Por
Julio Micó, OFMCap
La
oración, por importante que sea en el camino espiritual de un creyente, no
puede estar desligada del resto de la vida. Orar no es un acto más de la
persona, que se pueda colocar junto a otras actividades, también importantes,
para la realización cristiana. El que ora se sitúa, todo él, ante la presencia
de Dios, consintiendo a su acción salvadora y dejándose transir por lo que
constituye su fundamento y horizonte. Por eso Francisco no rehuyó la mirada
benevolente de Dios que le invitaba a la penitencia (Test 1); es decir, a la
conversión de su vida en un quehacer para el Reino propuesto por Jesús en el
Evangelio. Desde que Francisco experimentó en Espoleto la presencia divina de
una forma arrolladora, no pudo hacer de su vida otra cosa más que gastarla,
convertida en respuesta, en adorar, alabar y servir a su Señor.
Francisco
no fue sólo un orante o, al decir de Celano, la oración personificada.
Francisco hizo de su vida una oración continuada al desplegar todo lo que era,
tenía y hacía, ante la mirada sanante de Dios.
Este
empeño por caminar en su presencia es lo que hizo de Francisco un continuo
buscador de Dios -peregrino del Absoluto-, que rastreaba la vida y sus
acontecimientos para encontrar en ellos la voluntad de Dios y saciar su sed de
totalidad.
Por
eso, la oración de Francisco no fue nunca una evasiva ni una despreocupación de
los problemas reales que le planteaba la vida. Tuvo que afrontar momentos
difíciles y oscuros para descubrir que, al final, siempre existe una luz que
confirma la esperanza; pero también experimentó en el gozo y la alegría la
certeza de que Dios habita en el fondo de los seres y de los acontecimientos.
Percibir lo divino que se manifiesta en la creación no es algo natural que se
dé sin esfuerzo. La sensibilidad para percibir la presencia de lo divino es un
don que nos ofrece el Espíritu a cambio de que le abramos las puertas de
nuestro ser personal y contribuyamos a que su acción operante se lleve a cabo
en nosotros.
Este
gesto de receptividad activa, alargado en el tiempo y desplegado en un lugar,
es lo que solemos llamar oración. La incesante necesidad de adorar, dar gracias
y alabar esta Presencia desbordante, reducida a un momento y a unos modos, es
lo que llamamos plegaria. Los largos espacios de tiempo empleados y la variada
gama de formas en que desplegó Francisco su oración, aun siendo importantes, no
deben oscurecer esa otra dimensión orante que, por estar enraizada en la vida,
pero más allá del tiempo y del espacio, no puede ser contabilizada. El
encuentro con el Señor necesita de espacios y de tiempos para materializar la
aceptación de esa presencia; pero si esos momentos de oración, en su sentido
material, no sirven para agudizar nuestra sensibilidad a la hora de percibir lo
divino que se esconde y manifiesta en la historia, entonces la plegaria se
convierte en un círculo cerrado que no sirve más que para autoalimentar
nuestras ilusiones y buscar satisfacción a nuestros deseos.
Para
Francisco, la conversión supuso el encuentro de dos historias personales: la de
Dios y la suya. Pero el Dios que se encuentra Francisco no es ese ser
trascendente despreocupado de todo lo que pueda ocurrir entre los hombres. El
Dios que sale al encuentro de Francisco se ha hecho hombre, se ha hecho
historia en Jesús, asumiendo la pobreza de sus limitaciones y afrontando el
reto del tiempo para quedarse silencioso, pero operante, en la Eucaristía.
Ante
tal rebajamiento, la respuesta de Francisco toma cuerpo asumiendo su total
pobreza y tratando de seguir, confiado, el camino escondido que Dios hace a través
de la historia. En Francisco, la voluntad de seguir la vida y pobreza de Jesús
se identifica con la necesidad de tenerlo continuamente en el corazón para
amarle, honrarle, adorarle, servirle, alabarle, bendecirle y glorificarle (1 R
23,10); es decir, para el Santo, orar se reduce a vivir con honradez el
Evangelio.
[Cf.
el texto completo en Selecciones de
Franciscanismo n. 56, 1990, 177-212]
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