Francisco «rodeaba de amor indecible a la Madre de
Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad» (2 Cel 198).
Esta afirmación de Tomás de Celano nos invita, en
primer lugar, a la modestia: si el amor que Francisco profesaba a María es «indecible»,
quiere decirse que nos hallamos ante un misterio que no podemos llegar a
comprender; es imposible abarcarlo con nuestras palabras e ideas. El secreto de
Francisco no se deja penetrar fácilmente en ningún sector. Se entra en él poco
a poco, sin conseguir nunca la impresión de haberlo descifrado exhaustivamente.
El autor de este artículo nos indica al mismo tiempo
en qué dirección debemos buscar: Francisco ama a María con un «amor indecible»
por la relación singular que María mantiene con Aquel a quien se dirige el
apasionado amor del Poverello: Cristo. ¡Es la Madre del Hijo
de Dios! Francisco va de golpe a lo esencial: María está referida por entero a
su Hijo. De ahí que su contemplación y devoción no separen jamás a María de
Jesús. Postura tradicional y única base sólida para un amor recto y auténtico a
María.
1. María y
la Encarnación
¿Cómo percibía y admiraba Francisco, ya más
concretamente, la maternidad divina de María? «Por haber hecho hermano
nuestro al Señor de la majestad», decía Tomás de Celano (2
Cel 198). Escribe Francisco: «Este Verbo del Padre, tan digno, tan
santo y glorioso, anunciándolo el santo ángel Gabriel, fue enviado por
el mismo altísimo Padre desde el cielo al seno de la santa y gloriosa Virgen
María, y en él recibió la carne verdadera de nuestra humanidad y
fragilidad» (2CtaF 4; cf. OfP 15,3). Francisco engloba así a María en su
contemplación de la humanidad de la encarnación. Para comprender cómo Francisco
pone sus ojos en el misterio de la encarnación, es preciso remontarse a la
experiencia de dulzura vivida en el momento de su conversión (TC 7). Francisco
no aclara el contenido de esta experiencia mística. Se puede deducir por los
efectos que produjo en él: mayor acercamiento a los pobres, beso al leproso,
etc. (cf. TC 8-11).
Experiencia del Altísimo, del Señor de la majestad que
se abaja hasta el extremo de hacerse en Jesús nuestro Hermano; del Omnipotente,
que viene a compartir en Jesús nuestra fragilidad; del Santísimo, que desciende
a ocupar un puesto entre los pecadores; del infinitamente digno, que se humilla
en su Hijo hasta el extremo de compartir nuestra abyección. Es la revelación,
en Jesús, del ágape divino. Dios manifiesta hasta dónde llega su amor. Había
creado al hombre a su imagen y semejanza. El hombre, con su ingratitud, se
había apartado de él. Dios muestra entonces que su amor a su criatura es santo, es
decir, completamente otro, infinitamente más fiel que el que brota del corazón
del hombre: «Al igual que nos creaste por tu Hijo, así, por el santo
amor con que nos amaste, quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero
hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima Santa María...» (1 R
23,3).
María está en el centro de este misterio de humildad y
de amor: de ella ha tomado el Hijo de Dios nuestra carne, nuestra debilidad y
fragilidad; por medio de ella se ha hecho Hermano nuestro, ese Hermano a quien
contempla Francisco extasiándose: «¡Oh, cuán santo y cuán amado es tener un tal
hermano y un tal hijo, agradable, humilde, pacífico, dulce, amable y más que todas
las cosas deseable!» (1CtaF 13; cf. 2CtaF 56). Se comprende que englobe a María
en su amor sin medida a su Señor.
«Por haber nosotros alcanzado misericordia mediante
ella» (LM 9,3): por medio de ella ha venido a nosotros, pecadores, el que nos
trae la misericordia, la ternura del Padre.
[En Selecciones de Franciscanismo, n. 28 (1981) 53-54]
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