sábado, 8 de diciembre de 2012

La Inmaculada Concepción


Por Pedro de Alcántara Martínez, OFM

«Dios inefable, (...) habiendo previsto desde toda la eternidad la ruina lamentabilísima de todo el género humano que había de derivarse de la culpa de Adán, y habiendo determinado en el misterio escondido desde todos los siglos cumplir por la encarnación del Verbo la primera obra de su bondad (...), eligió y señaló desde el principio, y antes de todos los siglos, a su unigénito Hijo una Madre, de la cual, habiéndose hecho carne en la feliz plenitud de los tiempos, naciese; y tanto la amó por encima de todas las criaturas, que solamente en ella se complació con señaladísima benevolencia».

Como nos indican las anteriores palabras de Pío IX, la concepción inmaculada de la Virgen María es un maravilloso misterio de amor. La Iglesia lo fue descubriendo poco a poco, al andar de los tiempos. Hubieron de transcurrir siglos hasta que fuera definido como dogma de fe. Y no es extraño, porque Dios lo reveló obscuramente, y ello en dos momentos decisivos de la historia del mundo y en dos instantes extremos de la vida de Cristo. Y los hombres somos lentos en comprender, en descifrar el íntimo significado de las cosas.

En los albores de la creación, luego que Adán pecó seducido por Eva, arrastrándonos a todos al misterio de tristeza, al pecado, quiso Dios enviarnos un mensaje de esperanza: una mujer llevaría en brazos al hombre que había de quebrantar la cabeza de la serpiente; una mujer quedaría íntimamente asociada al Redentor en una lucha que había de terminar con la derrota satánica. Si el demonio engañó al hombre por la mujer, la mujer debelaría al demonio por el hombre y con el hombre.

No era ya noche, sino que comenzaban los levantes de la aurora, la plenitud de los tiempos, cuando el ángel se acercó a una virgen de Nazaret, en Galilea, y le dijo: «Alégrate, la llena de gracia, el Señor es contigo».

Dijo Dios a la serpiente: «Pondré enemistades entre ella y tú». Y ahora el ángel, como un eco, penetrando en el alma de María a través de sus claros ojos, la saludaba de gracia llena. Pero ¡es tan obscuro todo esto! Apenas si luego se podía comprender más, cuando vino Cristo al mundo y la Revelación se hizo palpable. Los primeros hombres que le contemplaron fueron pastores rudos. Le vieron en una gruta, recién nacido, clavel caído del seno de la aurora, glorificando las pobres briznas de heno, cual rezó Góngora en su delicioso villancico. Le miraban con ojos redondos, absortos, llenos de un asombro sencillo y elemental. Estaba en brazos de ella, Madre de Dios, circundada por un halo de celestial ternura.

Otro día las pajas del heno se habían transformado ya en leños duros y clavos atormentadores. Los labios de él bebían sangre, sudor y lágrimas en lugar de blanca leche bajada del cielo. Ella estaba de pie, sufriendo, rodeada por un velo negro de severo dolor: la nueva Eva, la compañera del Redentor, la Corredentora. Y así la contemplaban discípulos acobardados, soldados indiferentes, chusma.

Madre de Dios, Corredentora... Las mentes de los Santos Padres primero, de los teólogos medievales después, fueron desentrañando el significado de tales palabras. Comprendieron el llena de gracia a la luz del pesebre y el pondré enemistades al fulgor del Calvario. Fueron comprendiendo que la dignidad de Madre de Dios está reñida con todo pecado; que su oficio de corredentora exige la inmunidad de la mancha original, a fin de poder merecer dignamente, con su Hijo, liberarnos de la culpa. Todavía hoy siguen estudiando los teólogos el abismo de pureza que es la concepción de María, y, al analizar sus raíces y su contenido, renuevan la escena de Belén: asombro y más asombro ante la profundidad del misterio.

Cuando la Iglesia tuvo plena, formal, explícita conciencia de que la limpia concepción de María era doctrina contenida en la Revelación y, por tanto, objeto de fe, pasó a definirla como tal. Y nos dijo Pío IX: «Declaramos, afirmamos y definimos que ha sido revelada por Dios, y, por consiguiente, que debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles, la doctrina que afirma que la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano».

Así, con toda la densidad de concepto -cada palabra encierra una indispensable idea- y con toda la sobriedad de estilo -dureza y línea escueta- propias de una definición dogmática, venía el Papa a enseñarnos que la Inmaculada Concepción es un misterio de amor. Porque no sólo nos definió que la Virgen fue preservada del pecado de origen, sino que lo fue por los méritos de la pasión de Jesús.

Para llegar a entender plenamente estas palabras con toda la preñez de sentido histórico que contienen, sería menester remontarnos a los principios de las disputas teológicas sobre la Inmaculada; sería necesario desempolvar infolios sin término, recorrer el proceso de las ideas que fueron a desembocar en el cuadro justo de la definición dogmática. Porque si bien el sentimiento del pueblo cristiano proclamaba fuertemente la inocencia de la Madre de Dios, si a todos era manifiesta la conveniencia de atribuir a María tal privilegio, los teólogos... no sabían cómo conciliar dos cosas aparentemente contradictorias: la gloria de Cristo y la pureza de su Madre.

Estaban claros los términos del problema: Cristo es redentor del género humano, su gloria brota de la cruz. Cristo nos amó en cruz y las flores de su amor son rosas de pasión. El influjo de Cristo sobre todos los hombres se realiza implicado en el misterio de iniquidad; sufrió por salvarnos de la culpa y merecernos la gracia; su acción santificante viene precedida y condicionada por la previa remisión del pecado. Si María fue siempre pura, si no lo contrajo, Cristo no sufrió por Ella. Si no sufrió por Ella, la rosa más hermosa de la humanidad escapa del rosal de su pasión, del riego generoso de su sangre. Ni el influjo santificador de Cristo se extiende a su Madre, ni es Redentor universal del género humano al sustraérsele la bendita entre las mujeres.

¡Gloria de Cristo!... ¡Pureza de María!...

Claro que todas estas cosas, en apariencia distantes, lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, el ser y la nada, la bondad y el pecado, la fuerza y la flaqueza, se unen siempre por un aglutinante de ilimitada potencia: el amor.

Cuando Duns Escoto formula la definitiva solución del problema lo hace con trazos sencillos. Podría resumirse así: es más glorioso para Cristo preservar a María que extraerla del pecado; sufrir en la cruz para evitar que contrajese la culpa que no para limpiarla después de manchada, pues ello encierra un beneficio mucho mayor.

La Inmaculada Concepción de María es una obra de perfecto amor, una perfecta glorificación de Cristo.

La preservó del pecado porque la amó más que a nosotros, a Ella, bendita entre las mujeres.

Pero vamos más allá. El hecho de la preservación de la culpa es sólo uno de los aspectos de la gracia inicial de la Virgen. Ya en aquel momento era un abismo de belleza. Como decía Pío IX, la Virgen fue «toda pura, toda sin mancha y como el ideal de la pureza y la hermosura; más hermosa que la hermosura, más bella que la belleza, más santa que la santidad y sola santa, y purísima en cuerpo y alma, la cual superó toda integridad y virginidad y Ella sola fue toda hecha domicilio de todas las gracias del Espíritu Santo y que, a excepción de sólo Dios, fue superior a todos, más bella, santa y hermosa...».

La gracia es belleza: participación de la naturaleza divina, del ser de Dios, quien es la belleza por esencia, y la pureza, y la santidad, y la ternura, y el goce. En el instante de su concepción recibió María una gracia superior a la de todos los santos, querubines y serafines; participó de la belleza, de la pureza, de la santidad divinas, como a ninguna otra criatura ha sido dado, excepción hecha de Cristo.

Murió Jesucristo en la cruz no solamente para preservarla de la culpa, sino para darle toda la gracia y la hermosura de que era capaz, para hacer de Ella la perfecta mujer. La amó, se dio a Ella en el dolor para hacer de Ella perfecta Madre, la perfecta compañera en la obra redentora. La Concepción Inmaculada de María no es, en resumen, sino la flor de un dolorido amor, dolor de amor en flor.

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