Por Francesco Saverio Toppi, OFMCap
La asimilación vivida y amada de
la Palabra de Dios llevó a san Francisco a una oración-conversación amorosa con
Dios.
Escribe su primer biógrafo: «Cuando
oraba en las selvas y soledades, llenaba los bosques de gemidos, rociaba la
tierra con sus lágrimas, se golpeaba el pecho con la mano, y allí, cual si
estuviera en lo más secreto del retiro, hablaba frecuentemente en voz alta con
su Señor. Allí respondía al juez, allí suplicaba al padre, allí conversaba con
el amigo, allí se recreaba con el esposo, el Señor» (2 Cel 95).
Nos encontramos ante la típica oración
«afectiva», que será característica de la oración franciscana, y que es puerta
abierta a la experiencia íntima de Dios. «Nuestra oración es más bien
"afectiva", u oración del corazón, que nos lleva a una experiencia
íntima de Dios» (Taizé 17). Aun dando por descontada la aportación del
temperamento de Francisco, no sería justo reducir este género de oración a
sentimentalismo, a exuberancia de carácter afectivo, a capacidad creativa de
objetivar los impulsos interiores. En nuestro caso se trata de una actitud
existencial múltiple de la criatura ante el Creador, del cristiano ante Cristo.
La transcendencia, la santidad, la
majestad de Dios estaban de tal modo impresas en el alma de Francisco, que
suscitaban en él una oración dominada de manera particular por el espíritu de
adoración. Dan idea de ello los términos tan frecuentes en su boca y en sus
escritos de Altísimo, Omnipotente, Sumo, Justo, Fuerte, Grande, Rey del cielo y
de la tierra, Eterno, Santísimo, etc. Algo de esto revela la primera estrofa
del Cántico del Hermano Sol,
aun estando todo él impregnado de una tierna intimidad con el Padre celestial.
Testimonio elocuente de lo mismo es su virtud preferida: la humildad.
En el Pobrecillo de Asís prevalecía el
don del temor de Dios en el sentido bíblico-teológico más puro del término:
experiencia infusa de la majestad y de la santidad del Altísimo y Sumo Dios. De
aquí, la compunción del corazón, la contrición, viva y declarada. La oración
del publicano: «¡Dios mío, ten compasión de este pecador!» (Lc 18,13),
expresaba una actitud de fondo suya habitual (1 Cel 26). Y el Santo enseñaba y
mostraba con el ejemplo «la necesidad, para los que tienden a la perfección, de
purificarse cada día con las lágrimas de la contrición» (LM 5,8).
A nadie se le ocurrirá pensar que el
temor de Dios y la compunción del corazón pertenecen al Antiguo Testamento y a
la espiritualidad medieval. Francisco, el santo del amor y de la alegría,
recuerda con su ejemplo que «el temor de Dios es principio y corona de la
Sabiduría», y que la compunción del corazón, que brota de la experiencia del
amor del Padre, conduce al gozo del banquete festivo preparado por el Señor.
Sobre el trasfondo, se divisa al
Crucificado, al que Francisco comprendió y revivió, incluso en la carne, de un
modo singularísimo, hasta el carisma, entonces inaudito, de las Llagas. San
Buenaventura subraya que la vocación de Francisco a contemplar a Jesús
Crucificado se remonta a los primeros tiempos de su conversión: «Buscaba
lugares solitarios, donde más fácilmente podía entregarse al llanto y al fervor
de la oración, acompañada de gemidos inenarrables, logrando después de largas e
insistentes súplicas ser escuchado benignamente por el Señor. Oraba así cierto
día en un lugar solitario, y todo absorto en Dios a impulsos de su ardiente
fervor, apareciósele Cristo clavado en la cruz. Con esta visión quedó su alma
abrasada en incendios de amor, y tan profundamente se grabó en su corazón la
memoria de la Pasión de Cristo que, desde entonces, siempre que recordaba los
tormentos del Salvador, le era de todo punto imposible contener las lágrimas y
los suspiros, como él mismo lo manifestó después familiarmente al acercarse el
fin de su vida. Comprendió con esto que el Señor quería inculcarle, para que lo
pusiese en práctica, aquello del Evangelio: "El que quiera venirse
conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga"» (LM
1,5).
Lo que debe hacernos reflexionar, para
una recuperación sólida de la oración, es que tal actitud hacia el Crucificado
condujo a Francisco, con inmediatez y coherencia concreta, en medio de aquellos
que eran imágenes vivientes del Crucificado: los leprosos, los pobres, los
mendigos, el desecho de la sociedad. La oración es autenticada por la vida, y
la vida es sustentada por la oración.
[Cf. Selecciones
de Franciscanismo, n. 19 (1978) 29-30]
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