jueves, 7 de marzo de 2013

«Adorar al Señor Dios » 
Oración y vida en san Francisco (I)

Por Julio Micó, OFMCap

La oración, por importante que sea en el camino espiritual de un creyente, no puede estar desligada del resto de la vida. Orar no es un acto más de la persona, que se pueda colocar junto a otras actividades, también importantes, para la realización cristiana. El que ora se sitúa, todo él, ante la presencia de Dios, consintiendo a su acción salvadora y dejándose transir por lo que constituye su fundamento y horizonte. Por eso Francisco no rehuyó la mirada benevolente de Dios que le invitaba a la penitencia (Test 1); es decir, a la conversión de su vida en un quehacer para el Reino propuesto por Jesús en el Evangelio. Desde que Francisco experimentó en Espoleto la presencia divina de una forma arrolladora, no pudo hacer de su vida otra cosa más que gastarla, convertida en respuesta, en adorar, alabar y servir a su Señor.

Francisco no fue sólo un orante o, al decir de Celano, la oración personificada. Francisco hizo de su vida una oración continuada al desplegar todo lo que era, tenía y hacía, ante la mirada sanante de Dios.

Este empeño por caminar en su presencia es lo que hizo de Francisco un continuo buscador de Dios -peregrino del Absoluto-, que rastreaba la vida y sus acontecimientos para encontrar en ellos la voluntad de Dios y saciar su sed de totalidad.

Por eso, la oración de Francisco no fue nunca una evasiva ni una despreocupación de los problemas reales que le planteaba la vida. Tuvo que afrontar momentos difíciles y oscuros para descubrir que, al final, siempre existe una luz que confirma la esperanza; pero también experimentó en el gozo y la alegría la certeza de que Dios habita en el fondo de los seres y de los acontecimientos. Percibir lo divino que se manifiesta en la creación no es algo natural que se dé sin esfuerzo. La sensibilidad para percibir la presencia de lo divino es un don que nos ofrece el Espíritu a cambio de que le abramos las puertas de nuestro ser personal y contribuyamos a que su acción operante se lleve a cabo en nosotros.

Este gesto de receptividad activa, alargado en el tiempo y desplegado en un lugar, es lo que solemos llamar oración. La incesante necesidad de adorar, dar gracias y alabar esta Presencia desbordante, reducida a un momento y a unos modos, es lo que llamamos plegaria. Los largos espacios de tiempo empleados y la variada gama de formas en que desplegó Francisco su oración, aun siendo importantes, no deben oscurecer esa otra dimensión orante que, por estar enraizada en la vida, pero más allá del tiempo y del espacio, no puede ser contabilizada. El encuentro con el Señor necesita de espacios y de tiempos para materializar la aceptación de esa presencia; pero si esos momentos de oración, en su sentido material, no sirven para agudizar nuestra sensibilidad a la hora de percibir lo divino que se esconde y manifiesta en la historia, entonces la plegaria se convierte en un círculo cerrado que no sirve más que para autoalimentar nuestras ilusiones y buscar satisfacción a nuestros deseos.

Para Francisco, la conversión supuso el encuentro de dos historias personales: la de Dios y la suya. Pero el Dios que se encuentra Francisco no es ese ser trascendente despreocupado de todo lo que pueda ocurrir entre los hombres. El Dios que sale al encuentro de Francisco se ha hecho hombre, se ha hecho historia en Jesús, asumiendo la pobreza de sus limitaciones y afrontando el reto del tiempo para quedarse silencioso, pero operante, en la Eucaristía.

Ante tal rebajamiento, la respuesta de Francisco toma cuerpo asumiendo su total pobreza y tratando de seguir, confiado, el camino escondido que Dios hace a través de la historia. En Francisco, la voluntad de seguir la vida y pobreza de Jesús se identifica con la necesidad de tenerlo continuamente en el corazón para amarle, honrarle, adorarle, servirle, alabarle, bendecirle y glorificarle (1 R 23,10); es decir, para el Santo, orar se reduce a vivir con honradez el Evangelio.

[Cf. el texto completo en Selecciones de Franciscanismo n. 56, 1990, 177-212]

No hay comentarios.:

Publicar un comentario