Por Julio Micó, OFMCap
c) Contemplar a Dios
El talante contemplativo colorea también las relaciones con Dios. En
este sentido, contemplar es percibir intuitivamente lo que es Dios y lo que es
el hombre y el lugar que ocupa cada uno en este encuentro personal. La
expresión de Francisco: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío? Y, ¿quién soy yo,
gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?» (Ll 3), después de recibir las llagas,
es el exponente de lo que significaba para él la contemplación.
En la contemplación Francisco condensa toda su teología, pero también su
antropología. Respecto a su concepto de Dios ya hablamos anteriormente en el
cap. II, por lo que no hace falta volver sobre él. Lo que pensaba del hombre,
aunque no lo hiciera en forma sistemática, también está bastante claro en sus
Escritos, y a ellos nos vamos a remitir.
A diferencia de nuestra cultura, que es más bien antropocéntrica,
Francisco tiene un concepto teocéntrico del mundo. Lo primero y lo último, lo
más importante y principal, lo único y definitivo, es decir, el centro de todo,
es Dios, de cuyo amor brota todo lo demás, y en Él encuentra su meta y su
destino. De ahí que el hombre sea un ser relacional, cuya plenitud y
realización está referida al cumplimiento de la voluntad de Dios su Creador.
Ese oscuro pecado original que anida en el fondo del hombre y de su
historia rompió esa actitud de referencia, ahogando al hombre en el círculo
estrecho de su egoísmo y falsa autosuficiencia. Esta rotura dramática es la que
reparó Jesús con su vida, muerte y resurrección; pero el hombre quedó herido en
su voluntad para reconocer la realidad original de sus relaciones con Dios. Por
eso busca mil razones y subterfugios para escapar de ese diálogo que le
constituye en su propio ser, dilatándolo mas allá de sí mismo.
Dentro de esta visión antropológica de Francisco, contemplar a Dios es
aceptar al Otro como Absoluto y a sí mismo como relativo, esforzándose por
mantener esta relación que constituye la propia realización y destino. Este
encuentro con la Presencia no es ningún salario que pague nuestro esfuerzo: eso
seria encerrar a Dios en el ámbito de la magia con el fin de dominarle. A este
encuentro se va desde la gratuidad agradecida y confiada del que sabe que Dios
colma nuestra menesterosidad.
Así fue, al parecer, la relación de Francisco con su Dios; una relación
abierta, respetuosa, deslumbrante, gratificante, en la que su ser se iba
empapando de Dios a medida que consentía en la realización de su voluntad. Las Alabanzas
al Dios Altísimo, escritas después de recibir las llagas, expresan de forma
gráfica lo que era para Francisco la contemplación de Dios.
Además de contemplativo, Francisco era un místico sin ningún tipo de
fenómenos extraordinarios ni método doctrinal concreto que le sirviera en su
experiencia y pudiera expresar su ascenso espiritual. Pero así y todo, vivió su
relación con Dios de una forma intuitiva y directa que los estudiosos definen
como mística. Su presencia era para él casi física. Indudablemente
contribuía a ello el ambiente religioso medieval, pero no lo explica del todo.
Después de su conversión, Dios era para él algo que le subyugaba, le
seducía, le llenaba y le ocupaba; algo de lo que necesitaba y de lo que no
podía prescindir. Parecía como enganchadoen Dios; y esta
dependencia le liberaba, puesto que en su presencia aprendía en qué consiste
ser hombre. Una presencia y una contemplación que, lejos de ser estériles,
producían su fruto, pues Francisco no sólo acogía a Dios sino que lo
practicaba, traduciéndolo en hechos que materializaran su voluntad. De ahí que
en Francisco sorprenda su profunda oración mística y su gran actividad
evangelizadora. Una actividad que brota de la necesidad de compartir su
hallazgo invitando a los demás a que intenten acoger el Misterio como una forma
de recobrar el sentido de sus vidas.
[Cf. el texto completo en Selecciones de Franciscanismo n.
56, 1990, 177-212]
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