Por Leonhard Lehmann, OFM
Volvamos ahora a Greccio, el lugar vinculado por
antonomasia con la Navidad franciscana. Para ello, resumiremos los amplios y
detallados relatos de los biógrafos, destacando algunas líneas básicas que
completan el cuadro trazado por el Salmo Navideño (OfP 15). Greccio nos
muestra sobre todo el aspecto experiencial. ¿Cómo celebró Francisco la fiesta
del nacimiento del Salvador?
En la Vida primera, escrita por Tomás de
Celano en 1228, el primer biógrafo de san Francisco describe con todo
entusiasmo cómo celebró nuestro Padre la Navidad del año 1223 en el pueblecito
de Greccio (1 Cel 84-86). San Buenaventura se basará en este relato para
narrarnos, aunque de forma más breve, el mismo acontecimiento en su Leyenda
Mayor, escrita en 1262 (LM 10,7). Ambos relatos nos informan sobre la
famosa celebración navideña: el Pobrecillo quiso reproducir, con la máxima
fidelidad posible, un segundo Belén, con el buey y el asno, sirviéndose de una
hendidura natural en la roca como cuna para el Niño Jesús, en plena naturaleza
y en el corazón de la noche. Pero no sólo quiso reproducir visiblemente el
acontecimiento de Belén; Francisco quería también que los asistentes
participaran de lo que allí se celebraba y que la celebración les impulsara a
una fe más profunda y a una devoción más ardiente. Así pues, invitó a todos los
hermanos de los eremitorios cercanos, al igual que a la gente de Greccio y de
sus alrededores. Acudió con todos ellos, en solemne procesión, llevando velas y
antorchas, al lugar previamente preparado y, una vez allí, empezó la sagrada
representación del misterio del nacimiento del Hijo de Dios.
Debe subrayarse que una parte de esta celebración
nocturna y a cielo abierto consistió precisamente en la celebración de la misa.
Francisco participó en ella en su calidad de diácono. Cantó con voz emocionada
el evangelio del nacimiento de Cristo, y luego predicó. Pero su predicación no
fue una exposición doctrinal, sino más bien una representación mímica. Predicó
con el corazón y con las manos, con el rostro y con los gestos, con palabras y
con todo su ser. Su cuerpo entero expresaba la plenitud de sus experiencias
íntimas. Como dice Celano, cuando pronunciaba las palabras «Je-sús» o
«Beth-le-em» parecía un niño tartamudo o una oveja que bala.
Tras tan singular e inimitable predicación, que
reproducía con gestos más que con palabras el misterio del nacimiento del Hijo
de Dios, el hermano sacerdote se acercó junto con Francisco al altar preparado
sobre la roca y prosiguió la eucaristía. El misterio de la encarnación de Dios
desemboca en el misterio de la redención y en el de la nueva presencia de
Cristo glorioso en la eucaristía.
Si Francisco proclamó y visualizó mímicamente el
nacimiento de Cristo con tanta emoción y expresividad, podemos imaginarnos el
fervor con que saludaría después al Redentor que se hacía presente sobre el
altar, cómo lo adoraría y con cuánta fe lo recibiría.
La celebración navideña de Greccio fue mucho más que
la representación de un misterio. Por su vinculación con la misa, fue una
celebración litúrgica cuasi-dramática, cuyo punto esencial consistió, no en la
representación de una historia, sino en la actualización y vivencia de un
misterio de fe. De hecho, según afirma Celano, la fe, apagada en los corazones
de muchos, se despertó a una nueva vida (1 Cel 86b).
La liturgia navideña de Greccio no queda anclada en
el acontecimiento de Belén, sino que sigue a Jesús hasta el Gólgota y lo
reconoce como el Redentor y el Glorificado que desciende nuevamente hoy hasta
nosotros y se nos da en la comunión. Así pues, Belén, la cruz y
el altar quedan ensamblados en una misma celebración de fe. No es, por
tanto, difícil descubrir en todo ello una vinculación con el Salmo Navideño,
cuyo rasgo distintivo, como antes vimos, radica en la visión unificada de la
cuna y la cruz. En la celebración de Greccio el arco se amplía todavía más,
llegando hasta la eucaristía, donde Dios continúa entregándosenos cada día.
[En Selecciones de Franciscanismo, n. 59
(1991) 261-262].
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