Por Miguel Ángel Lavilla Martín, OFM
La Palabra de Dios atraviesa todos los escritos de
Clara, marcándolos de manera indeleble. Y en su vida la Palabra de Dios era su
alimento diario.
El evangelismo de Clara es patente. Su
lectura del Evangelio no se reducía a una lectura material-literal, sino que,
inspirada por el Espíritu, perseguía su encarnación en lo cotidiano.
Éste es uno de los rasgos que convierte
a Clara en actual. La Palabra de Dios, el Evangelio, nunca pasa de moda,
siempre es actual. Clara no sólo escuchó la Palabra, sino que decidida
respondió a lo escuchado, en las circunstancias concretas en que vivió. Para
todo creyente en el Señor Jesús, su vocación es escuchar esa Palabra viva y
poner en acto lo escuchado, la obediencia a la Palabra. Para obedecer a la
Palabra, para encarnarla en el aquí y ahora, se requiere una implicación de
todas las dimensiones de la persona: sentimientos, inteligencia, memoria y
voluntad. En esta encarnación de la Palabra en el presente, también Clara puede
ayudarnos como referente.
Hoy parece valorarse lo gratuito, en una
flagrante contradicción, pues, aparte de raras excepciones, la eficacia y el
mercantilismo son lo que prima en el fondo: ahí están las noticias sobre la
corrupción en instituciones y operaciones que el día anterior se presentaban
como altruistas en grado sumo.
Aparte de estas contradicciones,
nuestros contemporáneos aspiran a unas relaciones más gratuitas; así lo revela
la labor de tantas personas anónimas a favor de sus semejantes, que no recogen
los medios de comunicación.
En la respuesta a este anhelo, Clara
también puede iluminar, especialmente a los cristianos, pues en nuestro mundo
tan tecnificado, ¿qué lugar ocupa la gracia divina para nosotros? ¿Cómo
conjugamos la providencia divina con la técnica y la ciencia, tan necesarias?
¿En la lectura de nuestra historia personal y comunitaria, dejamos entrar a la
gracia de Dios?
Clara de Asís, al final de su vida, en
su Testamento, ya nos da
la clave para entender su coraje, su firmeza, su fidelidad, en definitiva su
biografía: «Entre los otros beneficios que hemos recibido y recibimos cada día
de nuestro espléndido benefactor el Padre de las misericordias, y por los que
más debemos dar gracias al Padre glorioso de Cristo, está el de nuestra
vocación, por la que, cuanto más perfecta y mayor es, más y más deudoras le
somos» (TestCl 2-3).
La primera preocupación o urgencia de
Clara es reconocer y agradecer a Dios Padre, que todo lo bueno a lo largo de su
vida lo ha recibido gratuitamente de Dios, en primer lugar el regalo de la
vocación. Confesión taxativa de que su trayectoria personal y comunitaria no ha
sido una carrera prometéica, el resultado de sus cualidades y esfuerzos
personales (de su tozudez); tampoco el resultado de su bondad natural, ni mucho
menos el fruto de un ascetismo extremo que doblega y orienta la voluntad. Ella
no atribuye a sus muchas penitencias lo que ha sido y ha hecho a lo largo de su
historia, sino a Dios Padre, y no sólo en los principios, sino hasta el final,
incluida la buena fama de las hermanas, hoy diríamos el éxito de la experiencia
de las hermanas en San Damián: «Después que el altísimo Padre celestial se
dignó iluminar con su misericordia y su gracia mi corazón para que, siguiendo
el ejemplo y la enseñanza de nuestro bienaventurado padre Francisco, yo hiciera
penitencia, poco después de su conversión, junto con las pocas hermanas que el
Señor me había dado poco después de mi conversión, le prometí voluntariamente
obediencia, según la luz de su gracia que el Señor nos había dado por medio de
su admirable vida y enseñanza [...]» (TestCl 24-26).
Y más adelante, por si no había quedado claro que para
ella la gracia de Dios lo es todo y que pide la colaboración del hombre, se lo
recuerda con insistencia a las hermanas, para que, no olvidándolo nunca, vivan
centradas en lo esencial: «Amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo a todas
mis hermanas, las que están y las que han de venir, que se apliquen siempre con
esmero a imitar el camino de la santa simplicidad, humildad, pobreza, y también
la rectitud de la vida religiosa en común, tal como desde el inicio de nuestra
conversión nos lo han enseñado Cristo y nuestro bienaventurado padre Francisco.
A causa de lo cual, no por nuestros méritos, sino por la sola misericordia y
gracia del espléndido bienhechor, el mismo Padre de las misericordias esparció
el olor de la buena fama, tanto entre los que están lejos como entre los que
están cerca. Y amándoos mutuamente con la caridad de Cristo, mostrad
exteriormente por las obras el amor que tenéis interiormente, para que,
estimuladas por este ejemplo, las hermanas crezcan siempre en el amor de Dios y
en la mutua caridad» (TestCl 56-60).
Estas palabras de Clara de Asís podrían
servir de conclusión. No querría terminar sin recordar que la biografía de
Clara y su experiencia cristiana nos enseñan, entre otras cosas, que el Amor de
Dios y el amor entre los hombres, destello del primero, son fuerza y vigor, que
afirman la personalidad y la autorrealización de cada uno, sin negar la
afirmación y la realización del otro, y permiten la construcción del
«nosotros». ¿Acaso nuestro mundo no pide esto a gritos?
[Cf. el texto completo en Selecciones de
Franciscanismo n.
116, 2010, 271-280]
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