Queridos amigos
Al comienzo de
mi ministerio en la Sede de Pedro, me alegra encontrarme con vosotros, que
habéis trabajado aquí en Roma en este momento tan intenso, que comenzó con el
anuncio sorprendente de mi venerado predecesor, Benedicto XVI,
el pasado 11 de febrero. Os saludo cordialmente a todos vosotros.
El papel de los medios de
comunicación ha ido creciendo cada vez más en los últimos tiempos, hasta el
punto de que se hecho imprescindible para relatar al mundo los acontecimientos
de la historia contemporánea.
Expreso, pues, un agradecimiento especial a
vosotros por vuestro competente servicio durante los días pasados – habéis trabajado
¡eh!, habéis trabajado – en los que el mundo católico, y no sólo el católico,
ha puesto sus ojos en la Ciudad Eterna, y particularmente en este territorio
cuyo «centro de gravedad» es la tumba de San Pedro.
En estas semanas, habéis tenido
ocasión de hablar de la Santa Sede,
de la Iglesia,
de sus ritos y tradiciones, de su fe y, sobre todo, del papel del Papa y de su
ministerio.
Doy gracias de corazón especialmente a quienes han sabido observar
y presentar estos acontecimientos de la historia de la Iglesia, teniendo en
cuenta la justa perspectiva desde la que han de ser leídos, la de la fe. Los
acontecimientos de la historia requieren casi siempre una lectura compleja, que
a veces puede incluir también la dimensión de la fe.
Los acontecimientos eclesiales
no son ciertamente más complejos de los políticos o económicos. Pero tienen una
característica de fondo peculiar: responden a una lógica que no es
principalmente la de las categorías, por así decirlo, mundanas; y precisamente
por eso, no son fáciles de interpretar y comunicar a un público amplio y
diversificado.
En efecto, aunque es ciertamente una institución también
humana, histórica, con todo lo que ello comporta, la Iglesia no es de
naturaleza política, sino esencialmente espiritual: es el Pueblo de Dios.
El santo Pueblo de Dios que
camina hacia el encuentro con Jesucristo. Únicamente desde esta perspectiva se
puede dar plenamente razón de lo que hace la Iglesia Católica.
Cristo es el
Pastor de la Iglesia, pero su presencia en la historia pasa a través de la
libertad de los hombres: uno de ellos es elegido para servir como su Vicario,
Sucesor del apóstol Pedro; pero Cristo es el centro, no el Sucesor de Pedro:
Cristo. Cristo es el centro.
Cristo es la referencia fundamental, el corazón
de la Iglesia. Sin él, ni Pedro ni la Iglesia existirían ni tendrían razón de
ser. Como ha repetido tantas veces Benedicto XVI, Cristo está presente y guía a
su Iglesia.
En todo lo acaecido, el protagonista, en última instancia, es el
Espíritu Santo. Él ha inspirado la decisión de Benedicto XVI por el bien de la
Iglesia.
Él ha orientado en la oración y
la elección a los cardenales.
Es
importante, queridos amigos, tener debidamente en cuenta este horizonte
interpretativo, esta hermenéutica, para enfocar el corazón de los
acontecimientos de estos días.
De aquí nace ante todo un renovado y sincero
agradecimiento por los esfuerzos de estos días especialmente fatigosos, pero
también una invitación a tratar de conocer cada vez mejor la verdadera
naturaleza de la Iglesia, y también su caminar por el mundo, con sus virtudes y
sus pecados, y conocer las motivaciones espirituales que la guían, y que son
las más auténticas para comprenderla.
Tened la seguridad de que la Iglesia,
por su parte, dedica una gran atención a vuestro precioso cometido; tenéis la
capacidad de recoger y expresar las expectativas y exigencias de nuestro
tiempo, de ofrecer los elementos para una lectura de la realidad.
Vuestro trabajo requiere
estudio, sensibilidad y experiencia, como en tantas otras profesiones, pero
implica una atención especial respecto a la verdad, la bondad y la belleza; y
esto nos hace particularmente cercanos, porque la Iglesia existe precisamente
para comunicar esto: la Verdad, la Bondad y la Belleza «en persona».
Debería
quedar muy claro que todos estamos llamados, no a mostrarnos a nosotros mismos,
sino a comunicar esta tríada existencial que conforman la verdad, la bondad y
la belleza.
Algunos no sabían por qué el Obispo de Roma ha querido llamarse
Francisco. Algunos pensaban en Francisco Javier, en Francisco de Sales, también
en Francisco de Asís.
Les contaré la historia. Durante las elecciones, tenía
al lado al arzobispo emérito de San Pablo, y también prefecto emérito de la
Congregación para el clero, el cardenal Claudio Hummes:
un gran amigo, un gran amigo. Cuando la cosa se ponía un poco peligrosa, él me
confortaba.
Y cuando los votos subieron a los dos tercios, hubo el
acostumbrado aplauso, porque había sido elegido. Y él me abrazó, me besó, y me
dijo: «No te olvides de los pobres». Y esta palabra ha entrado aquí: los
pobres, los pobres. De inmediato, en relación con los pobres, he pensado en
Francisco de Asís.
Después he pensado en las
guerras, mientras proseguía el escrutinio hasta terminar todos los votos. Y
Francisco es el hombre de la paz. Y así, el nombre ha entrado en mi corazón:
Francisco de Asís.
Para mí es el hombre de la pobreza, el hombre de la paz, el
hombre que ama y custodia la creación; en este momento, también nosotros
mantenemos con la creación una relación no tan buena, ¿no? Es el hombre que nos
da este espíritu de paz, el hombre pobre... ¡Ah, cómo quisiera una Iglesia
pobre y para los pobres!
Después, algunos hicieron diversos chistes: «Pero tú
deberías llamarte Adriano, porque Adriano VI fue el reformador, y hace falta
reformar...». Y otro me decía: «No, no, tu nombre debería ser Clemente». «Y
¿por qué?». «Clemente XV: así te vengas de Clemente XIV, que suprimió la
Compañía de Jesús». Son bromas.
Os quiero mucho. Os doy las
gracias por todo lo que habéis hecho. Y pienso en vuestro trabajo: os deseo que
trabajéis con serenidad y con fruto, y que conozcáis cada vez mejor el
Evangelio de Jesucristo y la realidad de la Iglesia.
Os encomiendo a la
intercesión de la Santísima Virgen María, Estrella de la Evangelización, a la
vez que os expreso los mejores deseos para vosotros y vuestras familias, a cada
una de vuestras familias, e imparto de corazón a todos mi Bendición.
(Palabras
en español)
Les dije que les daba de corazón la bendición. Como muchos de
ustedes no pertenecen a la Iglesia católica, otros no son creyentes, de corazón
doy esta bendición en silencio a cada uno de ustedes, respetando la conciencia
de cada uno, pero sabiendo que cada uno de ustedes es hijo de Dios.
Que Dios los bendiga.
Fuente: ACI Prensa
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