Por Lázaro Iriarte,
OFMCap
Francisco descubre al hombre hermano
En el comienzo de su Testamento el santo describe en estos términos el
itinerario de su vocación personal: «De esta forma me concedió el Señor a mí,
hermano Francisco, dar comienzo a mi vida de penitencia. Cuando yo me hallaba
en pecados, se me hacía amarga en extremo la vista de los leprosos. Pero el
mismo Señor me llevó entre ellos y usé de misericordia con ellos. Y una vez
apartado de los pecados, lo que antes me parecía amargo se me convirtió en
dulcedumbre del alma y del cuerpo».
Es la experiencia personal de la trayectoria
de la gracia en su conversión. Tal experiencia suele iluminar y gobernar la
vida entera del convertido. En san Pablo, el «Yo soy Jesús, a quien tú
persigues» fue un rompiente de luz que vivificaría toda su visión teológica
del misterio de Cristo Señor, presente en sus miembros los fieles, y acuciaría
su celo por el Evangelio sin lugar al reposo. Para Francisco, el hecho de haber
llegado al encuentro con Cristo a través del pobre, sobre todo a través del
leproso, en quien se unen pobreza y dolor, se proyectaría en su concepción
total de la Encarnación y del seguimiento del Cristo hermano.
Por temperamento y por sensibilidad cristiana
el joven Francisco venía ya inclinado a la piedad para con los indigentes. Un
día ocurrió que, en un momento de afanosa atención al mostrador en la tienda de
paños, despidió sin limosna a un mendigo. Al caer en la cuenta, reprochóse a sí
mismo tamaña descortesía, no tanto hacia el pordiosero cuanto hacia el Señor,
en cuyo nombre pedía ayuda. Desde aquel día se propuso no negar nada a quien le
pidiera en nombre de Dios. Dios, centro de referencia de la caballerosidad
depurada del hijo del mercader, iba recibiendo, poco a poco, los rasgos de un
rostro familiar: Cristo.
Francisco, ganoso de renombre, camina rumbo a
Apulia entre los caballeros de Gualtiero de Brienne. Viendo a uno de ellos
pobremente vestido, le regala su propia indumentaria flamante «por amor a
Cristo». A la noche siguiente tiene el sueño del palacio lleno de arreos
militares, completado poco después con otro sueño en que la voz del Señor le
disuade de proseguir la expedición.
Vuelto a Asís, experimentó profundo hastío de
los devaneos juveniles, mientras veía crecer en su corazón el interés por los
pobres y el goce nuevo de sentarse a la mesa rodeado de ellos. Ya no se
contentaba con socorrerles, «gustaba de verlos y oírlos». El gesto burgués de
remediar la necesidad del hermano con un puñado de dinero lo hallaba absurdo.
Mientras subsiste, en efecto, la desigualdad derivada del nacimiento o de la
fortuna, el amor al prójimo no sazona evangélicamente. Más que dar, es preciso
darse, ponerse al nivel del pobre. Y Francisco anhelaba experimentar qué es ser pobre, qué es vestir unos
andrajos, el sonrojo de tender la mano implorando la caridad pública.
La ocasión se le presentó a la medida de sus
deseos en una peregrinación que hizo a Roma. A la puerta de la basílica de San
Pedro cambió sus vestidos con los harapos de uno de los muchos mendigos que
allí se agolpaban; colocado en medio de ellos pedía limosna en francés. El
francés, o más exactamente el provenzal, lengua de trovadores, era la que usaba
Francisco cuando, en momentos de exaltación espiritual, afloraba su alma
juglaresca. Tenía ahora la experiencia de la pobreza real, la del pobre, que
es, al mismo tiempo humillación, inferioridad, falta de promoción pública y, a
veces, degeneración física y moral.
La experiencia decisiva, la que le hizo dar la
vuelta, valga la expresión, bajo el acoso de la gracia, fue la de los leprosos.
Toda la naturaleza de Francisco, delicada, hecha al refinamiento, se revolvía
al espectáculo de las carnes putrefactas de un leproso. Era el momento de dar a
Cristo la prueba decisiva de su disponibilidad para «conocer su voluntad».
Primero fue el vencimiento con el leproso que le salió al camino en la llanura
de Asís: apeóse del caballo, puso la limosna en la mano del leproso y se la
besó; el leproso, a su vez, apretó contra sus labios la mano del bienhechor.
Pocos días después buscaba él mismo la experiencia dirigiéndose al lazareto
para hacer lo propio con cada uno de los leprosos.
El relato de los Tres Compañeros, que parece haber
recogido con mayor fidelidad los recuerdos personales de Francisco, después de
una alusión expresa al obstáculo que hasta entonces le había impedido acercarse
a los leprosos -sus pecados-, añade una observación preciosa en relación con el
proceso de la conversión: «Estas visitas a los leprosos acrecentaban su
bondad».
[Cf. el texto completo en Vocación Franciscana,
esp. pp. 33-36]
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