Por Pedro de Alcántara Martínez, OFM
«Dios inefable, (...) habiendo previsto desde
toda la eternidad la ruina lamentabilísima de todo el género humano que había
de derivarse de la culpa de Adán, y habiendo determinado en el misterio
escondido desde todos los siglos cumplir por la encarnación del Verbo la
primera obra de su bondad (...), eligió y señaló desde el principio, y antes de
todos los siglos, a su unigénito Hijo una Madre, de la cual, habiéndose hecho
carne en la feliz plenitud de los tiempos, naciese; y tanto la amó por encima
de todas las criaturas, que solamente en ella se complació con señaladísima
benevolencia».
Como nos indican las anteriores palabras de
Pío IX, la concepción inmaculada de la Virgen María es un maravilloso misterio
de amor. La Iglesia lo fue descubriendo poco a poco, al andar de los tiempos.
Hubieron de transcurrir siglos hasta que fuera definido como dogma de fe. Y no
es extraño, porque Dios lo reveló obscuramente, y ello en dos momentos
decisivos de la historia del mundo y en dos instantes extremos de la vida de
Cristo. Y los hombres somos lentos en comprender, en descifrar el íntimo
significado de las cosas.
En los albores de la creación, luego que Adán
pecó seducido por Eva, arrastrándonos a todos al misterio de tristeza, al
pecado, quiso Dios enviarnos un mensaje de esperanza: una mujer llevaría en
brazos al hombre que había de quebrantar la cabeza de la serpiente; una mujer
quedaría íntimamente asociada al Redentor en una lucha que había de terminar
con la derrota satánica. Si el demonio engañó al hombre por la mujer, la mujer
debelaría al demonio por el hombre y con el hombre.
No era ya noche, sino que comenzaban los
levantes de la aurora, la plenitud de los tiempos, cuando el ángel se acercó a
una virgen de Nazaret, en Galilea, y le dijo: «Alégrate, la llena de gracia, el
Señor es contigo».
Dijo Dios a la serpiente: «Pondré enemistades
entre ella y tú». Y ahora el ángel, como un eco, penetrando en el alma de María
a través de sus claros ojos, la saludaba de gracia llena. Pero ¡es tan obscuro
todo esto! Apenas si luego se podía comprender más, cuando vino Cristo al mundo
y la Revelación se hizo palpable. Los primeros hombres que le contemplaron
fueron pastores rudos. Le vieron en una gruta, recién nacido, clavel caído del
seno de la aurora, glorificando las pobres briznas de heno, cual rezó Góngora
en su delicioso villancico. Le miraban con ojos redondos, absortos, llenos de
un asombro sencillo y elemental. Estaba en brazos de ella, Madre de Dios,
circundada por un halo de celestial ternura.
Otro día las pajas del heno se habían
transformado ya en leños duros y clavos atormentadores. Los labios de él bebían
sangre, sudor y lágrimas en lugar de blanca leche bajada del cielo. Ella estaba
de pie, sufriendo, rodeada por un velo negro de severo dolor: la nueva Eva, la
compañera del Redentor, la Corredentora. Y así la contemplaban discípulos
acobardados, soldados indiferentes, chusma.
Madre de Dios, Corredentora... Las mentes de
los Santos Padres primero, de los teólogos medievales después, fueron
desentrañando el significado de tales palabras. Comprendieron el llena de
gracia a la luz del pesebre y el pondré enemistades al fulgor del
Calvario. Fueron comprendiendo que la dignidad de Madre de Dios está reñida con
todo pecado; que su oficio de corredentora exige la inmunidad de la mancha
original, a fin de poder merecer dignamente, con su Hijo, liberarnos de la
culpa. Todavía hoy siguen estudiando los teólogos el abismo de pureza que es la
concepción de María, y, al analizar sus raíces y su contenido, renuevan la
escena de Belén: asombro y más asombro ante la profundidad del misterio.
Cuando la Iglesia tuvo plena, formal,
explícita conciencia de que la limpia concepción de María era doctrina
contenida en la Revelación y, por tanto, objeto de fe, pasó a definirla como
tal. Y nos dijo Pío IX: «Declaramos, afirmamos y definimos que ha sido revelada
por Dios, y, por consiguiente, que debe ser creída firme y constantemente por
todos los fieles, la doctrina que afirma que la bienaventurada Virgen María fue
preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su
concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a
los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano».
Así, con toda la densidad de concepto -cada
palabra encierra una indispensable idea- y con toda la sobriedad de estilo
-dureza y línea escueta- propias de una definición dogmática, venía el Papa a
enseñarnos que la Inmaculada Concepción es un misterio de amor. Porque no sólo
nos definió que la Virgen fue preservada del pecado de origen, sino que lo fue
por los méritos de la pasión de Jesús.
Para llegar a entender plenamente estas
palabras con toda la preñez de sentido histórico que contienen, sería menester
remontarnos a los principios de las disputas teológicas sobre la Inmaculada;
sería necesario desempolvar infolios sin término, recorrer el proceso de las
ideas que fueron a desembocar en el cuadro justo de la definición dogmática.
Porque si bien el sentimiento del pueblo cristiano proclamaba fuertemente la
inocencia de la Madre de Dios, si a todos era manifiesta la conveniencia de
atribuir a María tal privilegio, los teólogos... no sabían cómo conciliar dos
cosas aparentemente contradictorias: la gloria de Cristo y la pureza de su
Madre.
Estaban claros los términos del problema:
Cristo es redentor del género humano, su gloria brota de la cruz. Cristo nos
amó en cruz y las flores de su amor son rosas de pasión. El influjo de Cristo
sobre todos los hombres se realiza implicado en el misterio de iniquidad;
sufrió por salvarnos de la culpa y merecernos la gracia; su acción santificante
viene precedida y condicionada por la previa remisión del pecado. Si María fue
siempre pura, si no lo contrajo, Cristo no sufrió por Ella. Si no sufrió por
Ella, la rosa más hermosa de la humanidad escapa del rosal de su pasión, del
riego generoso de su sangre. Ni el influjo santificador de Cristo se extiende a
su Madre, ni es Redentor universal del género humano al sustraérsele la bendita
entre las mujeres.
¡Gloria de Cristo!... ¡Pureza de María!...
Claro que todas estas cosas, en apariencia
distantes, lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, el ser y la
nada, la bondad y el pecado, la fuerza y la flaqueza, se unen siempre por un
aglutinante de ilimitada potencia: el amor.
Cuando Duns Escoto formula la definitiva
solución del problema lo hace con trazos sencillos. Podría resumirse así: es
más glorioso para Cristo preservar a María que extraerla del pecado; sufrir en
la cruz para evitar que contrajese la culpa que no para limpiarla después de
manchada, pues ello encierra un beneficio mucho mayor.
La Inmaculada Concepción de María es una obra
de perfecto amor, una perfecta glorificación de Cristo.
La preservó del pecado porque la amó más que a
nosotros, a Ella, bendita entre las mujeres.
Pero vamos más allá. El hecho de la
preservación de la culpa es sólo uno de los aspectos de la gracia inicial de la
Virgen. Ya en aquel momento era un abismo de belleza. Como decía Pío IX, la
Virgen fue «toda pura, toda sin mancha y como el ideal de la pureza y la
hermosura; más hermosa que la hermosura, más bella que la belleza, más santa
que la santidad y sola santa, y purísima en cuerpo y alma, la cual superó toda
integridad y virginidad y Ella sola fue toda hecha domicilio de todas las
gracias del Espíritu Santo y que, a excepción de sólo Dios, fue superior a
todos, más bella, santa y hermosa...».
La gracia es belleza: participación de la
naturaleza divina, del ser de Dios, quien es la belleza por esencia, y la
pureza, y la santidad, y la ternura, y el goce. En el instante de su concepción
recibió María una gracia superior a la de todos los santos, querubines y
serafines; participó de la belleza, de la pureza, de la santidad divinas, como
a ninguna otra criatura ha sido dado, excepción hecha de Cristo.
Murió Jesucristo en la cruz no solamente para
preservarla de la culpa, sino para darle toda la gracia y la hermosura de que
era capaz, para hacer de Ella la perfecta mujer. La amó, se dio a Ella en el
dolor para hacer de Ella perfecta Madre, la perfecta compañera en la obra
redentora. La Concepción Inmaculada de María no es, en resumen, sino la flor de
un dolorido amor, dolor de amor en flor.
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