Por Julio
Micó, OFMCap
Si Dios es -o debe
ser- para nosotros el Absoluto, lógicamente todo lo demás debe estar en función
de esta convicción, no solamente trabajando por limpiar nuestro corazón para
poder ver a Dios, sino colocando en segundo lugar, por importante que sea, todo
aquello que decimos no ser Dios mismo. El trabajo y el estudio, dos
actividades-tipo que podemos convertir en absolutos, y por tanto en ídolos,
deben supeditarse a la supremacía de Dios (2 R 5,1-3; CtaA 2).
Para que la oración nos ayude a crecer y caminar por el sendero de
nuestra propia fe, necesita ser personalizada. Por mucho que la Fraternidad
arrope y sostenga la oración de cada uno de sus miembros, nunca podrá sustituir
la responsabilidad individual de hacerse presente ante el Dios del que vive y
para el que vive. Nuestra dignidad personal está fundada en el amor particular
que Dios nos tiene; y ese gesto de generosidad necesita ser correspondido con
la alabanza y la voluntad de ir creciendo a su imagen y semejanza, puesto que
imitando a Dios es como aprendemos a ser hombres.
Sin embargo, la realidad de la oración no se limita al ámbito
individual. La Fraternidad es también personal y, por tanto, receptora de ese
amor fundante (Test 14-15) que la convierte en pregonera de las maravillas que
Dios hace con el hombre. Una Fraternidad que se ha reunido para seguir a Jesús
no puede olvidar impunemente la faceta contemplativa de ese mismo Jesús,
abierto incondicionalmente a la voluntad del Padre que le llevaba al compromiso
por la construcción de un Reino ofrecido a los hombres. Si tomamos la oración
comunitaria como un trámite rutinario para cumplir la legislación, el tiempo se
encargará de clarificar las cosas haciendo ver, al menos para los que nos
observan, que lo que allí se hace no es oración sino pura charlatanería o mudo
silencio.
La oración, aun siendo importante por ser uno de los elementos
fundantes de nuestra identidad, no puede ser tomada en vano utilizándola como
falsa panacea de todos los problemas de la Fraternidad. Cuando el grupo, o uno
de sus miembros, no funciona, la única solución no tiene por qué ser el aumento
de los tiempos de oración, ya que -muy posiblemente- lo que necesite sea
visitar a un psicólogo u otro tipo de terapias que solucionen el problema.
Por otro lado, la invasión de nuevas técnicas orientales de oración
está amenazando a la oración misma al vaciarla de su contenido teológico. La
oración cristiana no puede tener otro objetivo que el Dios de Jesús,
manifestado como Padre suyo y también nuestro. Por eso, confundir los medios con
el fin, entregándose a una oración difusa e impersonal, es renunciar a la
oración que la Iglesia ha mantenido como identificadora de lo cristiano, y a la
que Francisco se adhirió con laboriosidad como única forma de respuesta a la
llamada existencial que el Señor le hizo una vez convertido.
La oración de Francisco, como expresión de su vida, fue la oración del
que se sabe pobre y, por tanto, no se apoya en sus propios méritos sino en la
bondad del Señor. Desde esta actitud se entiende el reconocimiento de los
valores, sin ningún tipo de envidia, que Dios ha distribuido entre los hombres
para que los aporten en el quehacer común del Reino creando fraternidad.
Percibir esos valores y dar gracias a Dios por ellos es una forma de entrar en
la dinámica de la pobreza que alcanza, incluso, a la misma oración. De ese modo
podemos afinar la propia sensibilidad descubriendo valores reales allí donde
otros no ven más que amenazas y calamidades.
La oración, en definitiva, debe abordarse desde lo que ella misma es y
el lugar que ocupa dentro de la vida cristiana. La renovación conciliar intentó
hacer creíble nuestra vida franciscana remitiéndonos a los orígenes para
recuperar, de forma nueva, nuestra identidad. Pues bien, no se podrá dar una
actualización del carisma franciscano si no recobramos la frescura, y al mismo
tiempo la hondura, de una oración confiada, que no teme el reto secularizante
de nuestra sociedad porque ha experimentado en su propia vida lo que es y a lo
que lleva el encontrarse de una forma responsable con Dios.
[Cf. el texto completo en Selecciones de
Franciscanismo n.
56, 1990, 177-212]
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