina de María? «Por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad», decía Tomás de Celano (2 Cel 198). Escribe Francisco: «Este Verbo del Padre, tan digno, tan santo y glorioso, anunciándolo el santo ángel Gabriel, fue enviado por el mismo altísimo Padre desde el cielo al seno de la santa y gloriosa Virgen María, y en él recibió la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4; cf. OfP 15,3). Francisco engloba así a María en su contemplación de la humanidad de la encarnación. Para comprender cómo Francisco pone sus ojos en el misterio de la encarnación, es preciso remontarse a la experiencia de dulzura vivida en el momento de su conversión (TC 7). Francisco no aclara el contenido de esta experiencia mística. Se puede deducir por los efectos que produjo en él: mayor acercamiento a los pobres, beso al leproso, etc. (cf. TC 8-11).

Experiencia del Altísimo, del Señor de la majestad que se abaja hasta el extremo de hacerse en Jesús nuestro Hermano; del Omnipotente, que viene a compartir en Jesús nuestra fragilidad; del Santísimo, que desciende a ocupar un puesto entre los pecadores; del infinitamente digno, que se humilla en su Hijo hasta el extremo de compartir nuestra abyección. Es la revelación, en Jesús, del ágape divino. Dios manifiesta hasta dónde llega su amor. Había creado al hombre a su imagen y semejanza. El hombre, con su ingratitud, se había apartado de él. Dios muestra entonces que su amor a su criatura es santo, es decir, completamente otro, infinitamente más fiel que el que brota del corazón del hombre: «Al igual que nos creaste por tu Hijo, así, por el santo amor con que nos amaste, quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima Santa María...» (1 R 23,3).

María está en el centro de este misterio de humildad y de amor: de ella ha tomado el Hijo de Dios nuestra carne, nuestra debilidad y fragilidad; por medio de ella se ha hecho Hermano nuestro, ese Hermano a quien contempla Francisco extasiándose: «¡Oh, cuán santo y cuán amado es tener un tal hermano y un tal hijo, agradable, humilde, pacífico, dulce, amable y más que todas las cosas deseable!» (1CtaF 13; cf. 2CtaF 56). Se comprende que englobe a María en su amor sin medida a su Señor.

«Por haber nosotros alcanzado misericordia mediante ella» (LM 9,3): por medio de ella ha venido a nosotros, pecadores, el que nos trae la misericordia, la ternura del Padre.

[En Selecciones de Franciscanismo, n. 28 (1981) 53-54]

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