sábado, 30 de marzo de 2013

¡Francisco, enséñanos a orar! Oración afectiva, temor de Dios y compunción del corazón

Por Francesco Saverio Toppi, OFMCap

La asimilación vivida y amada de la Palabra de Dios llevó a san Francisco a una oración-conversación amorosa con Dios.

Escribe su primer biógrafo: «Cuando oraba en las selvas y soledades, llenaba los bosques de gemidos, rociaba la tierra con sus lágrimas, se golpeaba el pecho con la mano, y allí, cual si estuviera en lo más secreto del retiro, hablaba frecuentemente en voz alta con su Señor. Allí respondía al juez, allí suplicaba al padre, allí conversaba con el amigo, allí se recreaba con el esposo, el Señor» (2 Cel 95).


Nos encontramos ante la típica oración «afectiva», que será característica de la oración franciscana, y que es puerta abierta a la experiencia íntima de Dios. «Nuestra oración es más bien "afectiva", u oración del corazón, que nos lleva a una experiencia íntima de Dios» (Taizé 17). Aun dando por descontada la aportación del temperamento de Francisco, no sería justo reducir este género de oración a sentimentalismo, a exuberancia de carácter afectivo, a capacidad creativa de objetivar los impulsos interiores. En nuestro caso se trata de una actitud existencial múltiple de la criatura ante el Creador, del cristiano ante Cristo.

La transcendencia, la santidad, la majestad de Dios estaban de tal modo impresas en el alma de Francisco, que suscitaban en él una oración dominada de manera particular por el espíritu de adoración. Dan idea de ello los términos tan frecuentes en su boca y en sus escritos de Altísimo, Omnipotente, Sumo, Justo, Fuerte, Grande, Rey del cielo y de la tierra, Eterno, Santísimo, etc. Algo de esto revela la primera estrofa del Cántico del Hermano Sol, aun estando todo él impregnado de una tierna intimidad con el Padre celestial. Testimonio elocuente de lo mismo es su virtud preferida: la humildad.

En el Pobrecillo de Asís prevalecía el don del temor de Dios en el sentido bíblico-teológico más puro del término: experiencia infusa de la majestad y de la santidad del Altísimo y Sumo Dios. De aquí, la compunción del corazón, la contrición, viva y declarada. La oración del publicano: «¡Dios mío, ten compasión de este pecador!» (Lc 18,13), expresaba una actitud de fondo suya habitual (1 Cel 26). Y el Santo enseñaba y mostraba con el ejemplo «la necesidad, para los que tienden a la perfección, de purificarse cada día con las lágrimas de la contrición» (LM 5,8).

A nadie se le ocurrirá pensar que el temor de Dios y la compunción del corazón pertenecen al Antiguo Testamento y a la espiritualidad medieval. Francisco, el santo del amor y de la alegría, recuerda con su ejemplo que «el temor de Dios es principio y corona de la Sabiduría», y que la compunción del corazón, que brota de la experiencia del amor del Padre, conduce al gozo del banquete festivo preparado por el Señor.

Sobre el trasfondo, se divisa al Crucificado, al que Francisco comprendió y revivió, incluso en la carne, de un modo singularísimo, hasta el carisma, entonces inaudito, de las Llagas. San Buenaventura subraya que la vocación de Francisco a contemplar a Jesús Crucificado se remonta a los primeros tiempos de su conversión: «Buscaba lugares solitarios, donde más fácilmente podía entregarse al llanto y al fervor de la oración, acompañada de gemidos inenarrables, logrando después de largas e insistentes súplicas ser escuchado benignamente por el Señor. Oraba así cierto día en un lugar solitario, y todo absorto en Dios a impulsos de su ardiente fervor, apareciósele Cristo clavado en la cruz. Con esta visión quedó su alma abrasada en incendios de amor, y tan profundamente se grabó en su corazón la memoria de la Pasión de Cristo que, desde entonces, siempre que recordaba los tormentos del Salvador, le era de todo punto imposible contener las lágrimas y los suspiros, como él mismo lo manifestó después familiarmente al acercarse el fin de su vida. Comprendió con esto que el Señor quería inculcarle, para que lo pusiese en práctica, aquello del Evangelio: "El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga"» (LM 1,5).

Lo que debe hacernos reflexionar, para una recuperación sólida de la oración, es que tal actitud hacia el Crucificado condujo a Francisco, con inmediatez y coherencia concreta, en medio de aquellos que eran imágenes vivientes del Crucificado: los leprosos, los pobres, los mendigos, el desecho de la sociedad. La oración es autenticada por la vida, y la vida es sustentada por la oración.

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, n. 19 (1978) 29-30]

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